domingo, 11 de febrero de 2018
CAPITULO 89
A la mañana siguiente, Pedro acompañó a Paula hasta su casa, donde nuevamente un millón de cosas los alejarían.
Pero, a pesar de ello, él notaba que el distante y reticente corazón de Paula poco a poco se acercaba a él y a la verdad de sus sentimientos.
Frente a la puerta, la inquebrantable Mirta Chaves los observaba con reproche, intuyendo sin duda alguna lo que habían estado haciendo la noche anterior, ya que, en la alocada pasión que sus cuerpos habían compartido, Pedro había dejado alguna reveladora marca amorosa en el cuello de su amante, mientras que Paula había vuelto a arañar con sus afiladas uñas su dura espalda, heridas de guerra que Pedro miraba con orgullo y una sonrisa, sabiendo por ellas que sin duda había complacido una vez más a esa dulce gatita.
Paula bajó la cara, un tanto avergonzada ante la reprobadora mirada de esa anciana, mientras que Pedro simplemente la alzó tremendamente orgulloso, porque los instantes que pasaba junto a aquella muchacha eran algo que no estaba dispuesto a olvidar y, menos aún, a avergonzarse de ellos.
—Señor Alfonso, usted y yo tenemos un tema pendiente —declaró la anciana mientras lo fulminaba con una de esas agrias miradas que tanto le recordaban a su querida Paula.
—Con mucho gusto —contestó Pedro con desparpajo, utilizando una de sus más encantadoras sonrisas, que parecía no tener efecto alguno en esa experimentada mujer.
—Paula, tú deberías ir a hablar con tu cliente. Ayer tuvimos un intruso al que no pudimos identificar y Lorena está bastante inquieta por la posibilidad de que fuese su marido —dijo secamente tía Mirta, negándose a que ella fuera parte de esa conversación y recordándole ásperamente cuál era su deber.
Ante la indecisión de Paula por la idea de dejarlo solo enfrentándose a la temible Mirta Chaves, Pedro apretó su mano dándole la seguridad que tanto necesitaba en esos momentos, y ella, después de apreciar la determinación de esos hermosos ojos azules, no tuvo duda de que él no tendría problema alguno en hacer frente a esa sobreprotectora anciana que en ocasiones la guardaba con demasiado celo para su gusto, pero de la que nunca se podría llegar a decir que no la quería de todo corazón.
Cuando las puertas de un regio estudio se cerraron, Mirta se dirigió hacia el aparador de madera que se hallaba tras el escritorio y sirvió dos copas de whisky, ofreciéndole una a su rival.
Ante la atónita mirada de Pedro, Mirta se acabó la suya de un solo trago y golpeó con fuerza el vacío vaso sobre el escritorio de madera noble.
—¿Cuál es su precio? —preguntó de forma impertinente la anciana, sacando su talonario de cheques del bolso.
—Si pregunta por el precio de mis consultas, no creo que necesite eso —señaló Pedro burlonamente desde el desventajoso lugar donde Mirta lo había invitado a sentarse.
—¡No se haga el tonto! Usted y yo sabemos muy bien de lo que estamos hablando. ¡No permitiré que Paula acabe en manos de otro embaucador! —declaró firmemente decidida la anciana, mirándolo desde detrás de su escritorio, donde permanecía de pie para poder enfrentarse a ese hombre marcando el lugar superior al que sin duda ella pertenecía.
—Como ya le dije en una ocasión, Paula no tiene precio alguno para mí y...
—Sí, sí... ya... Eso es lo que dicen los hombres antes de poner una cifra —lo interrumpió impertinentemente Mirta Chaves, exigiendo un número.
—Se lo repetiré una vez más, a ver si le entra en esa dura cabeza: yo quiero a su sobrina, y ni por todo el oro del mundo dejaré que me aleje de mi mujer.
—No le creo... ¿Cómo puedo creer a un hombre que acepta tan despreocupadamente el dinero de una chica para resolver sus problemas financieros muy poco tiempo después de haberla conocido?
—Yo no sabía que Paula había pagado esa deuda... Si me lo hubiera propuesto, lo habría rechazado de lleno. Pero, como usted sabe, su sobrina hace las cosas como le da la gana y luego uno va y se entera de ello —comentó Pedro distraídamente mientras pasaba su mano por su cabello, frustrado por la cuestión central de esa estúpida conversación—. Llame al banco si cree que estoy mintiendo, y de paso pregunte por la cuenta que he abierto a nombre de Paula, donde todos los meses deposito una cuantiosa cantidad para intentar pagarle mi deuda. Yo no soy como usted, no me sobra el dinero para poder demostrar con un solo cheque lo mucho que me importa esa mujer.
