lunes, 8 de enero de 2018
CAPITULO 20
Colt, el agente que había llevado a cabo la detención de esa insólita pareja, no estaba contento con el resultado de la sentencia. Sin duda alguna, debería haber sido algo más dura, ya que a él aún le dolía la mandíbula del puñetazo que le había propinado esa amargada niña rica... pero, después de haber sido seriamente reprendido por sus superiores por haber realizado esa detención, no se atrevía a decir nada, y mucho menos a informar a sus jocosos compañeros de que los puñetazos de esa damita dolían como el mismísimo demonio.
La detenida seguiría en Whiterlande durante tres meses al menos. Colt no pensaba quitarle la vista de encima durante ese tiempo. Seguro que ese malévolo perro y esa pérfida mujer harían alguna de las suyas.
Si era necesario, vigilaría la clínica veterinaria las veinticuatro horas del día, y, ¡quién sabía!, tal vez le produjera alguna satisfacción ver cómo desaparecían ese aire altivo y ese impecable aspecto cuando se viera obligada a limpiar jaulas sucias o a batallar con las jóvenes fisgonas del lugar que trataban a Pedro como si fuera suyo. O quizá fueran las chismosas ancianas que lo sobreprotegían como al niño bonito de Whiterlande quienes finalmente espantarían a esa niña rica.
Seguro que esa joven nunca había tenido que bregar con una de esas viejas brujas impertinentes que se excusaban en la edad para entrometerse en todo y ser muy irrespetuosas. Sí, definitivamente, en cuanto oyera a alguna de esas cotorras, abandonaría el lugar con celeridad.
Mientras Colt pensaba en las múltiples excusas que podía usar para dejarse caer por el club de té de esas ancianas e insinuarles la llegada de esa arpía, la malvada bruja hizo su aparición por comisaría para recoger sus pertenencias y después se dirigió hacia él con una dulce sonrisa un tanto sospechosa mientras extendía sus disculpas.
—Siento haberle agredido, señor agente, y sin duda mi comportamiento no ha sido digno de mi estricta educación. Henry también lo siente. ¿Verdad, Henry? —pregunto Paula al can y éste bajó dignamente la cabeza mostrándose adecuadamente arrepentido—. Le ruego nos disculpe por las molestias que le hayamos ocasionado y por nuestra inapropiada conducta.
—Acepto sus disculpas, señorita, pero que no vuelva a suceder. —Colt sonrió alegremente, sintiéndose superior.
—¿Podría hacerme un favor, señor agente? Voy a estar demasiado ocupada buscando un lugar adecuado donde alojarnos Henry y yo. ¿Le importaría llamar a mi anciana y desvalida tía y comunicarle que nos encontramos bien y cuál ha sido la decisión del juez?
—Es algo inusual, señorita, pero lo haré — decidió Colt, apiadándose de la detenida y regodeándose en su victoria.
—Se lo agradezco enormemente —expresó Paula con dulzura mientras se alejaba de la comisaría, a la vez que el incauto agente comenzaba a marcar el número que le había dado.
En cuanto salió de allí, Paula mostró una maliciosa sonrisa mientras le comentaba a su compañero de penurias:
—Bueno, ahora recibirá su merecido — declaró Paula mientras escuchaba desde fuera los balbuceos confusos de Colt, propios de todo aquel que osara hablar con su tía.
—¡No, no, señora Chaves! ¡No han secuestrado a su perro y su sobrina está bien! Ella no llama por... ¡No, señora Chaves, no es necesario llamar al FBI! ¿Mi número de placa? ¿Una denuncia millonaria? Pero yo...
—¡Uy! ¿No crees que nos hemos pasado un poco? —preguntó Paula al soberbio can, quien parecía no estar de acuerdo con ella, pues dirigió una última y furiosa mirada hacia la comisaría antes de erguir altivamente su faz y alejarse pretenciosamente de la entrada sin dignarse esperar a Paula.
—No, señora Chaves, no fui criado por simios... No, señora Chaves, no tengo ningún tumor cerebral... Sí, señora Chaves, estoy totalmente seguro de ello... No, señora Chaves, no creo que mis padres me dejaran caer de cabeza al suelo cuando era un bebé, ni que mis compañeros me golpearan con bates de béisbol en el cráneo en los momentos en los que no tenía puesto el casco reglamentario...
Después de una hora de insultos de una anciana chiflada a la que no se atrevía a contestar y tras las burlas de sus compañeros, que decían a ciencia cierta: «Te la han jugado, Colt», finalmente consiguió contarle a la anciana lo sucedido... ¿Y recibió un agradecimiento por su parte? No. Recibió un simple «¿Y para eso me llama?», y luego fue severamente reprendido por la anciana, que le informó de que, si bien él podía perder el tiempo, ella no, y que su tiempo era sumamente valioso en comparación con el de los demás.
