martes, 6 de marzo de 2018
CAPITULO 107
—¡Ya falta menos! —exclamó Pedro mientras tachaba otro día en el viejo calendario que tenía colgado junto a la puerta y se derrumbaba cansadamente en el maltrecho sofá de su solitario apartamento.
Desde el momento en el que dejó marchar a Paula, Pedro se había propuesto cumplir su promesa y volver por ella. Se había dado de plazo un año. Un año en el que estaba decidido a devolver todo el dinero que la vieja arpía de tía
Mirta le había prestado para que, definitivamente, esa anciana no pudiera poner impedimento alguno a que estuviera con su sobrina, declarándolo una vez más un interesado.
Un año en el que no irrumpiría en la vida de Paula para no convertirse en un obstáculo en su escalada hacia el éxito. Un año en el que no la llamaría ni contactaría con ella para no echarla aún más de menos y arrojar por la borda sus buenas intenciones de concederle ese tiempo que le permitiera darse cuenta de si era el éxito todo lo que necesitaba y él solamente había sido un capricho pasajero.
Un año que Pedro no sabía si podría aguantar, porque su vida sin ella era un infierno. A cada minuto que pasaba sin Paula, se preguntaba si ya lo habría olvidado; si, entre los prestigiosos y adinerados hombres que la rodeaban, un humilde veterinario como él sería descartado con facilidad, y si los momentos que habían vivido juntos serían recordados con añoranza o sólo como un grato recuerdo de un hombre con el que jugar.
Todos los días desde que ella se marchó, Pedro trabajaba hasta desfallecer en innumerables tareas, ya fuera ayudando a su padre en la venta de casas, a su cuñado en pintar esos aparatosos muebles que elaboraba o ejerciendo en su preciada clínica, que se veía cada vez más desolada desde que Paula se había ido.
Todo su esfuerzo se centraba en cumplir dos objetivos: uno de ellos era muy simple, conseguir ahorrar el dinero que necesitaba para restregárselo por las narices a la anciana impertinente que quería alejarlo de su sobrina, y el otro, tal vez el más complicado, no ceder ante la tentación de llamar a Paula o ir en su busca para quedarse junto a ella para siempre, ya fuera en esa gran ciudad o en el pequeño pueblo que siempre lo había adorado.
En este último objetivo había fallado en más de una ocasión, ya que Pedro no había podido resistirse a escaparse de su ajetreada vida cada vez que podía para ver a esa aguerrida mujer en los juzgados. Sólo una vez se había acercado a ella, y fue únicamente para recordarle lo fuerte que era cuando más lo necesitaba. Después de ese día, simplemente se limitó a admirarla desde lejos.
Escondido entre los asistentes de algunos de los juicios de Paula, Pedro admiraba a la mujer a la que amaba y a la que creía que jamás podría alcanzar, pero, aunque no llegara a presentarse frente a ella porque aún no era el momento indicado, cada vez que vislumbraba nuevamente su imagen retomaba las fuerzas que necesitaba para cumplir sus objetivos y convertirse en ese hombre que ella nunca podría rechazar.
Porque, cuando volvieran a reunirse, Pedro estaba dispuesto a demostrarle lo mucho que la amaba y que nadie era más adecuado para ella que un hombre que alejaba de sí su corazón sólo para verlo avanzar en la vida cumpliendo cada uno de sus sueños, aunque él no fuera uno de ellos.
Pero ¿y si cuando volvieran a reunirse era demasiado tarde para ambos y ella ya lo había olvidado o simplemente había encontrado a alguien mejor? Tentado una vez más de escuchar el simple sonido de la voz de la persona que más añoraba, Pedro sacó el teléfono móvil de su bolsillo, pero, antes de que marcara número alguno, éste comenzó a sonar.
—¿Sí? Al habla Pedro Alfonso... —contestó Pedro, resignado a atender una vez más las llamadas de sus inquietos familiares que no dejaban de asombrarse al ver cómo el despreocupado e irresponsable Pedro Alfonso al fin había madurado.
—Nunca creí que tendría que decirte esto, pero ¿no crees que estás trabajando demasiado? Tal vez sería bueno que te tomaras un descanso y...
—Descansar no entra en mis planes de momento. Tal vez, después de un año, me lo piense —interrumpió Pedro abruptamente a su insistente hermano mayor.
—En serio, ¿crees que una mujer merece todo el esfuerzo que estás haciendo, si ni siquiera sabes qué ocurrirá cuando vayas en su busca? —declaró Jose, sabiendo que cada una de las acciones de su hermano sólo eran para estar con Paula.
