domingo, 7 de enero de 2018

CAPITULO 17





—Parece ser que por fin has aprendido cuál es tu lugar, hermanito —bromeó Jose Alfonso al ver a Pedro sentado en el suelo de un apartado rincón de la estancia.


Mientras Pedro ojeaba una revista absorto en sus pensamientos, no le quitaba ojo a la joven inconsciente que ocupaba la cama de la estrecha celda.


—Muy divertido, hermanito; acompañaría gustoso tus bromas si no fuera porque llevo una hora encerrado en este estrecho calabozo a la espera de que aparecieras, vigilado por un perro que se cree superior a la raza humana y una bella durmiente que, cuando despierta, se convierte en una bruja.


—No creí que fuera algo de urgencia por los síntomas que me describió Teo, y me encontraba algo ocupado quitándole la escayola a la señora Matson, así que decidí dejar el cuidado de la chica en tus manos. Por lo que veo, aún no ha recuperado la conciencia, tal vez me equivoqué...


—No te preocupes. Se recuperó hace rato y parecía estar en perfectas condiciones porque me gritaba como una posesa; luego vio la sangre de mi pierna y volvió a desvanecerse. Creo que es una de esas féminas con fobia a la sangre.


—Vaya, no sabía que tú también necesitaras de mis cuidados. ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Jose, confuso, al observar la herida en la pierna de su hermano.


—Eso me ha ocurrido —indicó Pedro enfurruñado señalando al insolente Henry, que en esos momentos osaba hacerse el inocente ante terceras personas.


—¿Te mordió el perro o ella? —bromeó Jose mientras atendía su herida.


—Fue el chucho. Ella intentó dejarme ciego con esta cosa. Por suerte pude desarmarla — informó Pedro alzando la arrugada revista de moda.


—¡Vaya, hermanito! ¡Veo que al fin has encontrado una mujer que no cae rendida a tus pies! —comentó Jose mientras sonreía con satisfacción a su libertino hermano.


—Bueno, se desmayó encima de mí, así que literalmente sí que cayó a mis pies —repuso Pedroobservando con intensidad a la inconsciente mujer que en esos instantes no parecía tan arisca.


—Cuando volvió en sí, ¿pudiste comprobar si se encontraba bien?


—Como intentó atacarme de nuevo, creo que no me equivoco si te aseguro que está en perfectas condiciones. Aunque quizá habría que ponerle la antirrábica. Y comprarle un bozal.


Pedro, ¿no será que, después de andar todo el día con animales, no sabes cómo tratar a una mujer?


—A las mujeres las trato con delicadeza y educación. A esa fiera salvaje, ni con un látigo sería capaz de domarla. Tiene un carácter de mil demonios. Y un guardián un tanto altivo que cree que sus pulgas tienen más alcurnia que yo.


—Y probablemente la tengan... —apuntó insultantemente la hasta ahora desvanecida mujer.


—¡Cuidado, Jose! ¡No te acerques! Tal vez muerda, y un mordisco de ella seguro que es más peligroso que el del chucho. Después de todo, su lengua destila veneno.


—Por suerte para usted, mi tía me llevó a prestigiosos colegios para que aprendiera a ser una dama, así que mi distinguida educación me impide decir lo que pienso de un hombre como usted —dijo orgullosamente la altiva princesa de hielo, recuperada por completo de su desmayo.


—Qué desperdicio de dinero por parte de su tía —replicó impertinentemente Pedro, haciendo enfurecer a la estirada señorita.


Paula Olivia Chaves se levantó del lecho altamente ofendida y, con paso decidido, se encaminó hacia el joven veterinario. Como la revista ahora descansaba en las manos de Pedro, ya no podía valerse de ella para amenazar a tan energúmeno neandertal, así que alzó uno de sus dedos de forma arrogante y golpeó con insistencia el pecho de ese inepto, a la vez que enumeraba todos y cada uno de los errores que había cometido ese estúpido hombre.


