viernes, 5 de enero de 2018

CAPITULO 11





En todos los años que Teo Philips llevaba ejerciendo como jefe de policía en la pequeña comisaría de Whiterlande, nunca había visto detenidos tan singulares como los que entraron esa mañana por la puerta escoltados por Colt Mackenzie.


Colt... el eterno novato que, cada vez que tenía un poco de libertad en el ejercicio de su profesión, metía la pata molestando a algún personaje importante o escarmentando a algún imberbe jovenzuelo con un día de calabozo por una simple riña. La última de sus jugadas había sido multar a un niño de cinco años por tirar un papel al suelo.


Si seguía así, podría llegar a empapelar la comisaría con las quejas escritas por los vecinos debido a su estricta forma de hacer cumplir la ley.


Teo lo había enviado a vigilar la desolada carretera que daba entrada a Whiterlande con la esperanza de que no se metiera en problemas, ya que el tránsito era escaso y pacífico, pero, para su desgracia, Colt encontraba problemas allá donde fuera.


En el momento en el que Teo vio a la elegante joven esposada que caminaba malhumorada tras Colt, pensó que se le caía el mundo encima, ya que el caro traje de aquella mujer podría costar como cuatro meses de su sueldo, o quizá más.


Pensar en los culos que tendría que besar para disculparse por los errores de su ayudante lo puso enfermo, pero, cuando vio entrar por la puerta, también esposado, a un perro de ojos tristes y orejas caídas que no paraba de gimotear, decidió que Colt estaba mal de la cabeza y que tendría suerte si solamente le mandaban recoger la mierda de las aceras.


Teo se acercó despacio hacia la refinada señorita en busca de algo de compasión por su parte, hasta que escuchó su altanero lenguaje y presenció sus modales, que para nada eran adecuados para una dama.


—¡Escúcheme bien, agentucho de tres al cuarto! En el mismo instante en el que hable con mi tía, deseará no haber nacido. ¡Tendrá suerte si encuentra trabajo aunque sea limpiando el ilustre trasero de Henry! Pagaré todas las multas que se atrevan a ponerme con un simple chasqueo de dedos y saldré de este despreciable pueblo lo más rápido que pueda... Pero usted... ¡usted necesitará vivir más de una vida para poder pagar ni siquiera los costos que le supondrán las demandas que presentaré contra su persona, tanto por arresto improcedente como por maltrato animal! Tal vez me apiade de usted cuando se halle en la miseria y le dé trabajo como sirviente de Henry... ¡Y le advierto que él es aún más rencoroso que yo!


—Colt, ¿quién es Henry? —preguntó Teo a su desanimado subalterno, que había comenzado a amedrentarse ante las amenazas de esa princesita maleducada.


—Es el perro —declaró Colt, a la espera de una regañina por parte de su superior al haberse excedido nuevamente en su deber.


—La celda cinco está vacía —anunció Teo a Colt, dándole su aprobación al arresto de esa presuntuosa arpía que sin duda alguna se merecía una lección.




CAPITULO 10




—Señorita, ¿me puede explicar por qué circulaba a cuarenta kilómetros por hora en una vía donde la mínima velocidad es de sesenta? — preguntó muy serio el indignado policía, aparentemente recordando el fino dedo que lo había saludado tan impertinentemente.


—Verá, señor agente, normalmente iría a la velocidad indicada, pero es que Henry, mi acompañante, está un poco enfermo. Quizá se deba a lo que ha desayunado, creo que ha comido algo en mal estado. O tal vez sea que el jardinero por fin ha decidido cumplir sus múltiples amenazas y envenenarlo por cargarse sus petunias.


—Entonces, usted circulaba lentamente porque... —insistió el policía ante la absurda explicación.


—Henry gruñe y se lamenta cada vez que paso de cuarenta en la carretera y se indispone, así que, por el bien de la tapicería, decidí ignorar el límite mínimo. Después de todo, no voy a hacer daño a nadie por ir un poco más despacio, ¿verdad?


—No, señorita, pero entorpece el tráfico. Por otra parte, si su amigo se encuentra mal, lo mejor sería llevarlo cuanto antes a un hospital — recomendó el policía, preocupado por el estado del pasajero.