—Dice que está enamorado de mi sobrina y que no va detrás de su dinero, supongamos que le creo... ¿Qué intenciones tiene hacia ella?
—¡Joder! ¡Pues la de todo hombre en mis circunstancias: casarme, tener hijos y todo lo demás! Quiero tener un futuro con ella, y hacerla feliz.
—¿Firmaría un acuerdo prematrimonial de separación de bienes?
—Cuando quiera y donde quiera... ¿Sabe? Ésta es la conversación más estúpida que he mantenido en la vida —indicó Pedro, burlándose de la ironía del momento—. Nunca creí que quisiera formar una familia con alguien y, sobre todo, en caso de que así ocurriese, jamás pensé que, cuando me reuniera con los parientes de mi mujer para hablar de ello, éstos estarían más interesados en el dinero que en la felicidad de su familiar.
Tía Mirta midió con una sombría mirada sus reprobadoras palabras y, a continuación, le hizo enfrentarse de lleno a lo que Pedro más temía: la posibilidad de que él no fuera lo suficientemente bueno para la felicidad de Paula.
—Cuando mi sobrina le diga que está enamorada de usted y usted acepte ese regalo, yo no podré hacer nada para hacerla entrar en razón. Pero recuerde que, cada día que usted la mantenga encerrada en esta feliz e idílica vida dentro de este pueblucho, Paula se preguntará si podría haber hecho más en su carrera, si había algo más además de esto. Si verdaderamente la quiere tanto como dice, déjela marchar.
—¡Yo la quiero! —confesó Pedro, mostrando en su sincera mirada cuánto le habían hecho dudar las palabras de tía Mirta sobre qué era lo mejor para su amada Paula.
—Y ella a usted, pero no quiero que mi sobrina se levante un día arrepintiéndose de lo que pudo llegar a ser. Ella apenas ha comenzado su carrera profesional, y puede llegar a ser una fantástica abogada. Ahora se le presenta la oportunidad y lo conoce a usted, y tengo la corazonada de que lo elegirá a usted. Eso no me agrada.
—¡Maldita sea! ¿Qué tengo que hacer para que se dé cuenta de que amo a Paula, para que entienda que mis sentimientos no son un capricho o un vano deseo de su dinero? —rogó Pedro, negándose a desprenderse de lo que más quería en este mundo.
—Cuando mi sobrina decida quedarse con usted en este pueblo confesándole su amor, no se lo permita. Déjela que extienda sus alas hasta donde quiera llegar y, si vuelve a usted, no me opondré, porque sabré que realmente usted la ama tanto como ella merece.
—Hace apenas unas semanas usted me ofreció dinero por casarme con ella, ahora que justamente es eso lo que quiero hacer, me exige que la deje marchar... —comentó un desesperado Pedro, intentando comprender el razonamiento de esa anciana.
—Creí que lo mejor para ella era olvidarse de su pasado. Ahora que lo ha hecho, creo que tiene que poder decidir qué quiere en su futuro.
—Entonces... sólo he sido una buena cura para un corazón roto, ¿verdad? —preguntó Pedro, bebiendo finalmente esa copa que, en esos instantes, se le hacía demasiado necesaria como para ignorarla.
—Creo que puede llegar a ser el hombre perfecto para Paula.
—Entonces, ¿por qué le tengo que demostrar nada y separarme de ella? —gritó Pedro, furioso con las terribles palabras de esa anciana que le demandaban el gran sacrificio de alejarse de la mujer que amaba.
—A mí no tiene que demostrarme nada, y creo que Paula está tan embobada con usted que lo encuentra perfecto. Pero pienso que, con ello, se demostraría a sí mismo si es el hombre que mi sobrina merece. —Tras esas crudas palabras,
Mirta Chaves abandonó el despacho.
Las puertas de la estancia se cerraron, y tras ellas quedó un hombre confuso con lo que su corazón le exigía y su mente le reclamaba. Porque, aunque las palabras de esa anciana podían ser fácilmente ignoradas, él nunca podría negar que, en lo referente a Paula, sin duda eran de lo más acertadas.
Y ahora tenía que elegir entre su propia felicidad o la de ella... Una cuestión bien sencilla de resolver para un hombre enamorado.