—¡Pedazo de obtuso, mentecato ignorante! ¿Acaso no le advertí de que el perro estaba fingiendo? ¿No le dije que no se acercara para que no le hiriera? ¿No me interpuse entre Henry y usted para que no saliera lastimado? Y así es como me lo agradece... —expresó enfurecida mientras se enfrentaba a unos enojados ojos azules.


—Señorita, nada de eso hubiera pasado si usted hubiese educado a su perro en condiciones y se hubiera hecho cargo de él —declaró con petulancia el insufrible veterinario.


—¡No es mi perro! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? ¡Es el perro de mi tía! —declaró Paula una vez más, pues antes había sido ignorada.


—Entonces, su tía es una mujer muy descuidada que no sabe nada acerca de cómo educar a una niña mimada como usted... y mucho menos aún de cómo hacerlo con un chucho sarnoso venido a menos.


—¡No se atreva a meterse con mi tía! ¡La única que tiene derecho a hablar mal de ella soy yo! — gritó Paula a la vez que apretaba con fuerza los puños, tentada de agredir a alguien nuevamente ese día. Pero, como eso sólo le hubiese acarreado más preocupaciones, desistió de ello y bajó la cabeza intentando contar hasta veinte y respirar profundamente. Pero nada de ello le sirvió para tranquilizarse cuando el rubio impertinente alzó su rostro con una de sus fuertes manos y le sonrió lleno de satisfacción.


—¡Vaya! Veo que por fin he conseguido silenciar esa lengua tan venenosa... —se jactó alegremente Pedro ante el silencio de la enervante joven.


Creo que nunca debería olvidar sus propios consejos... —advirtió Paula con el brillo de malevolencia característico de los Chaves en sus insolentes ojos.


—¿Cuál de ellos? —alardeó un altivo Pedro ante el silencio de su triunfo.


Y la joven le contestó mostrándole con amabilidad y sublime educación cuál había sido su error: mordió su impertinente mano con fuerza, ante el asombro de todos, y luego se alejó dignamente no sin antes advertir a Henry.


—¿Cuántas veces tengo que decirte que no muerdas la inmundicia que encuentres a tu paso? Si sigues haciendo eso, sin duda enfermarás — anunció con ironía mientras se limpiaba la boca con la manga del caro traje de diseño.


Después simplemente se sentó con una sonrisa de eterna suficiencia en los labios mientras se resignaba a esperar la nueva condena por su imprudente agresión, pero es que ese hombre, definitivamente, era capaz de sacar lo peor que había en ella y, por lo visto, también de Henry, ya que no dejaba de gruñirle amenazadoramente desde su rincón.


Por lo menos Henry y ella estaban totalmente de acuerdo en una cosa: saldrían cuanto antes de ese roñoso pueblo y, en cuanto pudieran, pondrían la mayor distancia posible entre ese estúpido hombre y ellos. Porque, si se veía obligada a pasar un poco más de tiempo con él, quién sabe lo que su loco y alterado temperamento le llevaría a hacer.


—¿Lo has visto? ¿Lo has visto? ¡Me ha mordido! ¡Te dije que era peligrosa! Rápido, Jose, ¡ponme la antirrábica antes de que me pegue su mala leche!


—Lamento decirte, hermanito, que creo que te lo tenías merecido —contestó alegremente Jose mientras le dirigía una mirada amable a la agresora.


—De los dos, usted es el listo, ¿verdad? — preguntó Paula, interesada al observar a un hombre de apariencia muy similar a la del desquiciante veterinario, pero cuya persona era, sin duda, más madura y adecuada.


—Yo soy médico. Mi hermano, veterinario. Creo que eso lo explica todo —se burló Jose de su indignado hermano.


—¡Eso sólo quiere decir que, mientras tú atiendes a la señora Matson, yo atiendo a...!


—La señora vaca —intervino Paula impertinentemente.


