domingo, 21 de enero de 2018
CAPITULO 63
Descansaba mi dolorido cuerpo bajo la cálida ducha aún rememorando en mi mente cada una de las licenciosas caricias de mi amante. No podía evitar sonrojarme ante el recuerdo de cómo sus labios y su lengua habían devorado cada parte de mi cuerpo. Pedro era el único hombre que me hacía experimentar algo nuevo con cada una de sus caricias.
Pensé por unos momentos en lo diferentes que eran Pedro y el tipo que ya formaba parte de mi pasado: mientras que entre Manuel y yo siempre parecía faltar algo a pesar del impecable porvenir que se nos presentaba al compartir el mismo entorno y tener las mismas ambiciones de futuro, entre Pedro y yo todo era perfecto.
Y eso que no nos parecíamos en nada: él era irritante, en ocasiones se comportaba como un niño pequeño y su seriedad era altamente cuestionable. Pero, a pesar de todo, siempre me hacía reír en los peores momentos y era una persona sincera, algo que definitivamente en mi mundo escaseaba.
No podía evitar disfrutar como una cría con cada una de las estúpidas peleas que mantenía Pedro con Henry, ese altanero perro mimado, ni enfadarme cuando aireaba descaradamente detalles de nuestra relación ante todos, declarándome como suya sin importarle mucho mis protestas.
A veces era un bocazas sin cuidado, que hablaba antes de pensar, y en otras ocasiones era un hombre irresistible cuando sus sinceros ojos no podían evitar decir la verdad, aunque ése no fuera el momento adecuado para ello.
Pedro era un hombre «que no debería dejar escapar», según todas las viejas cotillas de Whiterlande y sus impertinentes consejos sobre cómo llevar mi vida amorosa. Era un hombre «pecaminoso», según las fastidiosas solteras del pueblo que se pegaban a él. Era un hombre al que yo aún no sabía cómo describir, aunque en ocasiones el calificativo de «mío» merodeaba por mi cabeza y en más de un instante había tenido ganas de gritarlo a los cuatro vientos.
Pero me resistía a hacerlo.
Había tantas cosas que nos separaban, que la inseguridad se adueñaba de mí cuando él intentaba decirme esas palabras de amor que toda mujer añora... pero, a pesar de mi insistencia por dejar de lado ese tema tan cuestionable como era el amor, sus penetrantes ojos siempre me miraban confesándome todos los sentimientos que yo intentaba acallar en sus labios.
Poco a poco me fui rindiendo a él y olvidando todo el dolor de un enamoramiento pasado que, comparado con ese fuerte sentimiento que me invadía, tan sólo había sido un capricho juvenil.
Hacía unos años me habría hundido ante el recuerdo de un hombre que había representado todos mis sueños para darse a conocer como una farsa. Ahora su recuerdo me era indiferente, ya no me dolía, y su imagen lentamente se iba borrando de mi mente.
En verdad desconocía cómo reaccionaría si viera a Manuel de nuevo delante de mí, sólo tenía claro que Pedro, con sus constantes muestras de amor, estaba haciendo que se desvaneciera el dolor de mi alma y me hacía recordar el pasado con la leve idea de que simplemente fui una idiota más entre muchas otras que creen en los hombres tan falsos como Manuel.
Cerré los ojos bajo los cálidos chorros de agua que despejaban mi mente de todos los malos recuerdos del pasado hasta que unas atrevidas manos me hicieron olvidarme de todo. Unos poderosos brazos me atrajeron hacia un fuerte y conocido cuerpo que siempre me acogía.
Apenas había espacio alguno entre nosotros: su varonil pecho unido a mi espalda, su erecto miembro rozando mi trasero y sus labios posados en mi cuello marcándome como suya con sus ardientes besos.