—¡No, qué va! Es que él es así: siempre se está quejando por todo.


—¡Señorita! Parece que no le preocupa demasiado su amigo —señaló el policía, un tanto molesto con el comportamiento de esa insensible joven.


— Henry no es mi amigo. Sólo es un molesto inconveniente en mi vida del que no me importaría deshacerme. En más de una ocasión he pensado en estrangularlo con una cadena, pero por desgracia no tengo fuerza para ello; tal vez debería encargárselo a alguien... —comentó pensativamente Paula.


—¡Señorita! ¡Salga despacio del coche, no haga ningún movimiento brusco y ponga las manos donde pueda verlas! —ordenó gravemente el policía, decidido a alejar a esa psicópata del tal Henry antes de que llevara a cabo sus amenazas y se deshiciera de ese pobre incauto.


—¡Pero señor agente! Es que... —La chica intentó explicar al agente lo absurdo de la situación.


—¡Le he dicho que salga del coche! —gritó histéricamente el hombre sacando su arma sin darle oportunidad alguna a Paula de explicarse.


—Está bien, está bien... ¡Ya voy! —repuso ella, mientras salía del BMW resignada a que esa situación se volviera más absurda a cada momento.


—Aléjese del vehículo lentamente.


—¿Lo quiere a paso de caracol o de tortuga? —ironizó la muchacha, harta de la estupidez de ese tipo.


—¡Coloque las manos sobre el vehículo! — mandó autoritariamente el agente a la vez que guardaba su arma al observar que la peligrosa mujer no estaba armada.


No obstante, el rígido agente registró superficialmente el caro traje de diseño de Paula para asegurarse. Cuando finalizó con su registro, abrió despacio la puerta para consolar a la pobre víctima y llevarla a un lugar seguro lejos de esa chiflada. Tal vez el desafortunado Henry tuviera que ser asistido por un médico o por un psiquiatra, si los maltratos de esa cruel joven se habían prolongado durante mucho tiempo.


El agente quedó sin palabras cuando la puerta del pasajero quedó abierta de par en par y pudo ver al fin a Henry. 


Entonces se volvió, furioso, hacia la mujer con la certeza de que estaba ante una desequilibrada y observó cómo la despreocupada ricachona se apoyaba con indiferencia sobre su coche mientras lo miraba altivamente con una mordaz sonrisa.


—¡Enhorabuena, agente: acaba de salvar a un rico heredero! Quién sabe, quizá mi tía lo recompense por su inestimable ayuda y todos en comisaría lo elogien. Incluso puede que lleguen a condecorarle —comentó irónicamente Paula sin poder evitar descargar su mal humor en el pobre infeliz que sólo cumplía con su deber.


—Eso es un perro... —señaló todavía incrédulo el anonadado agente.


—¡Felicidades por su capacidad de observación! Aunque es algo evidente a primera vista, creo que mi tía aún no lo ha comprendido del todo. Tal vez, si tuviera usted la amabilidad de explicárselo, ella dejaría de tratarlo como a la reencarnación de su difunto esposo y me daría un respiro. Después de todo, usted es su salvador, ¿no? —provocó un poco más Paula al enojado agente. 


—¿Se puede saber por qué ese chucho viaja en una silla homologada para bebés y no en un transportín?


—Porque, según mi tía, son indignos para alguien como Henry. Y le advierto que Henry es un perro de raza, concretamente un basset hound, y, aunque dudo de que tenga pedigrí alguno, se lo tiene muy creído y se irrita cuando alguien lo llama chucho.


—Señorita, tendré que multarla por interrumpir el flujo del tráfico y por no disponer del dispositivo adecuado para el transporte de animales.


—Tampoco le agrada demasiado que le llamen animal —señaló Paula al vengativo agente que ignoraba inconscientemente los gruñidos de Henry.


—¿Y usted cómo lo llama? —preguntó sonriente el agente mientras le tendía la multa que ascendía a una imponente suma de dinero.


—Alimaña rastrera, saco de pulgas, baboso y demás calificativos cariñosos... A mí me los acepta, pero no le recomiendo que usted los mencione. No le cae bien nadie más que yo y ésa, por desgracia, es mi cruz —comentó la chica despreocupadamente, sin inmutarse al ver la exorbitante cantidad que pretendía embolsarse el agente.