—¡Y eso me lo dice la abogada que tiene como cliente a un perro! —señaló Pedro sonriendo finalmente al recordar la extraña situación de esa molesta mujer.


—Ese perro me paga mis caros trajes de marca, mi nuevo dúplex y mi BMW. ¿Le puedo preguntar lo que le paga la señora vaca cuando va usted a visitarla? —preguntó jocosamente Paula, burlándose de la impertinencia de ese tipo que aún no sabía cuál era su lugar, algo que sin duda ella no tardaría en mostrarle. Su sitio estaba bajo sus caros zapatos de mil dólares o, en su defecto, a cientos de kilómetros de ella.


Eran los sujetos como él los que Paula tanto detestaba. A simple vista suponían una tentación, y su simpatía llevaba a una mujer a olvidarse de lo esencial: los hombres eran animales traicioneros por naturaleza. Ese atractivo espécimen intentaba parecer amable y honrado, pero seguro que era un mujeriego empedernido al que no le importaba aplastar los sentimientos de cualquier mujer.


Sólo porque ella no había entrado en su rol de chica indefensa, él la había tratado como todos los demás estúpidos que la rodeaban en su día a día: con burlas crueles e intentos de aplastar su autoestima creyéndose superiores a ella.


Pero si por algo eran conocidos los Chaves era por su determinación a no dejarse pisotear por nadie, y mucho menos por el quitapulgas de un pequeño pueblucho... Y pensar que en algún momento llegó a intentar ayudar a ese idiota para que Henry no lo mordiera. ¡Estúpida! ¡Estúpida!


Ya debería haber aprendido la lección: los guapos de brillante sonrisa, sin duda, eran los peores.


Teo Philips no tardó en interrumpir el tenso ambiente que no habría tardado mucho en explotar si no fuera por la conversación apacible de Jose, que intentaba alejar a ambos de los apasionados insultos que tanto parecían adorar.


—¡Víbora! ¡Prefiero mil veces carecer de dinero que ser un amargado como usted!


—Yo no soy una amargada, pero dudo de que usted llegue a tener alguna vez ni siquiera la décima parte del dinero de Henry.


—¿Me está comparando con un perro? —gritó Pedro, indignado.


—No, eso sería algo desafortunado para Henry. Además, ¿de qué se queja? ¡Usted me comparó con un reptil!


—¡Bruja!


—¡Neandertal!


—¿No sería mejor para todos que os calmarais un poco? —intentó mediar Jose para hacerlos entrar en razón—. Vamos, que os estáis comportando como chiquillos y...


—¡No te metas! —gritaron a la vez los dos antagonistas, poniéndose por primera vez de acuerdo en algo.


—¡Por fin ha vuelto Walter! —comentó en ese momento casi sin aliento el viejo Teo mientras se adentraba rápidamente en una celda que en esos instantes se hallaba un tanto sobrecargada—. Le hemos explicado todo lo ocurrido y quiere ver a los acusados ahora.


—¡Bien! ¡Por fin podré salir de este fastidioso agujero! —dijo Paula, molesta por la tardanza del todopoderoso Walter—. ¡Vámonos, Henry! Muy pronto estaremos a kilómetros de distancia de este horrendo lugar —expresó insolente, mientras el soberbio perro la acompañaba hacia la salida de su confinamiento.


Los hermanos Alfonso no apartaron sus ojos de la atractiva visión que era observar el altivo pero atrayente caminar de la orgullosa diosa que se alejaba muy convencida de su victoria.


Pedro estaba dispuesto a alejarla de sus pensamientos para siempre, cuando recordó algo que tal vez podía llegar a alegrarle el día.


—Oye, Jose, ¿Walter no es el anciano juez que nos castigó a un año de trabajos de limpieza en su casa por romperle una ventana con nuestra pelota de béisbol cuando yo tenía diez años?