CAPITULO 88
Cuando me desperté, me hallaba entre unos brazos fuertes y confortables que ya conocía, acurrucada junto a un hombre cuyas palabras siempre me llegaban al alma. Lo abracé enérgicamente con la esperanza de no haberlo perdido y el miedo a que hiciera preguntas sobre mi vida, preguntas ante las que no quería enfrentarme todavía, aunque ya era hora de afrontarlas.
En mitad de mi efusivo abrazo, él me envolvió con cariño, demostrándome que ya había despertado y, cuando alzó mi rostro y nuestros ojos se encontraron, supe que era hora de responder a alguna de las cuestiones que seguramente rondaban por su mente después de haber hablado con Manuel.
—¿Qué quieres saber sobre mí? —pregunté, indecisa, sin saber por dónde empezar a hablarle.
—Quiero que me cuentes sólo lo que tú quieras contarme —anunció pacientemente Pedro, acomodándome en su regazo.
Yo me negué a mirarlo, por miedo a ser juzgada, y jugué nerviosamente con mis manos mientras comenzaba con mi historia, sin saber cómo me sentaría hablar nuevamente de ello después de tantos años.
—Conocí a Manuel en el bufete de mi tía. Yo era una simple becaria, y él, una nueva y flamante incorporación. Manuel fue el primero que me dirigió amables palabras en mi lugar de trabajo, pues yo apenas hablaba con nadie y siempre estaba sola.
—¿Por qué? —interrumpió Pedro confuso—. ¿Acaso no estaban contentos de tener a alguien tan eficiente como tú a su lado?
—Soy una Chaves, y no todos se sienten cómodos con ese apellido. Al principio algunos me hacían la pelota exageradamente, y por ello esperaban ascensos o regalos que yo no podía darles. Cuando se dieron cuenta de ello, se ofendieron ante el desperdicio de tiempo que significaba cultivar mi amistad. Otros decían que no me merecía mi puesto, a pesar de que yo era una de las que más se esforzaba y más horas extras trabajaba, y los que no estaban contentos con su posición simplemente buscaban cómo hacerme la vida imposible con montañas de trabajo... Casi abandoné en las primeras semanas allí, pero entonces mi tía me llevó a un lado y me recordó algo. —Rememoré, sonriente, la cara de mi tía en aquella ocasión mientras me aleccionaba sobre cómo era la vida en realidad.
—¿Qué es lo que te dijo tu tía? —preguntó Pedro, muy interesado.
—Que yo era una Chaves y, como los Chaves siempre triunfábamos ante la adversidad, debía tener presente en todo momento la fuerza de mi apellido. Y así lo hice: les recordé a todos quién era yo, ganándome con ello más miradas desagradables, pero la verdad es que me quedé muy a gusto mientras lo hacía. —Sonreí ante el recuerdo de las asombradas miradas que me dirigió más de uno de los altos cargos al hacerles saber cuál era su lugar.
—¿Cómo comenzaste a salir con ese idiota? — se interesó Pedro, dándome un abrazo de consuelo que me concedió fuerzas para seguir con mi historia.
—Como Manuel fue el único que me dedicaba palabras cariñosas, caí en un estúpido enamoramiento adolescente. Lo seguía a todos lados, lo ayudaba con sus casos y, finalmente, cuando me pidió salir, fue como un sueño para mí, un sueño que me cegó y no me permitió ver todo lo que ocurría a mi alrededor. Y por mucho que mi tía intentara hacerme abrir los ojos a la realidad, yo siempre los cerraba.
—¿Le hiciste caros regalos como a mí? — preguntó Pedro, interesado en saber cómo había sido su relación.
—No... bueno sí... Pero contigo es totalmente distinto: tú eres muy distinto... —intenté explicarme, un tanto desesperada, con el miedo a perderlo bien patente en mí.
—En una ocasión me dijiste que le habías comprado una mansión, ¿por qué? —inquirió el siempre sonriente Pedro, con un rostro impasible en el que yo no podía descifrar ninguno de sus sentimientos.
—Yo empecé a regalarle cosas que le gustaban y que no se podía permitir, pero, cuando mi tía me llamó la atención sobre ello, paré. Ahí empezaron algunos de nuestros problemas: cuando le regalaba cosas simples, me decía que no lo quería y me exigía más, y yo, como una tonta, dispuesta a demostrar mi amor, se las daba. Lo último fue una cara casa donde debíamos pasar nuestros días y donde me engañó con una supuesta amiga mía, mostrándome la realidad de nuestra relación en un solo instante. La única enamorada era yo... — finalicé, mirando sus tiernos ojos, que no dejaban de observarme pensativos.
