miércoles, 17 de enero de 2018
CAPITULO 51
Pedro, encerrado en su despacho, pensaba que, con toda certeza, los consejos de su cuñado sobre cómo conquistar a una mujer eran una mierda y, respecto de los de su hermano, que podrían servir fácilmente para limpiarle el trasero si estuviesen escritos en papel: «Que fuera amable y cortés, siempre con una adorable sonrisa». Eso lo hacía todos los días y sólo le había servido para recibir sonrisas igual de falsas por parte de Paula.
«Que le hiciera bonitos regalos, como bombones y flores, que seguro que la derretían.» ¡Y una mierda! Aunque Paula no se los había tirado a la cara, los había mirado con hastío y aceptado con resignación...
¡Qué narices tendría que hacer para conquistar a esa chica!
Los regalos caros a los que ella sin duda estaba acostumbrada quedaban fuera de su alcance, ya que le debía una enorme cantidad de dinero y sería bastante absurdo regalarle algo que lo hundiría aún más en su deuda.
Además, en esos instantes tenía lo justo para llegar a fin de mes.
Pedro pensó en los escasos recursos de su cartera: con eso podría invitarla o bien a una pizza de la oferta dos por uno en Luigi’s y una Coca- Cola, o a un menú en Burguer-pollo, donde nadie sabía si realmente la carne utilizada era de dicho animal.
—Sí... ¡Vamos Pedro, seguro que cae rendida a tus pies con eso! —susurró sarcásticamente para sí mismo, un tanto deprimido al comparar sus míseros medios con los de los elegantes hombres con los que sin duda Paula estaba habituada a salir a refinados restaurantes.
Después de sentirse bastante avergonzado, Pedro descartó la cena y pensó en un bonito regalo con el que llamar su atención. Como no tenía ni idea de qué ofrecerle, hizo una lista con las cosas que podrían interesarle a Paula. Luego las desechó todas por falta de dólares.
Tal vez si le hacía algo él mismo, quizá un bonito cuadro con macarrones como el que construyó su sobrina para su hermana..., pensaba Pedro, desesperado, recordando finalmente lo inútil que era para esos trabajos manuales en los que siempre acababa comiéndose todos los macarrones.
—Vale, vale. Regalo descartado. ¿Y ahora qué me queda para conquistarla...? —se atormentaba Pedro en voz alta —. ¡Ya sé! ¡Sexo! ¡Mucho sexo! ¡Eso sí se lo puedo dar cuándo sea y dónde sea, ya que cada vez que la veo estoy preparado para entrar en acción y demostrarle lo mucho que la echo de menos! Evidentemente, estoy en celo... — concluyó Pedro, que continuó su monólogo—. Lo más lamentable de todo es que, como hacen algunas especies animales, yo ya he decidido cuál quiero que sea mi pareja de por vida. Lo único que me falta ahora es convencerla a ella de que soy el macho adecuado... Definitivamente, esta danza de apareamiento me llevará su tiempo. Por suerte no tengo competencia alguna, tan sólo un olvidado error del pasado al que Paula no quiere recordar, así que ahora únicamente tengo que poner todo mi empeño en ser su hombre ideal y...
Sus divagaciones, dirigidas al perrito que decía continuamente que sí con su cabeza, absurdo regalo de su hermano Jose que le servía de pisapapeles en su escritorio, fueron interrumpidas por otra más de las necias llamadas que últimamente no dejaban de hacerle su estúpido cuñado y su aún más estúpido hermano, en las que siempre hacían lo mismo: burlarse una y otra vez de él y de sus inútiles intentos de conseguir a Paula, ofreciéndole de paso algún sabio consejo que nunca funcionaba.
—¿Qué quieres esta vez, Alan? —contestó Pedro, harto de la insistencia de su cuñado.
—¡Espera, que conecto a Jose, que está en la otra línea! —pidió Alan.
—Qué sorpresa... no me lo esperaba... — comentó Pedro con ironía, ya que siempre que lo llamaban hacían lo mismo porque ninguno de los dos quería perderse ni un momento de esas absurdas conversaciones.
—Bueno, ¿te sirvieron mis consejos? —se interesó su cuñado, intentando sacar pecho ante su experimentada sabiduría.
—Sí, definitivamente tu idea de bombones gustó mucho. Sobre todo a las ancianas que los probaron cuando ella se los ofreció en la recepción de mi clínica.
—¿Y las flores? —interrumpió Jose, tratando de ponerse medallas por su magnífico consejo.
—Ahora adornan el mostrador de entrada de la clínica.