—El mismo. Es ese anciano al que nadie puede hacer entrar en razón en cuanto se le mete algo en la cabeza. Aún recuerdo que se negó a aceptar el dinero de nuestros padres y nos hizo trabajar noche y día por esa ventana.


—¿Ése es el juez excéntrico que, si se aburre, se inventa castigos insólitos para los insolentes que osan hacerlo trabajar?


—Sí, ése es. El juez Walter obligó a Jenquis a vestirse de mujer durante seis meses para que dejara de meterse con las camareras de Zoe, ¿recuerdas?


—Ese hombre irascible que odia que lo alejen de su caña de pescar... —expresó en voz alta Pedro.


—Sí, y he oído que hoy estaba pescando en su lugar favorito. No sé si verdaderamente Teo no lo encontraba o es que no se atrevía a alejarlo de su hobby por miedo a las represalias.


—¡Oh, esto no me lo pierdo...! —se entusiasmó Pedro, frotándose las manos ante la idea de ver el resultado del juicio de la princesita arrogante a la que de nada le serviría el dinero frente a la presencia del viejo y cascarrabias juez tan temido en su infancia.




CAPITULO 16




Desde su posición en el frío suelo, Pedro no podía dejar de observar una y otra vez a la princesita desdeñosa que todavía no había recuperado la conciencia. Paula Olivia Chaves se llamaba... Pedro se percató en ese momento de que ése era el apellido de la anciana que lo había llamado antes: Chaves. Y también el nombre que ella le había mencionado, Paula, por lo que Pedro empezó a pensar que la extraña llamada que recibió antes tal vez no fuese una broma, después de todo.


Que alguien estuviera dispuesto a pagar diez millones de dólares a otra persona para que se casara con Paula le resultaba inaudito, pero lo más increíble era que alguien quisiera casarse con ella aunque le pagaran esa cantidad. 


¡Por Dios! Su lengua era más venenosa que la de una serpiente.


Era arrogante, orgullosa, mandona y siempre creía tener la razón. Seguro que era de esas féminas que siempre dicen «Te lo dije» y que señalan una y otra vez todos los defectos de una persona para minarle la moral.


Era hermosa, eso era algo innegable, con su bella melena de liso y sedoso pelo negro que le llegaba hasta los hombros y su dulce y fino rostro de distinguida princesita, con unos grandes ojos marrones y unos delicados y jugosos labios.


Se trataba de una atractiva mujer que no podría tener más de veinticinco o veintiséis años. Su cuerpo estaba lleno de seductoras curvas, ocultas tras un traje de corte un tanto severo de ejecutiva millonaria. Si tan sólo pudiera deshacerse de esa molesta y firme chaqueta que aplanaba su figura y lo desorientaba sobre el tamaño de sus pechos...


¿Llenarían su mano si los acariciaba o le harían falta ambas para abarcar la redondez de sus senos? ¿Serían sus pezones pequeños y rosados, o grandes y del color del melocotón maduro?


Sus piernas eran largas y firmes, ¿cómo se agarrarían a su cuerpo si hicieran el amor? Y su redondeado trasero era bastante tentador, sobre todo cuando utilizaba esa lengua viperina que tanto lo alteraba, ¿cómo se vería ese culito desnudo en su regazo mientras era azotado? ¿Se callaría si golpeaba bien fuerte o, por el contrario, gemiría y gritaría su nombre? Y esa deliciosa boquita tan insolente... ¡cómo le gustaría silenciarla dándole algo con lo que estuviera ocupada!


Su miembro se emocionó ante tan lascivos pensamientos, deseando comenzar con tan elaborada fantasía, y fue en ese instante cuando Pedro supo que tenía problemas. Nunca había deseado tanto a una mujer como para fantasear con ella tan sólo unos momentos después de haberla conocido. Vale que tenía una imaginación un tanto vívida y que en su adolescencia había tenido muchas chicas, pero últimamente ninguna le llamaba tanto la atención como para fantasear con ella.