—Tú no lo amabas, Paula. Lo que tenías con él no era amor —declaró con firmeza Pedro, sorprendiéndome con su seca respuesta.
—¿Cómo puedes decir que no lo quería? ¡Lo di todo en esa relación y...! —Salté de su regazo, enfurecida por sus palabras antes de que él volviera nuevamente a interrumpirme con sus sabias palabras.
—No, Paula: tú diste todo tu dinero en esa relación... una relación que en ningún momento tuvo amor alguno. Un noviazgo que sólo era perfecto porque era parte de tus sueños y te negabas a ver la realidad de la situación. Amar es ver los defectos del otro y aceptarlos, es apreciar cada parte de esa persona y no idealizarla, es intentar cambiar para estar a la altura de quien amas, como también es desquiciarte con algunas cosas de esa persona, pero, aun así, no desear que cambie...
—¡Vaya! ¿Y cómo es que te has vuelto tan sabio en el amor últimamente, Pedro Alfonso, si apenas hace unas semanas ni siquiera sabías cómo era estar enamorado? —le recordé, un tanto molesta por su presunción.
—Me acabé enamorando de una arisca gatita, y así es como me siento cada vez que estoy junto a ella.
—¿Y cómo sabes que me amas? —pregunté, confusa ante la profundidad de sus sentimientos.
—Como me dijo en cierta ocasión una sabia mujer: «Cuando estés enamorado, simplemente lo sabrás», consejo que al parecer ella rehúsa seguir. Ahora te daré yo otro: olvida de una vez ese estúpido pasado, si no, vas a perder un futuro con un hombre que te ame de verdad y que no sea una mera ilusión de una joven atolondrada. —Ante mi asombro, ésas fueron las palabras más serias que me dirigió un hombre que nunca olvidaba mostrar una sonrisa en su rostro.
Luego, ante mi enfado por la verdad de esas palabras que me catalogaban como una idiota, quise irme, pero él simplemente me abrazó y se negó a dejarme marchar por muy furiosa que yo estuviera o por más airadas que fueran mis palabras. No me soltó y, cuando dejé de forcejear entre sus brazos y finalmente me calmé, me besó con dulzura y me recordó lo más importante de esa charla.
—Te amo —confesó una vez más a mi oído, tumbándome en ese viejo sofá.
Y esta vez fui yo quien lo atrajo hacia mi cuerpo y se negó a dejarlo marchar.
CAPITULO 87
Pedro tenía unas ganas terribles de cometer su primer asesinato, y lo peor de todo era que su clínica estaba provista de un gran equipamiento para que ese acto fuera llevado a cabo limpiamente.
Tentado de nuevo con sedar a ese imbécil y dejarlo dormitando en su incómoda silla giratoria mientras se iba a cenar con Paula, aguantó estoicamente cada una de sus quejas, no sin dejar de pensar si le caerían muchos años si Manuel Talred acababa desapareciendo.
—¡No comprendo cómo alguien puede tener este desorden en sus cuentas! No me extraña que estuvieras en la bancarrota antes de conocer a Paula... Lo que me alucina es que tu clínica haya aguantado tanto este insufrible caos. Ella y su dinero debieron de ser un milagro para ti.
—Vuelve a decir una palabra más de Paula y te tiro por la ventana sin molestarme en abrirla siquiera.
—Creo que eso sólo traería más gastos a tu clínica, una abultada factura que sin duda no te puedes permitir —comentó despreocupadamente Manuel, ignorando las amenazas de su rival.
—Ah, pero te puedo asegurar que serían pagadas con mucho placer. —Pedro sonrió maliciosamente, advirtiéndole con ello de que sus amenazas no eran vanas en absoluto.
—¿Acaso te crees que tienes el monopolio de esa mujer? Te recuerdo que yo he sido su prometido y tú ni siquiera eres su novio.
—Yo soy el hombre del que está enamorada, y tú ahora no eres absolutamente nada en su vida — replicó Pedro con orgullo.
—Ella también se enamoró de mí. No creas ni por un minuto que alguien como Paula puede enamorarse de alguien como tú. Simplemente te ama porque eres muy parecido a mí, y unas bonitas palabras y unos amables gestos en el momento adecuado consiguen derretir a cualquier mujer.