—Tal vez deberías probar algo distinto — dijeron los dos hombres a la vez, haciendo que Pedro finalmente resoplara ante sus sugerencias.
—¡No me digáis! ¡Qué genios! Si no me lo llegáis a señalar, realmente estaría perdido... — ironizó Pedro, harto de su ayuda, que parecía ser de lo más inútil.
—Bueno, te llamábamos para preguntarte... hummm... —se interrumpió Jose, sin saber cómo continuar.
—¿Tú has hecho algo últimamente que pudiera enfadar a Paula? —terminó Alan por su cuñado, haciendo dudar a Pedro sobre la verdadera razón de esa llamada.
—No, ¿por qué? —preguntó Pedro, extrañado por el comportamiento de ambos.
—¿Estás en tu despacho? —quiso saber Jose, impaciente.
—Sí.
—Entonces enciende tu ordenador y busca en Google el nombre de tu clínica —recomendó Alan, expectante ante la idea de que Pedro viera al fin lo que medio pueblo había tenido el placer de contemplar.
—Ah, estáis impactados porque al fin me he puesto al día, ya que Paula me ha hecho una página web de la clínica, ¿eh?
—Sí... Totalmente impactados... —se rio Jose mientras en la otra línea se escuchaban las estruendosas carcajadas de Alan.
Pedro, intrigado con las burlas de su cuñado y su hermano, puso en Google el nombre de su establecimiento, El Pequeño Pajarito. Lo primero que llamó su atención fue que, en el apartado de «Imágenes», aparecía su foto junto a la del ganador de un concurso de penes pequeños, y otra de un set de vibradores de reducido tamaño.
Después vio su tan esperada página web junto con cientos de otras que anunciaban todo tipo de cosas de lo más pintorescas, ninguna de las cuales tenía nada que ver con los servicios que ofrecía su clínica veterinaria.
—¡Pon ahora «dueño de pequeño pajarito»...! ¡Y métete en «Imágenes»! —soltó Alan casi sin aliento porque no podía parar de reír mientras le sugería esta opción.
Pedro le obedeció... y ¡sí señor! Tal y como Paula prometió cuando empezó a hacer su página web, su imagen estaba rodeada por un gran número de ilustres personas... Eso sí, todas desnudas y mostrando sus pequeños encantos, de los que parecían estar bastante orgullosos. Y él, Pedro Alfonso, en medio de tanta polla, es decir, de tanto pajarito, aparecía vestido con su impecable bata blanca y su gran sonrisa, posando como un idiota. Justo a un lado, había la imagen del cartel de la «Décima reunión de hombres con pene pequeño», cuyo eslogan era «No te avergüences de ello: ¡simplemente muéstralo!».
—¡Y si pones tu nombre solo, aparece lo mismo en «Imágenes»! —concluyó su hermano, seguramente mientras se revolcaba de risa en el suelo de su despacho.
—¡Mierda! ¿Quién ha visto estas imágenes? Tal vez pueda darme tiempo a quitarlas y...
—Todo el pueblo —contestó Alan, acabando con sus esperanzas de evitar las burlas de todos sus conciudadanos, burlas que muy pronto alcanzarían las puertas de su consulta.
—¡Pero bueno! ¿Es que nadie mira otra cosa que no sea el apartado de «Imágenes», joder?
—En este pueblo, no, pequeño pajarito — bromeó Jose sin poder dejar de reírse de su hermano.
—¡Joder! ¿Es que sólo sabéis llamar para tocarme las pelotas?
—¡Claro, porque al pajarito no lo encontramos! —se rio Alan, animando las carcajadas de su compinche.
—¡Idos a la mierda! —gritó Pedro antes de colgar con brusquedad, hasta las narices de esas innecesarias burlas que él estaba dispuesto a suprimir enseñando su miembro a todo el pueblo si hacía falta para que estuvieran totalmente seguros de que lo que mostraban esas imágenes no iba con él.
Aunque tal vez a la primera que debería aleccionar sobre eso tendría que ser la creadora de tan molesto rumor y eso, sin duda, sabía cómo hacerlo, pensaba Pedro mientras salía de su despacho dispuesto a disciplinar una vez más a esa rebelde gatita que merecía una buena lección.
Adiós a eso de ser un perfecto caballero que de nada le había servido. Ahora simplemente sería él mismo y se divertiría en el proceso, reflexionaba Pedro mientras se dirigía en busca de Paula y mostraba en su rostro una ladina sonrisa llena de deseo.
CAPITULO 50
¡Ese hombre me volvía loca!