En los últimos años solía tener aventuras de una noche: salía, conocía a una chica hermosa y acababa con su frustración y el estrés de su trabajo gracias a una tórrida noche de sexo. Luego volvía al trabajo y pocas veces recordaba cómo era la chica de la noche anterior. Pero, con esa temperamental princesa de piel de porcelana, no tendría ningún problema a la hora de recordarla, porque, sin haber hecho nada aún, no podía sacarse de la cabeza la idea de acostarse con ella.


¿Sería que sus dos meses de abstinencia le estaban afectando? Sí, sin duda era eso. A alguien como él definitivamente no podía interesarle una señorita arrogante y mimada como ésa, que no hacía otra cosa que morder a todo el mundo. De todas formas, lo mejor sería alejarse de esa joven tan peligrosa. No quería acabar liado con una damita tan arisca como ella, que a cada palabra destilaba veneno. Ni aunque eso diera lugar al mejor sexo de su vida.


En definitiva, no valía la pena arriesgarse, así que, en cuanto su hermano llegara a esa pequeña celda, él desaparecería y la señorita Tentación y él no volverían a encontrarse nunca más. No merecía la pena arriesgar su libertad, ni siquiera por esos hipotéticos diez millones de dólares. A él nadie lo compraría, y menos una damita con un genio tan temperamental como ella... aunque esa boquita seguía tentándolo mucho más que el dinero.





CAPITULO 15




Definitivamente, fue odio a primera vista.


En cuanto Henry vio al rubio y guapo veterinario de hermosos ojos azules, metro ochenta y cinco de estatura, cuerpo de infarto con marcados músculos, porte atlético y sonrisa de ensueño, no tardó ni un segundo en declararse su más acérrimo enemigo. Henry empezó a gruñir como un desquiciado en el preciso momento en que el atractivo espécimen masculino se acercó a él. Yo, por mi parte, lo observé con atención desde el maltrecho camastro sin perderme ni un instante sus estúpidos movimientos.


El hombre se acercó poco a poco a Henry, quien seguía simulando estar enfermo, pero en esta ocasión mezclaba sus falsos gemidos de agonía con algún que otro gruñido de advertencia hacia el incauto que osaba aproximarse con intenciones dudosas.


El veterinario se agachó en el suelo a la altura del saco de pulgas mentiroso y no tuvo otra idea mejor el muy idiota que acercar la mano despacio hacia Henry para que la oliera. Ese chucho sarnoso no olía siquiera las salchichas antes de engullirlas, mucho menos una sucia mano que había estado vete a saber dónde, con lo escrupuloso que era el muy condenado.


Estaba convencida de que le mordería. Pensé que lo mejor era advertirle sobre las malévolas intenciones del baboso animal. Al ser veterinario, seguro que sabría distinguir cuándo un animal estaba fingiendo y escucharía con atención mis palabras. No como esos necios policías que no
cesaban de dirigirme miradas fulminantes por no hacerles caso a ese estúpido animal y sus quejas.


—Yo que usted no lo haría —comenté despreocupadamente sin dejar de ojear una sublime oferta de lencería que había en la página trece. 


—No sé si es usted cruel o simplemente insensible, pero este perro está sufriendo y yo debo hacer algo para mejorar su estado, el cual parece no interesarle —me amonestó el guapo y rubio idiota, creyéndose superior.


—¿Cuántas veces tengo que decirlo para que me crean? ¡Está fingiendo! —exclamé finalmente, cabreada con un hombre que podría ser el sueño de cualquier mujer si no fuera porque su masa cerebral era bastante escasa.


—¡Señorita! Tengo la suficiente experiencia con animales como para saber cuándo uno está fingiendo, ¡y este agónico dolor no es un cuento! —sentenció, muy seguro, el rubito.


—¡Y yo llevo años viviendo con este detestable saco de pulgas y me sé cada una de sus despreciables tretas! ¡Y le digo que ésta es una de ellas! —grité enfadada levantándome del camastro dispuesta a agredir a aquel energúmeno antes de que lo hiciera Henry.