—¿Algún problema, señorita? —preguntó satisfecho el hombre relamiéndose con su pequeña venganza.


—Ninguno en absoluto. ¿Debo pagar la multa ahora? —replicó Paula, divertida con los infructuosos intentos de aquel hombre por amargarle aún más su viaje.


Mientras la joven sacaba de su suntuoso bolso de mano un gran fajo de billetes, el policía no dejaba de observar con irritación al chucho que lo miraba con reprobación desde el asiento trasero sin dejar de gruñirle amenazadoramente ni un solo instante.


—El perro no puede viajar así, desátelo — ordenó el agente, enfurecido tras ver la cantidad de dinero que manejaba tan negligentemente esa ostentosa mujer.


—¡Ni loca! ¿Sabe lo que me ha costado meterlo ahí? Además, si no viaja en su sillita, se altera con facilidad.


—Si usted no lo saca de esa silla, lo haré yo.


—Yo que usted no lo haría... —le advirtió Paula mientras él se acercaba peligrosamente a Henry desoyendo sus alterados gruñidos.


—Lo va a lamentar —advirtió nuevamente la muchacha, resignada a lo que ocurriría a continuación. Sin duda alguna, una vez más tendría que defender a Henry ante un tribunal.


Paula se alejó unos cuantos pasos y dejó actuar al policía sin oponer resistencia, pero Henry era un animal de ideas fijas y nadie que no fuera ella o su tía podían tocarlo a él o a su sillita.


Cuando el agente acercó su autoritaria mano a los anclajes de la silla, Henry se revolvió e intentó morder la mano que osaba aproximarse a él. El hombre, indignado, se retiró rápidamente ante la amenaza de unos afilados dientes que no dejaban de seguir el movimiento de su extremidad.


—¡Ha intentado morderme! —exclamó ofendido.


—Es un perro, ¿qué esperaba? —replicó Paula, cuestionando cada vez más la inteligencia de aquel tipo.


—Tendré que arrestarlo por intentar agredir a un agente, y le advierto que ése es un delito muy grave. 


—Está bromeando, ¿verdad? —preguntó Paula, incrédula al ver hasta dónde podía llegar el resentimiento del policía por un simple malentendido.


—Ya que usted parece tratar a ese perro como si fuera una persona, yo no seré menos. ¡Bájelo de ese artefacto si no quiere que destroce la fina tapicería de su coche de un tiro y métalo en mi coche patrulla!


Paula, habituada a las malas pasadas de Henry, se resignó a visitar una vez más una comisaría como primer lugar turístico del pueblo; desató con calma de su sillita a su eterna pesadilla y, con paso indiferente, se dirigió hacia el coche del agente y abrió con elegancia la puerta.


—Ya sabes lo que toca, Henry —declaró en voz alta al orgulloso can.


Henry le dirigió una mirada altiva a los presentes, como si sus pulgas fueran de una categoría superior a las de los demás, y se sentó obedientemente en la parte trasera del vehículo, ocupando todos los asientos con su orondo cuerpo.


—Tendré que decirle a tía Mirta que la dieta no funciona: cada día estás más gordo —indicó una sonriente Paula mientras cerraba la puerta en las narices de ese molesto y arrogante chucho.


Desde el interior del coche se oyeron ladridos de protesta como respuesta a los insultantes comentarios de Paula.


—Bien, si espera un segundo a que cierre mi vehículo, podremos partir hacia comisaría, agente —informó la joven mientras tomaba sus pertenencias del caro coche de su tía y se hacía a la idea de dejarlo abandonado en ese recóndito lugar. Las órdenes de tía Mirta habían sido muy precisas: «¡No te separes de Henry!»; algo que no tomaría al pie de la letra si no fuera porque, cada vez que dejaba a ese perro un segundo a solas, se metía en problemas. Y, por suerte para su tía y para desgracia de Paula, ella era la protectora y abogada de ese saco de pulgas.


—Señorita, usted no vendrá con nosotros en el coche policial —respondió el agente con una malévola sonrisa en el rostro—. En él solamente pueden ir los detenidos, no los civiles.