Cuando logró colgar el teléfono, Colt comprendió un poco más el carácter de esa niña mimada. ¡Ella tenía que lidiar con eso todos los días! Si no fuera igual de perversa que su tía, quizá sería una santa. Fue poco después de pensar en ello cuando Colt cayó en la cuenta de que las viejas cotillas de Whiterlande no tendrían nada que hacer si pretendían intimidarla, y las jóvenes celosas que siempre se amontonaban cerca de Pedro, sin duda alguna, huirían despavoridas en cuanto esa mujer abriera la boca. En definitiva, nadie en Whiterlande tenía un genio tan atroz como la querida tía Mirta. Colt concluyó que Paula Olivia Chaves sólo se iría de Whiterlande cuando Paula Olivia Chaves quisiera... ni un minuto antes, ni un minuto después.
CAPITULO 19
—¡Es increíble que ese juez no me dejara siquiera explicarme antes de dictar la sentencia! —se quejaba abiertamente Paula mientras seguía hacia la comisaría al, sin duda alguna, instigador de su rápida condena.
—¿De qué te quejas, princesa? ¡Soy yo el que tiene que aguantar tu presencia durante tres meses! ¿Se puede saber de qué narices me va a servir una ayudante que se desmaya a la vista de la sangre y un perro?
—¡No estaba hablando contigo, lo hacía con Henry! —informó despectivamente Paula, dirigiéndole una furiosa mirada a Pedro.
—Ésa es otra. ¡Bastantes problemas tengo ya en la clínica como para que me espantes a los pocos clientes con tu mal humor y tu lengua viperina! Así que, cuando empieces mañana a trabajar para mí, haz el favor de convertirte en miss Simpatía.
—Sí, claro. Eso es tan probable como que Henry pierda cinco kilos, que tú tengas un alto coeficiente intelectual o que los cerdos vuelen... Elige la que más te convenga y, cuando se cumpla, yo seré miss Felicidad para ti. Mientras tanto, deja de atosigarme. Bastantes problemas tengo en mi vida como para tener que perder mi preciado tiempo con alguien como tú.
—¡Se puede saber qué significa eso! — exclamó Pedro—. ¿Quién narices te crees que eres? ¡Yo he trabajado mucho y muy duro para llegar donde estoy! En cambio, tú...
—¿Insinúas que yo no me he esforzado para llegar donde estoy? —lo interrumpió Paula, indignada—. ¡Que tenga dinero no significa que todo me sea servido en bandeja de plata! ¡Tuve que ir a las más rígidas escuelas, mis vacaciones las pasaba con tutores estirados que no sabían tratar con una niña, así que para ellos solamente era un pequeño adulto! Y, para poder entrar en el bufete de mi tía, tuve que sacar las notas más altas de mi promoción, si no, no hubiera sido digna de ser una Chaves. Y tú, frívolo playboy, ¿sabes siquiera lo que es que decenas de personas se burlen continuamente de ti por hacer los trabajos más bajos de una vieja excéntrica?
—Si no te gusta, ¿por qué simplemente no lo dejas todo?
—Quiero demasiado a mi tía como para dejarla sola, por muy loca que esté. Además, ¿quién ha dicho que no me guste trabajar en el bufete? Si hubieras visto cómo corrían a
esconderse esos estúpidos condescendientes cuando mi tía insinuó que yo iba a abandonar mi puesto como abogada de Henry y que ella iba a designar uno nuevo de entre ellos... —Paula sonrió maliciosamente, recordando las múltiples excusas que había escuchado para alejarse de ella
en esos momentos y los malintencionados comentarios que había acallado con el simple recordatorio de la presencia de Henry.
—En verdad, eres una víbora —comentó Pedro, asombrado ante el regocijo de Paula.
—No, señor Alfonso. Simplemente soy una abogada —replicó alegremente mientras entraba por la puerta de la comisaría seguida de cerca por el chucho sarnoso y su nuevo carcelero.
—Pero una víbora muy bonita —susurró Pedro mientras observaba desde lejos el sensual movimiento de las caderas de esa excitante mujer.
Paula Chaves era una tentación en la que no le convenía caer si no quería acabar convirtiéndose en el juguete de una niña mimada.