—Si no va a hacer nada, será mejor que se aparte, insufrible mujer —señaló el veterinario desde el suelo, donde su mano comenzaba a correr cada vez más peligro, pues los gruñidos de Henry iban en aumento.


—¡Basta! —exclamé, harta de tanta insensatez —. ¡Usted no se va a acercar a Henry, sobre todo porque, si lo hace, le arrancará la mano de un mordisco y la verdad es que no quiero tener que volver a defender a este chucho ante un tribunal! —dije interponiéndome entre ese idiota y el protegido de mi tía, que, para desgracia de todos, aunque se creyera humano, seguía siendo un perro.


—¡Señorita, apártese para que cumpla con mi deber! —exigió el Capitán América.


—¡No! —grité nuevamente, amenazándolo esta vez con la revista de moda, que había enrollado para utilizarla con Henry si se comportaba inadecuadamente. Pero, por el camino que estaban tomando las cosas, tal vez acabaría usándola para aleccionar a ese neandertal.


—¡O se quita de en medio o lo haré yo! — gruñó muy alterado el hasta ahora inocente rubito.


—¡Oh, quiero ver cómo lo intenta! — fanfarroneé ofuscada apretando con fuerza mi improvisada arma.


Nuestras retadoras miradas se cruzaron y todo pasó demasiado rápido. El caos se desató a mi alrededor en cuanto el musculitos me alzó del suelo para apartarme de su camino y yo desaté el mal genio característico de los Chaves sobre su persona golpeando sin piedad su cabeza con la revista de moda. Henry, mi eterno enamorado, no dudó en atacar al hombre que tanto le había desagradado desde un principio mordiendo su pierna y negándose una y otra vez a soltar su agarre.


Los agentes no tardaron mucho en entrar en la celda para contener el desorden. Cinco hombres inútiles que nos rodeaban, quietos como estatuas, sin saber qué movimientos realizar mientras un inepto se negaba a dejarme en el suelo a pesar de estar siendo agredido.


Cuando vi la sangre de ese tipo corriendo por su pierna, decidí poner fin a aquel absurdo antes de desmayarme, ya que la visión de la sangre siempre me alteraba de esa manera. Además, si yo caía inconsciente, seguro que esos asnos acababan acribillando al pobre Henry para que soltara la pierna del rubio desagradable.


—¡Suficiente! —grité un tanto histérica metiéndole finalmente la revista en el ojo al energúmeno que se negaba a soltarme,
consiguiendo con ello liberarme de su agarre y poner mis pies en el firme suelo. »¡Y tú, Henry, suéltalo si no quieres probar el suplemento de las pasarelas en tu estúpida persona! ¡Y basta de cuentos! ¡Saldremos de aquí en cuanto podamos y punto! ¡Como sigas molestando, informaré a tía Mirta sobre todo lo que comes y te daremos pienso nada más! ¡Y del barato! —amonesté seriamente al arrogante can, el cual me dirigió una despectiva mirada por encima del hombro y se alejó altaneramente hacia un rincón de la estancia. »En cuanto a usted... —dije, amenazando aún al sorprendido veterinario que se hallaba tumbado en el suelo como resultado de mi ataque—... ¡cuando digo que Henry está fingiendo, es que está fingiendo! —lo reprendí con severidad antes de arruinar toda mi heroica intervención desmayándome sobre el guapo rubio, después de ver nuevamente la sangre de su pierna.



***

—¿Está fingiendo? —preguntó otra vez Teo Philips a Pedro mientras éste depositaba con delicadeza a la mujer en el destartalado camastro de la celda.


—No, el desmayo no es simulado —concluyó Pedro al ver el cuerpo inerte de tan activa fémina.


—¿A qué se puede deber?


