jueves, 8 de marzo de 2018

EPILOGO




Al final había sido vilmente engañado por una Chaves y, cuando me enteré de que tía Mirta se trasladaría también a Whiterlande, ya era demasiado tarde para huir. Pero al menos había conseguido lo que pretendía desde un principio y tenía junto a mí a mi amada Paula.


Cuando llegué a mi aburrido pero acogedor pueblo, retorné a mi trabajo en mi pequeña clínica, esta vez junto a mi amigo Tomas, y convencí a Paula de que abriera un pequeño despacho para defender casos de personas tan necesitadas y reales como lo había sido Lorena en su momento.


Por si esa insistente y aburrida anciana decidía inmiscuirse mucho en nuestras vidas, la introduje en el apasionante mundo de la pesca, presentándole a un digno compañero como era el honorable juez Walter, así que ahora ella era su problema. Todo parecía ser perfecto en mi vida con Paula, y más aún en un maravilloso día como ése, en el que disfrutábamos de un romántico almuerzo en uno de los hermosos parques de Whiterlande, y que sin duda lo sería aún más si no fuera porque había alguien del que, definitivamente y por más que lo intentara, nunca podría librarme.


Después de que nuestras miradas se enfrentasen de nuevo, cogí la pelota de goma con la que intentaba adiestrar a Henry y la lancé lejos en una perfecta parábola. Henry, con su habitual letargo, alzó su peluda cabeza, me observó, luego a la pelota y, tras un sonoro bostezo, me dirigió una pasiva mirada que sólo podía significar «Ahora vas tú a por ella». A la décima vez que tiré esa fastidiosa pelotita por los aires, un perro desconocido, un bello pastor belga de hermoso pelaje, surgió de la nada y, rápido como el viento, se dirigió hacia la pelota que había lanzado para recogerla y traérmela.


Cogí la pelota, emocionado ante la primera ocasión en la que un animal había obedecido mis órdenes, cuando Henry se levantó y por primera vez en todo el día se acercó a mí lo más rápido que le permitieron sus cortas patitas. Pero no lo hizo para jugar conmigo, sino para reprender al intruso que había osado interrumpir su entrenamiento. Fue en ese momento cuando me pregunté si yo era el entrenador o el entrenado.


Mientras permanecía confuso ante el comportamiento de Henry, algo a lo que ya debería haberme acostumbrado, Paula se lanzó a mis brazos fulminando con sus ojos a todas las mujeres que observaban cada vez con más atención mi entrenamiento, en especial después de que el calor me hubiera obligado a desprenderme de la camiseta.


Paula gruñó a la multitud que comenzaba a agolparse y me reclamó con un enérgico beso que yo nunca rechazaría.


—Mi celosa gatita... ¿Es que no sabes que sólo tengo ojos para ti? —confesé a mi mujer mientras la abrazaba con fuerza, a la vez que la tumbaba en el mullido césped de ese modesto parque.


—Sí, pero ellas eran demasiadas y yo tengo muy mal genio —declaró Paula, haciendo uno de esos pequeños mohines que tanto me gustaban.


—No tienes mal genio, cariño. Sólo alguna que otra mala pulga que yo te quitaré encantado — anuncié, colocándola bajo mi cuerpo.


—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo harás? —preguntó tentadoramente, reclamando una vez más mis cuidados.


—Simplemente diciéndote todos los días cuánto te amo —respondí, dictando el tratamiento necesario para eliminar ese mal humor que en alguna ocasión acompañaba a mi adorada esposa, uno que sin duda tendría que administrar durante toda la vida. Algo que, en definitiva, no estaba nada mal cuando se disfrutaba de la compañía de la persona amada.


Mientras admiraba la sonrisa de Paula, recordé aquel lejano día en el que planifiqué mi vida cuando apenas era un niño, y llegué a la conclusión de que, aunque ninguno de mis propósitos se había cumplido como yo deseaba, nunca podría quejarme, porque en definitiva había descubierto lo que era el amor y al fin había comprendido que las cosas, en ese loco sentimiento, nunca surgen como ideamos, y que, indudablemente, éstas son mejores de lo que una vez llegamos a imaginar.




CAPITULO 113





Después de vivir un tiempo en la ciudad junto al hombre que amaba, ambos decidimos que echábamos de menos ese fastidioso pueblo.


Whiterlande nos había conquistado. A pesar de sus vecinos cotillas, de sus entrometidos personajes y de sus mascotas con sobrepeso, teníamos tan buenos recuerdos de ese lugar donde nuestras vidas se cruzaron que decidimos volver a él.


Lo más difícil de todo sería comunicarle a mi sobreprotectora tía y a su leal protegido que Pedro y yo pensábamos trasladarnos del dúplex que ella nos había regalado en Boston a alguna bonita y tranquila casa en Whiterlande, donde pasaríamos el resto de nuestras vidas.


La verdad era que, pese a lo molesto que podían llegar a ser tanto mi tía como ese chucho en muchas ocasiones, no quería separarme de ellos.


Pero Pedro trabajaba en molestas y rígidas clínicas veterinarias de la ciudad, tratando a orgullosos animales y a sus altivos dueños que poco a poco le iban quitando esa sonrisa que tanto amaba en su rostro, y yo no valoraba tanto mi trabajo desde que tenía que llevar importantes demandas de prestigiosas empresas en lugar de tratar con personas tan reales como había sido Lorena, mi primer caso.