Tal vez lo mejor sería convencerla de que renunciara a ese trabajo y le suplicara otro al rígido juez que siempre era benévolo con los ruegos de las mujeres. Sin lugar a dudas, tendría que pedirle ayuda a su cuñado. Tras años de hostigar a su hermana desde la infancia hasta la adolescencia, Alan era el más idóneo para saber cómo hacer enfurecer a una fémina.
CAPITULO 18
Walter Thomson observaba con ojo crítico desde su elevado estrado a la extraña pareja de criminales que tenía ante él, un poco molesto por haberse visto obligado a abandonar un hermoso día de pesca cuando estaba muy cerca de conseguir una grandiosa pieza. En sus setenta y siete años de vida, nunca había visto malhechores tan singulares como aquellos dos que lo miraban desdeñosamente desde su baja posición: una señorita bastante elegante y un perro de aspecto soberbio, que esperaban con impaciencia que él diera comienzo a esa pequeña vista en la cual se decidiría la fianza y el día del juicio.
—¿Me pueden explicar qué hace ese chucho aquí? —exigió el estricto juez a Teo Philips.
—Él es uno de los detenidos por agresión a un agente, señoría. El otro es esta señorita —anunció el jefe de policía, ganándose una interrogativa mirada de un hombre que aumentaba su enfado con cada palabra que se pronunciaba y que revelaba lo ridículo de esa absurda situación.
—¿Quién es el estúpido que ha detenido a un perro? —requirió el juez, furioso porque su hermoso día de pesca había sido arruinado por una sandez.
—Colt Mackenzie, señoría —anunció Teo, explicándolo todo en dos palabras.
—Opino, señor juez, que ya hemos esperado bastante en una pequeña celda por una acción que no se hubiese producido si no hubiéramos sido debidamente provocados. Simplemente, impónganos la fianza que considere oportuna y nosotros saldremos rápidamente de aquí, olvidando la ineptidud de sus agentes —intervino en ese momento Paula.
—¡Que yo sepa, señorita, el juez aquí soy yo! ¡Y aún no le he concedido la palabra, así que le ordeno que guarde silencio si no quiere volver a su celda de inmediato! ¿Quién es su abogado, señorita?
—Yo represento a Henry y a mí misma en esta vista previa, señoría.
—¿Me puede explicar alguien quién narices es Henry? —exigió el juez, algo perdido.
—Es el perro, señoría —señaló Teo, recibiendo un airado gruñido del ofendido animal.
—Le rogaría que no lo llamara «perro» — repuso Paula—. A Henry no le gusta que usen con él ese término tan denigrante.
—Y a mí no me gusta que me llamen «viejo gruñón», pero no puedo negar que lo soy — manifestó el juez negándose a otorgarle otro tratamiento a Henry que no fuera el de perro.
—¡Señoría! ¿Quién se atreve a tratarle con un calificativo tan inadecuado...? —Paula intentó suavizar así el ambiente, pero fue interrumpida de lleno por un jocoso impertinente ya conocido.
—¡Mira, Jose! Parece que todavía no ha comenzado lo bueno. ¡Corre, no me quiero perder cómo ese viejo gruñón le da una lección a la víbora estirada!
—¿Decía usted...? —preguntó burlonamente el juez, rechazando por completo los intentos de Paula de atenuar su enfado.
—Mejor ignórelo, señoría. Los necios sólo saben decir sandeces —comentó Paula en voz alta haciéndose oír por todos.
—¿A quién llamas necio, princesita maleducada? —exclamó Pedro, obviando la seriedad de la situación y dirigiéndose con paso ligero a través de la sala hasta enfrentarse a la mirada airada de esa pesadilla de mujer.
—Estoy demasiado ocupada como para pelearme contigo ahora mismo. Si esperas un rato, podré vapulearte con mi superioridad tanto intelectual como económica. Ahora, por favor, retírate —ordenó la princesa, como si de un lacayo se tratase, señalándole la salida.
—¡Con quién narices te crees que estás hablando! —gritó Pedro, furioso, apretando fuertemente sus airados puños—. ¡Yo no soy tu perro!
— No, definitivamente él tiene más modales que tú. ¿No ves que esto es una vista cerrada? ¿Qué narices haces tú aquí? —exigió Paula, levantando su voz y poniéndose a su mismo nivel.
—Te recuerdo que fui agredido por tu perro, y por ti, dicho sea de paso.
—¿Y de quién es la culpa, simio insensible? ¿O es que acaso no advertí mil veces de que Henry estaba fingiendo?
—¡Tú, bruja pretenciosa...!
—¡Tú, cretino ignorante...!
El juez Walter frotaba su distinguido mentón absorto en la pelea y, cuando Walter Thomson hacía eso, era una indudable señal de problemas.
—¿Siempre están así esos dos? —preguntó Thomson al jefe de policía.