—Te puedo asegurar que Paula no se ha enamorado de mí por ninguna de esas razones. — Pedro sonrió al recordar las bruscas palabras que se habían dedicado desde que se conocieron, y sus estúpidos detalles, que siempre habían acabado en un gran desastre.
—Entonces, ¿por qué, según tú, se enamoró de ti? No me dirás que es por tu dinero o por tu majestuosa presencia... —se burló abiertamente Manuel, aludiendo a su descuidado aspecto, producto de toda una mañana de trabajo con distintos animales, entre los que, sin duda alguna, los peores eran los humanos...
—Entre otras cosas, Paula ama mi sinceridad. Algo de lo que tú careces...
—¡Bah, estupideces! No niego que le pueda llegar a gustar ese rasgo de un paleto como tú, pero, dime, ¿ella te ha sido completamente sincera? ¿Te ha dicho que en realidad ese apellido del que tanto presume no es suyo, que sólo es una huérfana adoptada y que siempre hará todo lo que diga tía Mirta por miedo a perder su estabilidad, su dinero, todo? Esa mujer es más falsa y engañosa que yo, y la verdad la esconde muy profundamente detrás de una bonita cara y su gran fortuna.
»Yo me dejé tentar por el dinero. Al parecer tú has sido más idiota y te has dejado engañar por su belleza. Si crees que eres importante en la vida de esa mujer, desengáñate pronto, porque, en cuanto tía Mirta diga que se ha terminado, se habrá terminado. Y vuestra relación será historia.
—Paula no es así —negó Pedro ante las calumniosas palabras de su rival.
—¡Qué poco la conoces! Detrás de su bonita sonrisa y de esa timidez que aparenta se esconde una mujer a la que le encanta alardear de su dinero. Pronto empezó a pagarlo todo, me hacía caros regalos a los que yo ni siquiera podía acercarme a devolverle, y en vez de decirme que me amaba, me regalaba más ostentosos juguetitos. Finalmente llegué a odiarla e intenté apartarla de mí de una forma bastante cruel. A pesar de haber hecho el idiota, creí que, si me amaba, me dejaría explicarme, pero se negó rotundamente a oír ninguna de mis palabras y me abandonó sólo por un pequeño error que, según los Chaves, deberé pagar eternamente.
—¡No te hagas la víctima ante mí! —gritó Pedro enfurecido, sujetando amenazadoramente a ese irritante sujeto de las solapas de su camisa, sin saber qué parte de las palabras de ese hombre era mentira y qué parte pertenecía a la cruda realidad —. ¡Termina lo que has venido a hacer aquí y lárgate! —le ordenó airadamente, soltando a ese impresentable sujeto con el que había ensuciado sus manos. Si él finalmente quería saber la verdad de esa engañosa relación, sólo había una persona a la que podía preguntarle, y ésa no era otra que su amada y reticente Paula, cuyo pasado ya era hora que conociera un poco.
—Esto es fácil: tus proveedores te han estado estafando desde hace años subiéndote el coste de los medicamentos a precios irreales. Cuando adquiriste la clínica, debiste cambiar de proveedores, algo que ya he hecho después de poner esos desastrosos libros de cuentas al día. En cuanto a esos estafadores, les he mandado un aviso de que deben reembolsarte un jugoso cheque con el dinero que te han estafado durante estos años o, de lo contrario, serán demandados por el prestigioso bufete de los Chaves. Así que, de aquí a unos días, debería llegarte una bonita indemnización por tu estupidez. No olvides ponerla a nombre de la mujer que lo ha pagado todo, o al de su espléndida y adinerada sobrina. Después de todo, las dos son tal para cual. Ahora me marcho, y lamento mucho haber estropeado tu cita —finalizó irónicamente Manuel Talred, abandonando la clínica antes de que Pedro dejara de acribillarlo con sus miradas y decidiera que era mucho más placentero utilizar las manos para expresar la frustración que sentía en esos momentos.
Tras cerrar la clínica, Pedro subió a su apartamento y, arropada con una de sus viejas mantas en un rincón de su maltrecho sofá, halló a su amada gatita dormitando plácidamente en el único refugio que verdaderamente conocía.
Pedro, cansado y aún afectado por las palabras de ese tipo, que harían dudar de su nombre hasta al más cuerdo, cogió a Paula en brazos y se sentó en el sofá, cediendo al cansancio de ese horrendo día que, sin duda, había empezado con una hermosa mañana.
Como todos empezaban a saber en Whiterlande, no había nada que tía Mirta no pudiera fastidiar...
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