—Dímelo tú, Jose... ¿vale la pena esforzarse por la mujer a la que amas? —replicó Pedro, consciente de que la historia entre Jose y Monica Peterson había estado llena de malentendidos desde la adolescencia y, a pesar de que Jose siempre había jurado olvidarla, cuando se volvían a encontrar la historia entre ellos irremediablemente continuaba. Su amor por Monica era algo de lo que su hermano siempre se había negado a hablar, pero, ahora que su nombre estaba en la pizarra de Zoe, no podía hacer nada por ocultarlo.
—Aún no lo sé. Creo que eso es algo que ambos tendremos que averiguar a su debido tiempo —confesó Jose, uniéndose a su depresivo hermano.
—Por lo menos Monica ha vuelto a Whiterlande y parece que en esta ocasión está decidida a quedarse...
—Eso es porque aún no conoces a Monica: en cuanto le dé la espalda, huirá nuevamente de mí o me la arrebatará su sobreprotectora familia... Alégrate, hermano, de que tú por lo menos sabes dónde está Paula y siempre podrás encontrarla.
—Algún día tendrás que contarme la historia que hay entre Monica y tú. No comprendo por qué te has negado a hablar de ella hasta ahora.
—Fácil: porque, con un bocazas quejumbroso en la familia, nos basta —respondió Jose cambiando repentinamente de tema, haciéndole saber a su hermano que Monica era algo de lo que él aún no estaba preparado para hablar.
—Pues te advierto que Alan y yo estamos muy decididos a apostar en esa pizarra del bar de Zoe en la que está escrito tu nombre —confesó Pedro, sonriendo con malicia ante la confusión de su alterado hermano, que aún desconocía que él era el nuevo motivo de chismes de todo el pueblo.
—¡No me jodas! ¿Y qué pone? —exigió saber Jose, bastante exaltado, esperando impaciente su contestación.
—Eso, sin duda, es algo que tendrás que averiguar tú mismo —replicó Pedro poco antes de colgar, decidido a divertirse con la historia de amor de su hermano tanto como Jose había hecho con la suya.
Tras sonreír con la idea de que ahora era el turno de Jose de hacer el idiota por amor tanto como lo habían hecho Alan o él mismo, Pedro volvió de nuevo a derrumbarse en el sofá en el momento en el que comprendió que su historia todavía no había concluido, y que no sabía si finalmente habría un final feliz cuando Paula y él volvieran a encontrarse.
CAPITULO 106
Después de algunos meses de duro trabajo, al fin tenía el reconocimiento que siempre había deseado. Podía pasear a mis anchas por el bufete de tía Mirta sin oír tras de mí alguna risita o algún que otro molesto y chismoso susurro, y tras mi nombre ahora sólo se oían halagos y palabras de admiración. Ya no era la abogada del chucho sarnoso, sino una gran profesional cuyos casos salían en la prensa y cuyo nombre, al igual que el ilustre apellido que llevaba, era respetado por todos. Increíblemente, yo, una novata y contra todo pronóstico, había conseguido ganar el juicio de Lorena, un juicio que acabó en la prensa porque alguien anónimamente había gritado el nombre de los Chaves a los medios de comunicación, y éstos quisieron hacer un jugoso reportaje de esa causa, ya fuera para alabar ese famoso apellido o para hundirlo en la miseria.
Por fortuna todo salió bien y la fama de ese caso trajo muchos nuevos clientes al bufete de mi tía, y a mí, un merecido lugar en él. Debería ser la mujer más feliz del mundo, ya que al fin había conseguido alcanzar la meta que tanto había estado persiguiendo, pero esa meta se había quedado atrás después de conocer a un hombre que había cambiado todo mi mundo.
Pedro Alfonso me había hecho ver que el dinero o el prestigio de ese apellido que yo tanto valoraba carecían de importancia si no podía permanecer junto al hombre que amaba. En muchas ocasiones me sentía tentada de coger el teléfono y volver a oír su voz, o de presentarme en Whiterlande para no marcharme jamás de ese pequeño y molesto pueblo que finalmente me había robado el corazón... pero luego desistía de mis impulsivas ideas, consciente de que Pedro no me permitiría quedarme a su lado hasta que decidiera que yo nunca me arrepentiría de esa decisión.
En otros momentos simplemente me deprimía pensando que él me habría olvidado con facilidad y que, seguramente, en esos instantes estaría disfrutando de su alegre vida de soltero en brazos de alguna de las pegajosas mujeres que tanto lo perseguían allí. ¿Cuánto tiempo sería suficiente para que Pedro se diera cuenta de que, a pesar de que todos mis sueños se hubieran cumplido, mi único deseo en esta vida era estar a su lado?
