miércoles, 7 de febrero de 2018

CAPITULO 76





Pedro había dado el día libre a Paula para que atendiera a su maltrecha huésped de manera adecuada. Se había quedado más tranquilo al saber que Jose permanecería junto a ella realizando un informe médico de cada una de las lesiones y daños de Lorena para notificar a la policía de Whiterlande lo sucedido.


Mientras atendía a gatos con sobrepeso y viejos perros de compañía, Pedro se dio cuenta de que su clínica no era lo mismo sin su eficiente ayudante, que en ocasiones tanto lo distraía.


Recordó la noticia que le había dado Paula con bastante inquietud y manos temblorosas. Por lo visto, su desagradable exprometido se dirigía en esos momentos hacia Whiterlande, y su amada gatita tenía que volver a enfrentarse a él, algo para lo que no parecía estar preparada.


Pedro decidió darle todo su apoyo y no separarse de ella en ningún momento, sobre todo por si ese farsante de tres al cuarto intentaba engañarla de nuevo para que volviera a una vacía relación.


Por nada del mundo pensaba dejar marchar al amor de su vida. Aunque su pasado viniera a reclamarla, él estaba totalmente decidido a quedarse con ella y no la dejaría ir jamás... ¡Mala suerte para el estúpido que rechazó el tesoro que era Paula! Pedro pensaba luchar con todas sus armas por el amor de Paula, ya fuera con juego limpio o sucios trucos de embaucador. Todo valía en la lucha por el amor de su vida, y un presuntuoso hombre que sólo pensaba en la fortuna de Paula no le iba a hacer cambiar de opinión, por mucho prestigio que su nombre tuviera o por más que alardeara de sus billetes.


Pedro se preguntó cómo sería ese tipo para haber conseguido tentar a Paula con la idea del matrimonio que ahora tan rápidamente descartaba.


Luego, simplemente lo maldijo por haber hecho de ella una mujer recelosa, que aún tenía miedo de escuchar sus sinceras palabras de amor por temor a que nuevamente jugaran con su corazón.


Aunque ese tema ya había sido solucionado entre ellos, más concretamente el día anterior... cuando él, de forma impetuosa, le confesó sus sentimientos. Pero todavía quedaba entre ellos el vacío de una respuesta que aún no había sido expresada.


Pedro nunca antes había confesado a una mujer que la amaba, nunca había sentido por otra lo que sentía por su arisca gatita. Su mundo se volvió patas arriba desde el instante en que la conoció, pero ya no podría sobrevivir ni un solo segundo sin tenerla a su lado. Cada vez que pensaba que los días junto a ella se acababan, se le encogía el corazón y sólo deseaba parar el tiempo para que ambos tuvieran la oportunidad que sin duda se merecían y, así, él podría demostrarle que, aunque estaba lejos de ser el hombre adecuado para ella, podía llegar a aproximarse a ello sólo por el premio que sería permanecer junto a Paula.


Su día en la clínica fue bastante aburrido... sin ninguna de las molestas llamadas de ese chucho, sin los impertinentes insultos de Paula hacia sus clientes o sin esa distinguida naricilla que siempre permanecía altivamente elevada cuando discutía con él. Hasta Nina se lamentaba de la ausencia de su forzosa compañera mientras volvía a limar sus llamativas uñas, esta vez azules.


Cerró una hora antes de lo habitual y corrió a coger una bolsa de su apartamento con algunas mudas de ropa, porque si algo tenía claro era que por nada del mundo iba a dejar sola a Paula cuando el peligro de un hombre furioso, como podía ser el marido de Lorena, se cernía sobre su cabeza.


Tras meter despreocupadamente sus pertenencias en una vieja mochila, se marchó de su desastroso apartamento esperando que Paula tuviera en su frigorífico algo más que un bote de mayonesa caducado y unas lonchas de queso que comenzaban a tener un extraño color verdoso.


Después de recorrer rápidamente el camino que lo llevaba junto a su dulce gatita mientras pensaba en una decena de excusas para convencerla de que aceptara su presencia en la nueva casa, todas ellas un tanto escandalosas pero que sin duda los dejaría a ambos bastantes satisfechos, Pedro aparcó distraídamente en la
entrada sin dejar de percatarse de la lujosa limusina negra que permanecía estacionada junto a la propiedad.


Cuando bajó de su vieja furgoneta vio a un hombre muy próximo a su edad sacando el equipaje de ese ostentoso vehículo sin dejar de murmurar de paso mil y una protestas sobre tan denigrante tarea.


Pedro se acercó a él con una amable sonrisa, con la intención de ayudarlo y de averiguar por qué se encontraba allí, pero, en cuanto el hombre sacó su cabeza del maletero ofreciéndole una estúpida sonrisa muy similar a la suya, no tardó en reconocer su cara gracias al escandaloso artículo de una vieja noticia sobre los Chaves que había tenido el placer de ojear.


Sin pensar en lo que hacía, Pedro dirigió su rígido puño hacia el hermoso rostro de ese sujeto, haciéndolo impactar con violencia en su nariz. Ese niñato de ciudad se tambaleó inestablemente hacia atrás y luego, simplemente, se desmayó.


Como Pedro no tenía ganas de mancharse las manos con la basura, lo dejó ahí tumbado en mitad del camino mientras se dirigía con paso firme y decidido al encuentro de la mujer que más lo necesitaba en esos momentos, su amada Paula,
que aun en sus pesadillas seguía pronunciando el nombre de ese idiota que tanto daño había hecho a su corazón. Pero Pedro pensaba poner remedio a sus malos sueños de la única manera que sabía: haciendo que, desde ese instante, Paula sólo pudiera decir su nombre en todo momento.


Pedro tocó a la puerta de la nueva casa de los Alfonso, decidido a arrastrar a esa mujer hacia la habitación que tan gratos momentos les había proporcionado y a hacerle olvidar la presencia del estúpido de su pasado que había osado volver a su vida.


—¡Tú, yo y tu cama tenemos una cita! — pronunció apresuradamente Pedro antes de que la puerta de la casa se abriera por completo y pudiera ver muy de cerca a la persona que tantos quebraderos de cabeza le había traído últimamente ante su pretensión de conquistar a una Chaves.


—Para su desgracia, jovencito, los tríos nunca han sido lo mío —ironizó maliciosamente la anciana que abría la puerta en ese momento mientras repasaba de arriba abajo su persona, que, por lo visto, no se adaptaba a los estándares de los Chaves.


—La querida tía Mirta, supongo —comentó con atrevimiento Pedro, levantando una de sus acusadoras cejas en gesto sorprendido.


—El afamado Pedro Alfonso... —confirmó la anciana, sin dejar de recorrerlo con su inquisidora mirada—. Creo que por ahora no necesitaremos de sus servicios —lo rechazó firmemente la adinerada viejecita negándose a moverse de la entrada.


—Creo que eso tendrá que confirmármelo su sobrina —replicó igual de decidido Pedrodispuesto a no marcharse de allí hasta haber visto a Paula.


—¡Paula! —llamó la distinguida millonaria, visiblemente molesta, alzando su chillona voz con muy poca elegancia.




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