lunes, 12 de febrero de 2018

CAPITULO 92





Era sorprendente que una joven tan decidida como Paula Chaves hubiera pasado por algo parecido a lo que le había ocurrido a ella. Podía ser una mentira de esas que a veces contaban los abogados para apoyar a sus clientes, pero en los ojos de Paula pudo percibir un dolor que, aunque había intentado ocultar, ahí estaba, recordándole su pasado.


En unos segundos, habían pasado de estar abrazándose como dos niñas desconsoladas a contarse sus penas. 


Mientras Lorena había elegido casarse con ese bruto por su cuenta a pesar de que conocía parte de su carácter, Paula había pasado de tener una hermosa familia a ser tratada como basura por los parientes que debían hacerse cargo de ella.


Después de que Paula le contara cómo su tía Mirta se había enfrentado a todos para obtener su custodia con todo su dinero y poder, y todo lo que esa anciana había logrado a lo largo de los años defendiendo a las mujeres en los tribunales,


Lorena se había tranquilizado un poco. Y, aunque sabía que no estaba a salvo de las garras de su marido, sí tenía claro que, indudablemente, esas mujeres serían para ella la mejor opción.


—¿Qué te inquieta? —quiso saber Paula, tratando de calmar todos sus miedos, algo que nunca podría lograr por mucho que lo intentara.


—Ese hombre de la cicatriz. Es muy grande y fuerte... y puede ser muy violento en alguna ocasión. Ayer cogió al intruso y luchó con él delante de mí... Creo que se le escapó cuando vio cómo lo miraba yo... aterrorizada...


—¿Víctor? Tranquila, Lorena, es el hombre más dulce y templado que conozco. Le encantan los gatitos y su hobby, no te rías, es hacer croché —le confesó, dejándola asombrada.


—Pero su cicatriz... —apuntó Lorena, sin creer la ridícula revelación de Paula.


—La tiene desde pequeño. Mi tía lo acogió con apenas diez años porque era el nieto de Mortimer, un agradable empleado y amigo de mi difunto tío. Víctor vivió con su abuelo hasta hace unos años, cuando éste murió. Entonces tía Mirta le ofreció un empleo que no pudo rechazar. En cuanto a la cicatriz... eso es algo sobre lo que quizá debas ser tú quien le pregunte, creo que se la hizo su padre, pero nunca me atreví a remover su pasado porque sus ojos, al igual que los míos, se llenan de tristeza. »En cuanto al trabajo que desempeña Víctor para mi tía, es muy simple: además de ser su chófer personal, él es el hombre que se encarga de asegurar la protección de cada una de las mujeres que hay en nuestra asociación. No te impondré su presencia, pero deberías tener en cuenta que Víctor sería el último hombre en el mundo que se atrevería a dañar a una mujer.


Después de estas palabras, Paula se marchó, dejando a Lorena nuevamente a solas con sus pensamientos. Mientras ella se columpiaba intentando recordar los días felices, esos en los que no había conocido a su marido o la desesperación del miedo, oyó tras de sí unas pisadas y, al volverse, vio a un hombre de aspecto muy intimidante que se acercaba a ella.


Lorena se encogió en su lugar, temerosa de alguien como él y de la terrible marca en su rostro.


Lo observó un tanto reticente desde su sitio.


Cuando él se halló finalmente junto a ella, miró el columpio que estaba a su lado sin saber qué hacer con él, ya que su enorme cuerpo sin duda no cabría en ese minúsculo espacio por mucho que lo intentara.


Pero, ante el asombro de Lorena, ese hombre lo intentó de decenas de maneras diferentes. Cuando cayó cómicamente al suelo, Lorena no pudo resistirse a reír con estruendosas carcajadas.


Entonces recordó que la risa estaba prohibida y se calló, tapándose la boca, a la espera de los gritos, la desesperación y el miedo.