Desde el día en que volví a ceder a sus encantos y acabé acostándome nuevamente con él, no dejaba de intentar comportarse como un perfecto caballero sin saber que cada uno de sus actos me alejaba más de él en vez de acercarme, ya que me recordaba al traicionero individuo que una vez lo significó todo para mí: su amable sonrisa, sus elaboradas flores, sus dulces bombones...
Recibía sus detalles con indiferencia, rogando porque volviera a ser ese rudo hombre que me gritaba cuando le desagradaba algo de mi persona o el divertido loco que perseguía a Henry para pelearse por un absurdo desayuno. A pesar de que no estaba preparada para escuchar sus confesiones de amor, tampoco lo estaba para verlo convertirse en uno más de los «idóneos caballeros» que me perseguían únicamente para ver de cerca el color de los billetes de mi fortuna. Aunque, tras la conversación con mi tía y ver lo despreocupado que era con las facturas de sus clientes, supe que Pedro era uno de esos raros especímenes a los que no les importaba demasiado mi patrimonio.
Para mi desgracia, el dinero seguía siendo un obstáculo entre nosotros. No tanto por la posible avaricia de él, pues parecía carecer de ella, sino por su estúpido orgullo, que le impedía aceptar mi ayuda cuando tanto la necesitaba.
Todavía estaba un tanto molesta con él por sentirse como si lo hubiera comprado, cuando ése nunca fue mi propósito. Yo solamente pretendía ayudarlo y demostrarle cuánto había significado para mí esa noche que pasamos juntos, aunque tal vez la mejor forma para ello no era hacer uso de mi billetero... pero era la única que había aprendido de mi amorosa tía.
Yo siempre intentaba ayudar a personas que lo necesitaban cuando se cruzaban en mi camino, ya fuera una nueva ala para un hospital, un trabajo nuevo para una agobiada madre soltera o una casa para una vieja anciana que había sido desahuciada.
Mi tía nunca me reprochaba mi ligera mano a la hora de hacer uso de su dinero.
Hasta ahora.
Sus constantes llamadas recriminándome el haber gastado uno solo de sus dólares en ese hombre al que tanto odiaba solamente porque no había podido manejarlo a su antojo me sacaban de quicio. Yo solita llegué a la conclusión de que Pedro había recibido, con anterioridad a mi llegada a ese molesto pueblo, una de esas impertinentes llamadas con las que mi tía intentaba buscarme con desesperación un marido ofreciendo a cada uno de los incautos que cogían el teléfono una desorbitada cantidad de dinero.
Conociendo a Pedro, seguro que se lo habría tomado como una broma mientras se reía de la absurda situación. Sonreí ante la idea de lo que ese despreocupado hombre podría haberle contestado hasta que vi nuevamente una llamada perdida de mi tenaz tía.
Desde hacía unos días trataba de esquivar todas sus llamadas sin lograr del todo librarme de ella, porque, a pesar de que tía Mirta me hubiera enviado a ese pueblo perdido para seguir uno de sus absurdos planes, últimamente no hacía otra cosa que intentar que regresara con Henry bajo sus protectores cuidados. Pero eso me era imposible, debido a mi absurda condena.
Y, aunque nada me retendría en ese lugar cuando terminara mi castigo, sin duda había alguien al que nunca podría olvidar.
Ante el quinto tono de ese insistente aparato de última generación, atendí la llamada de mi testaruda tía, a quien yo le había asignado como tono de llamada la banda sonora de esa afamada película de terror, Tiburón. Cada vez que esa inquietante melodía sonaba, ya sabía que mi tía y sus descabelladas ideas estaban más cerca de mí.
Suspiré, resignada a escuchar una vez más por qué debía abandonar ese pueblo lo más rápido posible y la interminable lista de defectos que ella le atribuía a Pedro Alfonso tras haber hablado con él sólo unos escasos minutos.
Para desgracia de Pedro, mi tía sabía calar muy bien a los hombres y yo estaba de acuerdo con ella en casi todos los puntos de esa interminable lista.
Pero si había descubierto una cosa de mí misma estando en ese excéntrico pueblo era que definitivamente me gustaban los hombres imperfectos, o por lo menos ese insidioso cotilla que en esos instantes en los que no tenía nada mejor que hacer daba vueltas a mi alrededor intentando escuchar algo de mi conversación privada, la cual me podía permitir ante su reprobadora mirada porque era mi hora de descanso.
—¿Sí, tía Mirta? ¿Para qué llamas ahora? ¿Es un nuevo falso ataque al corazón? ¿La casa vuelve a estar en llamas? ¿O, una vez más, María ha enfermado de algún virus incurable?