—Teo, la verdad, no tengo ni idea. Yo trato con animales, así que, a no ser que quieras que le ponga la antirrábica o la desparasite, llama a mi hermano. Él es el médico.


—¿Y si, mientras Jose viene, se muere o le da un ataque?


—¡Por Dios, Teo, no le va a pasar nada! Tal vez sea un simple desvanecimiento por falta de alimento o por deshidratación si no ha comido nada desde que la detuvisteis.


—Ha devorado un bocadillo hace poco y ha bebido regularmente. ¡Yo trato a mis detenidos con dignidad!


—¿De verdad? Teo, será mejor que llames a Jose. Yo me quedaré con ella hasta que se recupere. Por cierto, ¿cómo se llama? Será mejor que sepa su nombre por si se despierta desorientada e intenta morderme.


Pedro, ella no es un perro —señaló el jefe de policía.


—Pero tiene dientes y es bastante agresiva. Quién sabe lo que puede ocurrir... —recordó Pedro haciendo mención al ataque recibido por esa gata salvaje unos minutos antes.


—Se llama Paula Olivia Chaves, y el perro, Henry Lancelot Chaves II.


—¡Joder con el chucho, con razón se lo tiene tan creído! ¿Crees que, si le hago una reverencia, dejará de gruñirme cada vez que me acerco a ella? —dijo Pedro mientras señalaba a la altiva mujer que, en su inconsciencia, no parecía tan distante.


—Yo diría más bien que aprovecharía para morderte el trasero. ¡Pero alégrate, Pedro: tu trasero sería mordido por un heredero de alta alcurnia! O eso es lo que dice ella.


—¿Crees que podría sacarle algo de pasta si lo denuncio? En estos instantes estoy un poco corto de fondos —bromeó Pedro, resuelto a que Teo se tranquilizara.


—No lo sé. Pregúntale a la chica cuando despierte. Después de todo, es la abogada de tan prestigioso chucho —informó Teo poco antes de salir de la celda, dejando a Pedro a solas con dos peligrosos animales de alto pedigrí.


—Ahora entiendo tu mal humor, princesa. No obstante, no me gustan demasiado las gatas salvajes —comentó Pedro mientras apartaba con delicadeza el pelo de Paula de su hermoso y delicado rostro—. Aunque contigo podría llegar a cambiar de opinión —declaró, observando con atención las exuberantes curvas que ocultaba el caro traje de diseño.


Un gruñido de advertencia proveniente de uno de los rincones de la pequeña celda le advirtió de que, definitivamente, no tenía permiso para tocar a tan aristocrática mujer.


—Cálmate, chucho, tengo un escalpelo y sé cómo utilizarlo. Tan sólo hoy, he castrado a cinco como tú. Si no quieres ser el sexto, será mejor que dejes de amenazarme. Además, si le pasa algo a tu dueña, ¿quién va a cuidarla? ¿O es que acaso crees que lo puedes hacer mejor que yo? —preguntó
irónicamente Pedro a tan notorio animal.


Henry ignoró sus burdas palabras y pasó altivamente junto a Pedro sin dejar de gruñirle en ningún instante. Se dirigió con paso insolente hacia Paula. Cuando estuvo junto a ella, se alzó sobre sus dos patas traseras y, apoyándose en el viejo camastro, comenzó a lamer su distinguido rostro a la vez que gimoteaba como un poseso.


—Henry, saco de pulgas, déjame en paz — susurró la joven mientras poco a poco despertaba de su inconsciencia.


Pedro observó incrédulo cómo Paula volvía en sí tras los lametones de ese baboso cuadrúpedo.


—¡Princesa, por fin has despertado de tu sueño! Intenté reanimarte, pero Henry se me adelantó —bromeó Pedro al ver cómo Paula limpiaba las babas de su rostro con las mangas de su elegante y caro traje de marca.


—Qué raro, yo creía que eras tú el que me estaba reanimando. Por eso me desperté —insinuó Paula, destruyendo la arrogante sonrisa de Pedro.