Y esperó y esperó, y... ante la confusión de lo que era normal para ella, Lorena volvió su cara y encontró al hombre más atemorizante de todos cuantos había conocido en su vida aún tumbado en el suelo, sonriéndole como un niño pequeño ante un regalo nuevo.


—Me gusta tu sonrisa —dijo Víctor, sin moverse de su ridícula posición.


Y ante el asombro de todo lo que era nuevo para ella, Lorena dejó de cubrir su sonrisa y miró más de cerca esa cara que ya no era tan aterradora.


Luego, por impulso o tal vez por curiosidad, acarició su fea cicatriz.


—¿Te dolió? —preguntó Lorena, sin esperar recibir una respuesta.


—Como mil demonios... pero sanó. Como algún día harás tú —declaró Víctor con ternura mientras rozaba con su rostro la dulce mano que lo tocaba. Lorena se apartó rápidamente sin creerse lo que había tenido el atrevimiento de hacer.


Víctor abrió los ojos cuando las caricias cesaron y la miró con la pasión de un hombre enamorado.


—Quiero que sepas que me gustas, Lorena, pero nunca te retendré o te haré daño. Sólo tomaré lo que tú quieras darme, y cuando estés plenamente preparada.


—Yo... yo... estoy casada —dijo Lorena, sujetando contra su pecho la audaz mano con la que había tocado a ese hombre mientras lo miraba aterrada, sin saber qué hacer ante esa situación.


—Eso es algo que muy pronto remediaremos —contestó Víctor despreocupadamente, acabando con su máxima objeción.


—Tengo miedo... —confesó Lorena.


—¿De mí o de tu situación?


—De ambos.


—Entonces eso nos llevará algún tiempo, pero, sin duda alguna, lo solucionaremos —declaró alegremente el seducido sujeto, y Lorena, después de ver su determinación y su hermosa sonrisa que cada vez le parecía más atractiva, hizo lo único que podía hacer una confusa y asustada mujer en esos momentos: correr hacia la seguridad de su habitación y encerrarse en ella.


Lorena no oyó airados gritos o aterradoras amenazas que afirmaran su cobardía. Desde su habitación, únicamente oyó las risas joviales de dos hombres que se dirigían leves reproches, lo que le hizo esbozar una pequeña sonrisa.



CAPITULO 91





—¿Por qué no estás fuera? —preguntó Víctor a Pedro mientras observaba como éste no alejaba sus ojos de Paula ni un solo momento.


—Necesitan estar solas —contestó seriamente el hombre que hasta hacía poco sólo había mostrado a todos sus estúpidas sonrisas.


Víctor, que en un principio lo había catalogado como «otro idiota igual al anterior que había pasado por la vida de Paula», ahora no sabía cómo clasificarlo. A decir verdad, cuando lo conoció ganó algún que otro punto ante él por golpear a ese idiota de Manuel Talred. Luego los perdió todos al abrir su enorme bocaza e insultar a los Chaves, aunque en esos momentos él no sabía que lo estaba viendo y tenía entre sus manos un caro libro de adiestramiento canino mientras se peleaba con ese perro que en algunos momentos podía llegar a volver loco a un santo. Parecía que ese tipo era serio en lo que se refería a su amiga.


En verdad, en esos instantes tenía toda la apariencia de un hombre enamorado.


—¿Y por qué no estás tú allí fuera, consolando a Lorena? —preguntó Pedro, interesado, mientras miraba suspicazmente a ese rudo hombre que, como él, nada podía hacer para ocultar sus sentimientos.


—Ése no es mi trabajo —respondió secamente Víctor, sin poder apartar sus ojos de la tierna escena que se desarrollaba fuera, deseando ser él mismo el consuelo de esa tierna muchacha que tanto lo temía.


Pedro bufó despectivamente ante sus palabras.


Luego volvió a llenar el incómodo silencio con una historia.