—Me molesté mucho cuando llamaste a los loqueros en vez de a una ambulancia cuando te relaté mis preocupantes síntomas —dijo la anciana —. Tuve que azuzarles a los perros para que finalmente comprendieran que no estaba desequilibrada.
—¿Y te creyeron? —pregunté escéptica, conociendo las maldades de las que mi adorable tía era capaz.
—No, pero tampoco les dio tiempo de pararse a pensar. ¿Se puede saber por qué no viniste a verme en vez de mandar a esos necios a mi casa, Paula Olivia? —me recriminó severamente mi tía, negándose a admitir que otra más de sus estratagemas no había servido de nada conmigo.
—Tía, te conozco muy bien y sé perfectamente cuándo finges para conseguir algo. Te he dicho una y mil veces que no puedo irme de este pueblo hasta terminar con mi castigo; si no, puedo ser reprendida severamente por el juez y éste podría aumentar el tiempo de mis servicios a la comunidad en Whiterlande.
—¡Dirás tus servicios a ese indeseable! ¡Escúchame bien, Paula Olivia, no debes permitir que ese tipejo se acerque lo más mínimo a ti! Seguro que es uno de esos hombres encantadores que, como todos, te camelarán con sus dulces palabras y sus insípidos regalos como bombones, flores y esas simplezas que se pueden comprar en cualquier supermercado.
—¿Tú crees? —repliqué irónica y, ante la molesta mirada de Pedro, que no apartaba sus oídos de mi conversación, me comí uno de esos insulsos bombones.
—Sí, se ve que ese tipo no tiene originalidad. Aunque en un momento me pareciera apto para ti, ahora puedo ver lo simple que es. Seguro que intenta copiar a esos elegantes caballeros a los que estás acostumbrada, acercándose solamente a ser una copia barata de ellos, así que ten mucho cuidado y por nada del mundo te acuestes con él —me recomendó mi tía, bastante insistente.
—Sí, tía, lo que tú digas... —repetí resignada como siempre hacía cuando quería evitar uno de sus nuevos sermones.
—¡Paula Olivia! ¿No te habrás acostado ya con ese inadecuado hombre, verdad? —preguntó tía Mirta, procurando sonsacarme la verdad, ya que yo era tan mala como ella a la hora de mentir a mis seres queridos, así que simplemente hice como siempre y esquivé su pregunta con mi habitual pericia.
—Tía... ¡Lo siento...! ¡Interferencias...! ¡No... escucharte...! —simulé mientras arrugaba un folio contra el auricular.
—¡Paula, ese truco te lo enseñé yo! —gritó airada mi tía, a la que no se le escapaba una.
—¡Mierda! —susurré al haber sido pillada, algo que el fino oído de mi tía percibió.
—Paula, ¡quiero que te alejes de ese molesto hombre ya! ¡No estoy dispuesta a verte pasar por otra relación en la que tú eres la única que sufre, así que, si tú no eres capaz de hacerlo, lo haré yo! Quedas advertida... —finalizó un tanto molesta mi querida tía Mirta, mientras yo me preguntaba qué nueva locura había puesto en marcha para conseguir salirse con la suya.
—Tía Mirta, ¿qué has hecho? —pregunté, desesperada por saber la respuesta, a lo que sólo me contestó el pitido del teléfono. Sin duda eso era su justa venganza por no haber hecho caso antes a sus insistentes llamadas.
Golpeé mi cabeza contra el mostrador y, ante la asombrada mirada de Pedro, lo señalé acusadoramente con el dedo y lo condené desahogando toda mi frustración sobre él.
—¡Todo esto es por tu culpa, Pedro Alfonso! ¿Por qué tuviste que responder a esa maldita llamada? —Tras decir esto, me levanté y me fui de la clínica. Necesitaba respirar algo de aire y despejar mi mente ante lo que se me avecinaba.
Tal vez alejándome del culpable de todos mis problemas y de la excéntrica de mi tía lo consiguiera. Antes de irme, mi móvil comenzó de nuevo a sonar, y esta vez reconocí el número, pues ya estaba más que harta de sus repetitivas quejas, así que, como estaba hasta las narices, simplemente le arrojé mi teléfono a un hombre que sin duda alguna comprendería todos sus lamentos.
—¡Cógelo! ¡Es para ti! —le grité a Pedro mientras le lanzaba el móvil.
Pedro lo cogió al vuelo tras una parábola perfecta y, algo asombrado, contestó al teléfono.
Mientras yo abandonaba el lugar, pude oír como él y Henry se gruñían mutuamente su resentimiento.
En ese momento simplemente sonreí al ver cómo Pedro se convertía de nuevo en mi querido hombre imperfecto, al que tanto adoraba.
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