—¡Ni loca voy a dejar a Henry a solas con usted! —exclamó airada Paula, enfrentándose al policía ante su estúpido intento de venganza.


—Señorita, me niego a llevarla en el coche conmigo. Y ni todo el oro del mundo podría hacer variar mi decisión —sentenció el policía, sonriente ante esa alterada niña mimada.


—Entonces no me deja otra opción, agente. De verdad que he deseado hacer esto desde el primer instante en que lo he visto, pero... En fin, soy una joven con una educación muy refinada, y esto, definitivamente, no lo aprobaría mi querida tía.


El agente, distraído con las absurdas explicaciones de la atolondrada mujer, no se dio cuenta del fino puño que se dirigía hacia su cara hasta que fue demasiado tarde.


Finalmente, Paula Olivia Chaves se adentró en el hermoso y pacífico pueblo de Whiterlande de una manera muy especial, ya que iba sentada en la parte trasera de uno de los coches policiales del pueblo. A su lado, Henry acomodaba lastimeramente la cabeza en su regazo, gimiendo como un poseso tras haber vomitado en el suelo del vehículo y sobre sus caros zapatos de ante.


El inepto policía no cesaba de jactarse de su detención ante sus compañeros de la comisaría a través de la radio, ni de burlarse de ella y del saco de pulgas que la acompañaba. 


Paula, abrumada por Henry, por la pérdida de sus zapatos y por las carcajadas del agente, no lo pudo evitar: una vez más olvidó las carísimas lecciones de modales que tanto dinero le habían costado a su tía y, cuando el vehículo pasó junto a un cartel que anunciaba «Bienvenidos sean todos a
Whiterlande», Paula mostró una vez más la delicada manicura francesa de uno de sus dedos.


—¡Y una mierda bienvenidos! ¡En cuanto podamos, saldremos los dos de este miserable pueblucho lo más rápido que me permitan las ruedas de mi BMW! —le susurró Paula al quejumbroso Henry, que, por primera vez, estuvo totalmente de acuerdo con ella.



CAPITULO 9




¡Estaba en el culo del mundo, y todo habían sido problemas!


Poco después de tres horas de camino disfrutando de la velocidad del BMW, Henry comenzó a quejarse y a encontrarse mal. Me libré por muy poco de que echara el desayuno en la tapicería nueva del coche, gracias a mi rápida actuación y a haber parado en el arcén. Tras ese percance, cada vez que pasaba de cuarenta kilómetros por hora, comenzaba a gruñirme exigiéndome tranquilidad en la carretera, por lo que un coche que estaba hecho para volar por el asfalto, iba a paso de tortuga por una vía donde el mínimo permitido eran sesenta.


¡Dios! ¿Qué había hecho yo para merecer eso?


Podía intentar ignorar las múltiples quejas de Henry, que comenzaban a darme dolor de cabeza, pero, si se me ocurría hacerlo, su cara empezaría a tornarse verde y la tapicería se convertiría en la víctima de sus náuseas, así que apreté los dientes y seguí circulando lentamente, ya que me negaba en rotundo a tener que viajar durante Dios sabía cuántas horas en un vehículo que oliera a vómito.


Por si fuera poco, los mapas que me había proporcionado mi tía eran una auténtica bazofia, y todo porque ella no creía en los GPS. Así que, mientras viajaba, muy despacio, tuve tiempo de mirar detenidamente los viejos y arrugados mapas, de pintarme las uñas, retocarme el maquillaje y aún me sobró algún que otro instante para replicar con mi dedo corazón a los idiotas que me pasaban velozmente dándome su firme opinión sobre por qué una mujer nunca debía conducir.


Para mi desgracia, cuando al fin encontré el cartel de «Bienvenido a Whiterlande» y comencé a adentrarme en la salida de la carretera que llevaba al dichoso pueblo señalado en el mapa, oí un nuevo claxon a mi espalda. Ignorando nuevamente las opiniones de los afortunados que no tenían que tratar con Henry, saqué mi dedo corazón a pasear sin prestarle atención alguna al idiota que me reprendía. 


Desafortunadamente, mi dedo se topó con la autoridad, a la que por lo visto no le agradó demasiado mi hermosa manicura francesa, ya que me ordenó hacerme a un lado y parar el vehículo.