Desde mi nuevo y lujoso despacho, enterrada entre los archivos de un nuevo caso, no podía alejarlo de mi mente. Así que, enfadada con ese hombre y su estúpida idea de alejarme de su lado, decidí anotar en mi agenda electrónica una fecha, dándole a ese obtuso de Pedro un plazo de tiempo para que viniera en mi busca. Si para cuando finalizara ese plazo él no había decidido venir a por mí, sería yo quien iría a su encuentro, para demostrarle que en esta vida él era lo único que me importaba.
Más animada tras adoptar esa resolución, seguí inmersa en mi trabajo ignorando una vez más las llamadas de mi adorable tía, que aún intentaba alejarme de Pedro presentándome a un sinfín de solteros y haciéndome asistir a innumerables y prestigiosos eventos en su nombre con la esperanza de que conociera a algún hombre que me hiciera olvidar a mi veterinario.
Por lo visto, la fama y el éxito atraían a innumerables individuos bastante inadecuados: muestra de ello era el impresentable de Manuel, que todavía intentaba hacerme creer que él era el hombre de mi vida. Pero yo no estaba dispuesta a caer tan fácilmente como antes en esas estúpidas mentiras. Después de todo, yo ya había conocido a ese hombre y, aunque por el momento estuviéramos separados, estaba más que decidida a ir a por él con todas las armas de las que una Chaves era capaz de usar.
De repente, una llamada telefónica interrumpió mis pensamientos. Como eran las cinco, no tuve dudas de que se trataba de un peludo sarnoso que de nuevo reclamaba su cuota diaria de atención.
Definitivamente, no marcharme de casa de tía Mirta había sido un gran error. Por ello estaba decidida a mudarme a un lugar bien alejado de esos dos personajes que siempre se entrometían en mi vida...
Así transcurría mi apasionante día a día: sumergida en el trabajo, rodeada de moscones y con las insistentes llamadas de un baboso enamorado.
—¡Qué más se puede pedir! —declaré irónicamente atendiendo esa insistente llamada que no cesaría hasta que Henry escuchara mi voz. Y, mientras ignoraba los gruñidos de Henry, miré pensativamente la fecha que había señalado rogando porque Pedro no tardase mucho en venir en mi busca, o definitivamente sería yo la que iría a por él.
CAPITULO 105
Ese día Paula se había levantado decidida a escuchar finalmente las palabras de Pedro.
Éste se empeñaba en tratar de explicar las dudas que tenía acerca de una relación que ya se había acabado... pero, aunque había intentado evitarlas con insistencia, Paula sentía que, si no escuchaba lo que ese hombre tenía que decirle, entre ellos siempre quedaría un vacío y una pregunta sin respuesta.
Todo había pasado tan rápido esa mañana que Paula no tuvo tiempo de verlo, ni mucho menos de hacer una llamada para quedar con él. Su tía se había levantado bastante enfadada por la trastada que esos niños habían llevado a cabo con Henry y, pese a que el perro no hubiera sufrido daño alguno, una partida que estaba prevista para las seis de la tarde se había adelantado a esa misma mañana, después del desayuno.
Así que Paula había estado muy ocupada organizándolo todo y gestionando que la nueva casa quedara debidamente cerrada y cuidada mientras ningún Chaves hiciera acto de presencia en aquel lugar.
Después de escuchar los gruñidos de desagrado que tanto tía Mirta como ese chucho dirigían a ese recóndito pueblo, Paula dudó de que alguno de ellos se decidiera a volver a poner un pie en él por muchos años que pasaran. Pero ella, a pesar de lo mucho que había protestado y gritado, a pesar de las faenas que habían perpetrado contra ella los habitantes del lugar, al pensar en la posibilidad de marcharse sin volver su vista atrás, no dejó de rememorar los buenos momentos que había vivido allí, todos ellos gracias a una única persona: Pedro Alfonso.
Éste no era un hombre fácil de olvidar y, pese a las palabras que Pedro le había dirigido, alejándola así de su lado, ella no quería borrarlo de su mente por mucho que le doliera, porque él había sido el único hombre al que había amado de verdad.
La mañana pasó tan rápidamente que, cuando quiso darse cuenta, Paula ya estaba en el interior de la enorme limusina junto a tía Mirta y ese chucho lastimero que no cesaba en sus quejas. Mientras su tía y Hector ultimaban algunos negocios que se habían mantenido parados por su ausencia, Paula no podía dejar de observar a través de los cristales empañados por la leve llovizna cómo, poco a poco, se iban alejando de Whiterlande y, sin poder resistirlo, algunas lágrimas empañaron su rostro por todo lo que dejaba atrás para seguir a sus seres queridos y hacer frente a los deberes que comportaba su digno apellido.