—Yo tenía una clienta que odiaba a los perros porque de pequeña uno le había mordido. Años más tarde, heredó de un tío suyo un perro descomunal, un dogo argentino. Prácticamente son tan grandes como un potrillo. Cuando ella quiso sacrificarlo, le fui dando largas y excusas, haciendo que conviviera con ese animal durante un mes. Tras ese tiempo, nadie pudo separarla nunca de ese noble ejemplar.


—¿Para qué narices me cuentas esa estupidez? —gritó Víctor, enfurecido con el tonto relato de ese necio veterinario.


—Si no te conoce, te seguirá teniendo miedo —indicó Pedro, señalando a la mujer que era su más grande anhelo desde que la conoció.


—Tú no lo comprendes... Lo tuyo es más fácil... Tú...


—Sí, es verdad, yo sólo tengo un exnovio estúpido que cada dos por tres intenta meterse en medio, una vieja loca que cree que voy tras el dinero de su sobrina, un perro que me odia y una mujer que se niega a decirme que me quiere —ironizó Pedro, haciéndole olvidar sus excusas y enfrentarse finalmente a su cobardía.


—¿Quieres una cerveza? —ofreció Víctor, resignado a tratar con ese alocado personaje que, después de todo, no daba tan malos consejos.


—¡Ya era hora de que alguien me ofreciera una bebida decente en esta casa! —Pedro sonrió, aceptando de buen grado la invitación que se le hacía.


Víctor se sentó junto a él sin saber aún si era un idiota redomado, un genio oculto, un diamante en bruto o, simplemente, un loco enamorado.


«Algo que todos los hombres llegan a ser en alguna ocasión», pensó Víctor mientras brindaba por la mujer que le había hecho darse cuenta de que al fin había llegado su hora de experimentar ese estúpido sentimiento que algunos llamaban «amor».


CAPITULO 90




Me adentré en la casa sin tener la seguridad de que fuese una buena idea el dejar a solas a esos dos sobreprotectores personajes discutiendo sobre lo que era mejor para mí, cuando ni siquiera yo lo sabía. Me había enamorado con locura de un hombre algo atolondrado que, aunque en algunos aspectos era parecido a la persona que tanto daño me había hecho, en otros siempre sería distinto, porque nadie se podía comparar a Pedro Alfonso.


Pedro era un embaucador nato que sabía tratar con todo tipo de personas quedando siempre bien bajo el perfil de una falsa sonrisa, pero también era un loco desordenado y desastroso que a veces no sabía dónde tenía la cabeza y, en la mayoría de ocasiones, su bocaza hablaba sin detenerse a considerar las consecuencias.


A pesar de todos sus defectos, lo que más me gustaba de él era la sinceridad con la que hablaba, la sonrisa que siempre intentaba hacer emerger de mi rostro cuando algo me preocupaba, y, pese a que sus palabras muchas veces carecieran de tacto alguno, siempre sabía qué decir en el instante en el que más lo necesitaba.


La noche anterior, sin ir más lejos... Me había hecho enfrentarme a mis miedos y hacer que me percatase de que era una idiota y que simplemente me había escondido en el pasado para no seguir adelante con mi vida. Tras escuchar sus palabras, confesándome nuevamente que me amaba, no pude resistirme más a él y le demostré cuánto lo amaba yo, con cada milímetro de mi cuerpo.


Ahora sólo me faltaba decírselo con esas palabras de las que tanto había recelado yo en los últimos años, pero que de nuevo pugnaban por querer salir de mis labios para gritar al mundo entero que me había vuelto a enamorar, y que esta vez el hombre al que había decidido entregar mi corazón, sin duda, lo merecía.


Caminé decidida hacia donde mi tía me había indicado que se hallaba Lorena. Desde la puerta trasera de la casa la vi meciéndose desconsoladamente en el viejo columpio de ese hogar. Algo alejado, Víctor observaba la melancolía de esa delicada mujer, pero no se acercaba a ella porque, sin duda, sus dos metros de altura, su ruda apariencia y la fea cicatriz que mostraba su rostro la asustarían más aún de lo que ya estaba. Víctor alzó su mano, como queriendo tocar a Lorena desde la lejanía. Luego simplemente cerró su puño como si no mereciera hacerlo y lo bajó airadamente, decidido a olvidarse de esa irracional idea.