Me encontraba sola ante la puerta de la enorme mansión de los Chaves, dispuesta a comunicarle a mi tía mi marcha mientras Pedro terminaba de empaquetar nuestros bienes. Alcé la mano para tocar la maciza puerta de roble, cuando la puerta se abrió abruptamente y ante mí hallé a Víctor, que transportaba algunas inmensas cajas hacia la entrada.


Tras saludar al leal y eficiente empleado de mi tía, me adentré en la casa dispuesta a averiguar qué ocurría y encontré un gran revuelo en el interior: todos los muebles estaban tapados con viejas sábanas, y decenas de cajas se amontonaban por doquier a lo largo de los pasillos. María corría de un lado a otro con gran nerviosismo sin dejar de maldecir a Henry en ningún momento, quien, como siempre, había robado algún jugoso aperitivo que acabaría de nuevo con su dieta.


Ante la sorpresa por la repentina mudanza de mi tía, la busqué por toda la finca hasta que finalmente la localicé en su despacho guardando en una caja, con mucho cariño, las fotos de mi tío Henry, que ella tanto adoraba.


—Tía Mirta, ¿qué significa esto? — pregunté, confusa, señalando la vacía habitación.


—Nos mudamos a Whiterlande —respondió tía Mirta, tomándome por sorpresa—. Ya sé que te parecerá algo repentino y que tal vez no estés preparada para separarte de mí, pero he encontrado una bonita casa allí, y después de hablar detenidamente con Henry, hemos decidido marcharnos.


La noticia me dejó un tanto confusa, no tanto como la alocada idea de que mi tía hubiera entendido los gruñidos de ese saco de pulgas, pero me sentí feliz al saber que no tendría lejos de mí a mi familia, a la que tanto adoraba.


—Pero ¿y tu bufete? ¿Y tus negocios en la ciudad? ¿Y tus amigos? —indagué con curiosidad.


—Eso no será problema alguno. Hector se encargará de todo en mi ausencia y, si tengo que venir a la ciudad por algún asunto importante, siempre habrá alguien que podrá traerme para arreglar cualquier desaguisado que causen esos inútiles —comentó despreocupadamente mi anciana tía—. Lo más importante y lo que más me preocupa es si tú estarás bien en mi ausencia —se interesó tía Mirta, intentando consolarme con un acogedor abrazo.


—Pues verás, tía, de hecho, yo venía a anunciarte que Pedro y yo también hemos decidido mudarnos a Whiterlande —declaré, observando por el rabillo del ojo cómo mi tía sonreía pícaramente ante mi anuncio.


—¿En serio? Eso es algo que nunca hubiera podido sospechar... —soltó Mirta Chaves, haciéndome saber con sus falsas palabras que de nuevo me había manipulado—. Entonces deberíais tener vuestra propia casa allí —afirmó, mientras me entregaba las llaves de la casa de la que me había enamorado y que tantos gratos recuerdos guardaba de mi amor por ese alocado hombre que era Pedro Alfonso.


—Después de todo —continuó tía Mirta—, a Henry no termina de gustarle y es un desperdicio que esa propiedad acabe abandonada. Además, te prometí una casa y ese cochambroso dúplex que compartes con Pedro no puede ser definido como un hogar digno para una Chaves.


—Pero no está nada mal para una Alfonso — interrumpió mordazmente Pedro, adentrándose en el despacho de mi tía con una ladina sonrisa en el rostro.


—¡Paula sigue siendo una Chaves y, hasta que no te cases con ella, seguirá llevando mi digno apellido! —exclamó tía Mirta, indignada con su eterno rival, con quien aún quedaba alguna que otra rencilla por resolver.


—¡Ah, pero muy pronto nos libraremos de ese apellido y Paula pasará a ser una mujer casada, sin noble apellido o fortuna alguna! —pinchó mi incorregible Pedro.


—¿Es que todavía no se lo has dicho? —me preguntó tía Mirta, con una sonrisa llena de satisfacción en los labios.


—¿El qué? —quiso saber Pedro, confuso ante el secreto que mi tía y yo guardábamos.


—Mi sobrina posee una fortuna propia que yo he ido administrando a lo largo de los años, pero, hasta que no se case, no podrá tocar ni un solo centavo, así que, aunque te libres de su apellido, nunca lo harás de su fortuna, Pedro Alfonso — anunció, gratamente satisfecha al ver cómo el rostro de Pedro se volvía blanco ante tan sorprendente noticia que no pareció agradarle en absoluto.


Luego, mi aturdido amante simplemente sonrió tan despiadadamente como mi tía y se enfrentó a ella con una contundente mentira que afectó a mi anciana protectora, como siempre hacían las sorpresas que no entraban en sus organizados planes.


—¡Pues entonces no nos casaremos! —dijo, mientras me cargaba sobre sus hombros y me sacaba del despacho a la vez que mi tía lo perseguía por toda la casa sin dejar de reprenderlo junto al, claro estaba, molesto saco de pulgas que siempre se unía ante una posibilidad de que sus quejas fueran escuchadas.


Me sentí tentada de revelarle a tía Mirta que la afirmación de Pedro era imposible, ya que hacía un mes que nos habíamos casado, pero, tras ver su malvada y encantadora sonrisa, lo dejé disfrutar un poco más de su triunfo. 


Después de todo, no le duraría mucho cuando le comunicara que llevaríamos una gran carga adicional a ese pueblo que se convertiría muy pronto en nuestro hogar.