En momentos como ése, Paula pensaba que lo daría todo por no portar ese apellido que tantas responsabilidades conllevaba y tanto la alejaba de su mayor deseo, que no era otro que ese alocado veterinario al que, después de todo, nunca dejaría de amar.
Mientras veía el camino, absorta en sus pensamientos, más de una vez estuvo tentada de llamarlo. Pero sus dedos no tuvieron el valor de contactar con él para decirle... ¿Qué? ¿Que no había cumplido su promesa? ¿Que se marchaba sin oír sus palabras? ¿Que se alejaba de él para siempre?
Paula temía que, si hacía esa llamada, si pronunciaba esas palabras en voz alta, todo sería más real, y la distancia que los separaba se haría aún más grande. Sus manos temblaban, indecisas, cuando el suntuoso coche de tía Mirta se acercó a ese cartel que tanto había odiado cuando llegó a Whiterlande, que realmente no hacía otra cosa que dar la bienvenida a quienes llegaban al pueblo, pero que para Paula ahora sólo hacía más definitiva su marcha.
Sus borrosos ojos estuvieron a punto de no advertir una vaga imagen que, aun después de observarla con atención, parecía una estúpida locura: Pedro Alfonso, con su moto, junto al cartel de entrada al pueblo y portando un ramo de flores un tanto mustio la esperaba a ella, sin importarle el frío que hacía, el agua que lo empapaba o el tiempo que tendría que esperar hasta que ella pasara junto a él. Su rostro mostraba una gran determinación: ese hombre estaba decidido a ser escuchado y ella, finalmente, no podía negarse a oír esas palabras.
—¡Para el coche, Víctor! —gritó Paula de repente y, ante el asombro de tía Mirta, bajó con celeridad de la enorme limusina sin que ésta pudiera hacer nada para detener sus pasos.
Cuando llegó junto a Pedro, no pudo resistir sus ganas de abrazarlo y, mientras él la envolvía en la seguridad de su cuerpo reteniéndola con fuerza junto a sí, como si se resistiera a dejarla marchar, Paula escuchó al fin cada una de las dudas de Pedro y supo que no podría hacer otra cosa que seguir amándolo con más intensidad todavía, ya que sus palabras le demostraban que Pedro nunca había dejado de quererla.
—Mis dudas son muchas, Paula, y no tengo tiempo para exponerlas todas. Pero una de ellas es que dudo sobre si dejarte marchar, porque no sé si te olvidarás de mí tan pronto como cruces esa estrecha línea que separa nuestros caminos. Tal vez te olvides pronto de mi rostro entre tanto glamuroso abogado, o de mis regalos, que nunca serán tan especiales como los que te ofrecerán esos hombres de la ciudad. Puede que desdeñes los momentos que pasamos juntos porque tal vez estés demasiado ocupada con tu nueva vida para recordarlos. Y mis palabras, que nunca son especiales, posiblemente sean relegadas al fondo de tus recuerdos ante los hermosos y elegantes halagos de hombres que saben cómo tratarte y a los que estás acostumbrada desde tu infancia.
»A pesar de todos mis miedos, sé que debo dejarte partir, porque la duda más grande que me perseguiría toda la vida es si no te arrepentirías en algún momento de haberte quedado a mi lado y haber dejado escapar esta oportunidad que ahora se presenta en tu carrera. Por ello te alejo de mí, Paula, pero esto no es una despedida, sino un hasta pronto. No me olvides, como yo nunca podré olvidarte. Y ten presente que un día iré a por ti. — Tras estas palabras, Pedro la besó ardientemente, recordándole lo mucho que la amaba y cuánto la añoraría.
Paula no intentó quedarse junto a él porque sabía que Pedro nunca le permitiría cometer ese error, así que simplemente murmuró un silencioso «Hasta pronto», mientras se alejaba de un hombre al que nunca podría olvidar.
A medida que se distanciaba de él, Paula observó que en el rostro de Pedro las gotas de lluvia se mezclaban con sus lágrimas, permitiéndole expresar abiertamente lo mucho que le dolía dejarla marchar. Ella contempló finalmente a un hombre que sin duda la amaba, y sonrió con desgana ante lo irónico de la situación: cuando al fin había encontrado lo que tanto deseaba, tenía que alejarse de él para no arrepentirse nunca de haber elegido amarlo.
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