—Desde el preciso momento en que se vieron. Parece que fue odio a primera vista —se burló Teo, sin dejar de prestar atención a la interesante disputa de tan divertidos adversarios que parecían tener un vocabulario muy florido.
—¿Qué crees que pasaría si se vieran obligados a convivir juntos durante un tiempo? — preguntó el juez, reflexivo.
—Lo más probable es que estallara una guerra entre ambos.
—Esa pareja me recuerda mucho a nuestra famosa doña Perfecta y nuestro agitador Salvaje.
—Sí, nos divertimos mucho con sus trastadas hasta que descubrieron que estaban hechos el uno para el otro.
—Ahora el pueblo está muy tranquilo y desde hace mucho tiempo la pizarra de Zoe está vacía — apuntó el juez, rememorando el tablero que Zoe colocaba en su bar, donde todos llevaban a cabo apuestas sobre las jugarretas que se hacían dos afamados vecinos del pueblo hacía ya algunos años.
—Esa pizarra me hizo muy feliz en más de una ocasión en la que aposté por Alan Taylor el Salvaje —recordó Teo.
—Yo siempre lo hacía por doña Perfecta: esa mujercita era muy imaginativa a la hora de darle su merecido a ese rebelde jovenzuelo —comentó el juez.
—Desde que se casaron y formaron una familia, todo está demasiado tranquilo. En ocasiones tienen sus disputas, pero ya no es lo mismo —declaró Teo, un tanto apenado.
—Sí, la gente está bastante aburrida. Tal vez por eso me llamáis a cada instante y no me dejáis pescar en paz en días tan hermosos como éste — gruñó Walter, aún resentido por la pérdida de su amada pieza.
—Walter, piensa muy bien lo que vas a hacer: ella es una niña mimada, y él, el risueño niño bonito de Whiterlande. Nunca serán capaces de aguantar más de una semana juntos.
—Sí, tienes razón, Teo... Que sean tres meses, pues.
—Además, hay un perro de por medio...
—Más emoción para Zoe y su pizarra con este extraño trío.
—Pero Walter, ella sólo está de paso... y Pedro tiene problemas con su clínica.
—Es verdad —reconoció el juez. Tras un instante de meditar sobre el asunto, dijo—: No te preocupes, ¡déjalo todo en mis manos!
Esa simple afirmación hizo que Teo temiera todavía más su sentencia. Pero cuando el juez Walter Thomson alzó el mazo, todo estaba decidido. Con toda seguridad, esos dos iban a ser sentenciados a estar juntos para apaciguar el amargo humor de Walter al haber perdido un espléndido día de pesca. «¿Por qué narices no habré esperado un día más para hacer llamar a Walter?», se lamentó el jefe de policía mientras atendía al ineludible dictamen del juez.
—¡Silencio! —gritó airadamente el magistrado haciéndose escuchar y poniendo fin a la interminable disputa—. ¡Aquí el único que tiene derecho a hablar soy yo! ¿Entendido? —amonestó severamente a los presentes en la sala—. Pedro Alfonso, ¿me puedes explicar qué demonios haces aquí? —exigió, mirando con ojo crítico al sonriente entrometido.
—Sólo quería conocer la sentencia que le impondrá a esta bruja y comprobar si le daba su merecido, señor juez —comentó jocosamente Pedro —. Después de todo, yo soy la víctima aquí: ella y su perro me atacaron.
—Qué raro que un muchacho que no podía alejarse de los problemas, y al que he tenido en más de una ocasión en esta sala, quiera ver ahora el veredicto de uno de mis juicios —replicó irónico Walter sin perder de vista a uno de sus indisciplinados jovenzuelos más reincidentes—. En fin, entonces, si he entendido bien, tú quieres que esta señorita te resarza por su agresión.
—Con una disculpa pública bastará, señoría —afirmó de forma arrogante, observando con suma atención la irritada cara de su rival.
—No, no... —negó el juez Thomson—. Eso no es suficiente, jovencito. Sin duda tus heridas son graves o no hubieras venido hasta aquí, a mi juzgado, a mi sala de audiencias, para interrumpir uno de mis juicios —recordó sobriamente el juez, haciéndole ver finalmente a Pedro que se hallaba en problemas.
—No importa, señoría. Esto... ya no quiero nada... —declaró intentando retroceder antes de que el mazo cayera.
Pero no fue lo suficientemente rápido y el mazo cayó a la velocidad del rayo mientras Walter Thomson, con una malvada sonrisa, decretaba el castigo de los impertinentes que habían osado interrumpirle en su maravilloso día de pesca.
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