—Princesa, no sé con qué tipo de hombres has estado hasta ahora, pero, si yo te besara, definitivamente no me confundirías con ningún otro. Ni siquiera con los personajes de alto pedigrí con los que sueles salir —declaró ese sujeto, acercándose peligrosamente a Paula y desoyendo los gruñidos de su rival.


—Yo nunca saldría con un hombre como tú — comentó engreídamente Paula repasando con desaire la imponente figura del orgulloso veterinario.


—¿Como yo? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que nunca saldrías con un hombre guapo, divertido, atractivo y enérgico? —se mofó Pedrointentando ocultar con ello lo molesto que estaba por esa despectiva afirmación.


—Yo nunca saldría con un hombre que solamente es capaz de sonreír, que siempre se lo toma todo como una broma y que desoye los consejos sensatos porque siempre cree tener razón...


—Espera un momento, has hablado conmigo... ¿durante cuánto tiempo: un minuto, dos? ¿Y ya crees saberlo todo de mí? Para tu información, princesa, tú tampoco eres mi tipo: una mujer altiva, arrogante y amargada que seguro que dentro de unos años se convertirá en una solterona que vivirá sin más compañía que la de un viejo y gordo gato... Perdón, tal vez debería decir perro —comentó Pedro con malicia tras los gruñidos de Henry—. Una mujer así no es atractiva para mí en absoluto.


—¡Prefiero eso a convertirme en una descerebrada que sigue a un ignorante neandertal creyendo todas sus mentiras, convirtiéndose solamente en una más de las estúpidas mujeres de su harén! —exclamó ella furiosa, recordando a otro estúpido y alegre hombre despreocupado de su pasado.


—¡Espera un momento, preciosa! ¡A ti te han dejado...! Sí, es eso ¿verdad? ¡Por eso estás tan amargada! Después de conocer tu dulce carácter, únicamente puedo felicitar al agraciado hombre que supo salir corriendo a tiempo de no acabar junto a una bruja de lengua afilada.


—¡Retira eso! —gritó histérica Paula, cogiendo nuevamente la revista de moda dispuesta a hacérsela tragar a ese ser despreciable si eso era lo que hacía falta para que se callara.


Cuando Paula se levantó decidida a presentar batalla, recordó la herida de la pierna de ese detestable troglodita, lo revisó convencida de que ya habría puesto medios para curar tan inconveniente molestia antes de atenderla y se sorprendió al ver que la pernera de su pantalón aún estaba manchada de sangre y la herida no había sido atendida.


—Tu herida... —comentó Paula temerosa, señalando la pierna de Pedro.


—No te preocupes, sólo es superficial — replicó despreocupadamente el hombre observando con atención cómo el rostro de Paula se tornaba pálido como el de un fantasma.


—Sangre... —señaló aterrada poco antes de volver a caer como un peso muerto en los brazos de Pedro.


—Bien, ahora sé con certeza que tu desmayo no era fingido —murmuró él depositando nuevamente a Paula en el duro colchón de la celda.


A la espalda de Pedro resonaron unos gruñidos de advertencia que lo hicieron desistir de acomodarse junto a la señorita Desdén, a la espera de que recuperara la conciencia. Así que se dirigió hacia el frío suelo de la celda y se sentó en él para ojear la revista de moda femenina a ver si tenía suerte y veía a alguna modelo guapa en bañador o ropa insinuante mientras aguardaba a que la bella durmiente se despertara.


Henry no dejó de vigilarlo en todo momento y, mirándolo por encima del hombro, se subió a la estrecha y pequeña cama donde yacía Paula. Se tumbó junto a ella y no apartó sus ojos acusadores de Pedro mientras le gruñía envalentonado desde su privilegiada posición.


—No te preocupes, saco de pulgas: ¡es toda tuya! —informó Pedro enfrentando la mirada amenazadora de su declarado enemigo.