Cuando pasé junto a ese hombre al que conocía desde hacía muchos años y al que siempre había admirado, él se alejó algo avergonzado por haber sido descubierto y, como siempre hacía, habló con las sabias palabras de un anciano a pesar de tener sólo unos seis años más que yo.


—El intruso era su marido. Lo derribé, pero logró escapar. Ahora mismo está atemorizada, tanto por lo que su marido le pueda llegar a hacer en un futuro como por lo violento que me mostré delante de ella.


—¿Te tiene miedo? —pregunté, extrañada de que Lorena temiera las acciones del hombre que la había salvado.


—¿Quién no me teme, Paula? —replicó Víctor con una irónica sonrisa mostrándome su cicatriz.


—Yo —contesté decidida, sin vacilar en ningún momento.


—Creo que los Chaves sois la excepción. Por eso me gustáis tanto —contestó Víctor, revelándome una falsa sonrisa que intentaba ocultar sus verdaderas preocupaciones mientras se dirigía al interior de la casa, desde donde, para nuestra tranquilidad, o tal vez la suya, no dejaría de vigilarnos.


Me senté en el otro columpio y me balanceé descuidadamente sin saber qué decirle a Lorena
para infundirle valor. Podría intentar convencerla de que todo saldría bien, pero eso no era cierto.


En un caso en el que teníamos tantas cosas en contra, seguro que aparecería algún que otro problema que nos volvería locos. Podría asegurarle que con nosotros estaría siempre a salvo, pero la verdad era que la noche anterior no pudimos impedir que ese intruso invadiera nuestro hogar. Nada de lo que yo le dijera le extirparía su miedo constante, así que simplemente le dije la verdad.


Por primera vez en muchos años, hablé de un período de mi vida que siempre había querido olvidar, pero cuyas pesadillas aún me perseguían.


Miré a la distancia recordando el dolor del pasado y hablé libremente de todo ello, diciéndole adiós a una parte de mi maltrecha alma.


—Sé lo que es tener miedo constante a hacer algo mal, sé lo que es dudar de ti misma porque nunca hagas nada bien y sé lo que es temer estar lejos de la persona que alza la mano contra ti por si la siguiente vez lo hace con más fuerza que la anterior.
»Antes de ser un miembro de la familia Chaves, antes de tener el poder para evitar que nadie pudiera dañarme, mis familiares se divertían mucho asegurándome lo poco que valía, tanto con sus palabras como con sus golpes. Solamente te puedo decir una cosa: al lado de los Chaves tendrás más posibilidades de salir del infierno que estando tú sola. Y, si decides volver con él, la próxima vez que levante su mano puede ser la última para ti. —Tras estas palabras, levanté mis ojos hacia su triste mirada y ella se abrazó mientras me confesaba:
—Tengo miedo.


—Yo también lo tuve —contesté. Y mientras permitía que ella me abrazara desahogando sus lágrimas, yo también dejé salir algunas al recordar mi pasado.


Cuando volví mi rostro hacia la casa, vi a Pedro de pie junto a la puerta. Supe que había escuchado cada una de mis palabras en el momento en el que su mirada me observó con anhelo y sus brazos se cruzaron sobre su pecho, un gesto que hacía cuando quería abrazarme con fuerza para protegerme entre sus brazos y yo no se lo permitía.


Mis ojos lo miraron, ansiando su cariño, y en un susurro le rogué:
—Más tarde.


Él, como siempre hacía, comprendió lo que necesitaba en esos momentos y me dejó a solas consolando el dolor de esa chica que tanto me recordaba al que una vez fue el mío.