Una de sus manos acarició mis senos, pellizcando con atrevimiento mis pezones, mientras la otra descendía con lentitud por toda mi anatomía hasta dar con mi zona más íntima. Mi cuerpo esperaba expectante la deliciosa tortura de sus manos cuando, ante mi sorpresa, Pedro desprendió la ducha de masajes de su soporte y la dirigió hacia mi lugar más sensible mientras me mantenía apoyada sobre su duro pecho y me exigía mantenerme abierta ante el placer de ese inquietante chorro de agua que me hacía estremecer a cada instante.
Su otra mano siguió torturando mis pechos y sus labios se dedicaron a darme suaves besos en el cuello, aumentando mi excitación cuando describía en mi oído todo lo que deseaba hacerme en esos instantes.
Cuando volví mi rostro en busca de uno de sus besos para acallar los gemidos que escapaban a mi control, Pedro me sonrió pícaramente antes de aumentar la presión de la ducha y abrirme más a ese placer.
Me rendí ante un arrollador orgasmo cuando finalmente sus dedos penetraron en mí, moviéndose sin piedad ante mis gritos de goce.
Cuando me derrumbé, exhausta, sobre el cuerpo que siempre me sostenía, él me besó con dulzura en la frente y me indicó que recogiera la ducha que había quedado olvidada en el suelo de ese erótico lugar. Al agacharme ingenuamente para recoger ese inusual instrumento de tortura, Pedro colocó mis manos sobre la mampara llena de vaho y besó mi nuca antes de introducirse en mi interior de una dura embestida, reclamando el placer que había pospuesto hasta ese momento. Sus manos volvieron a juguetear con mi cuerpo y su lengua lamió cada una de las gotas de agua de mi espalda.
Esta vez llegamos juntos al orgasmo y yo no pude evitar gritar el nombre del único hombre que conseguía volverme loca.
Finalmente, fue él quien me ayudó a lavar mi extenuado cuerpo después de esa relajante ducha que me había hecho olvidar todas mis dudas, ya que ahora sólo podía pensar en Pedro y en que, a partir de ese instante, las cálidas duchas ya no volverían a relajarme nunca más, sino a excitarme con alguno de esos pecaminosos recuerdos que él había grabado en mi mente.
Con una satisfecha sonrisa, pensé en las posesivas palabras que había oído confesar a Pedro mientras yo fingía dormir unos minutos antes y, al parecer, no podía negar que éstas comenzaban a acercarse a la realidad: yo empezaba a ser suya y de nadie más. Mi alma lo sabía, mi cuerpo no podía negarlo en ningún momento. Ahora sólo faltaba que mi cobarde corazón reconociera esa simple verdad ante todos, aunque eso tal vez llevaría un poco más de tiempo, ya que apenas comenzaba a recomponerse y temía volver a errar ante ese gran desconocido que es el amor.
CAPITULO 62
Finalmente, después de que el chucho sarnoso acabara con todo el bacón una hora antes de lo esperado, se adentró corriendo en su nueva casa irritado por la ausencia de su dueña. Henry abrió la puerta desvergonzadamente, empujándola con sus patas delanteras, y penetró en la habitación donde Paula dormía plácidamente entre los brazos de Pedro.
Pedro alzó el rostro, confuso cuando distinguió unos fastidiosos y retadores gruñidos muy próximos a su oído. Se incorporó muy molesto porque las babas de ese engorroso animal mancharan su cara, y se enfrentó a ese chucho con la mirada más fría que podían ofrecer sus hermosos ojos azules.
—¡Tú y yo tenemos que hablar! —señaló muy firme el decidido veterinario, queriendo poner finalmente a Henry en su lugar.
Henry aumentó el volumen de sus amenazas cuando vio cómo Pedro abrazaba gentilmente a Paula, intentando que ésta no despertara de su apacible sueño.
—Tienes que comprender que tú no puedes ser el único macho en su vida —intentó razonar Pedro con el perro, inútilmente—. Yo la quiero, y he decidido quedarme con ella para siempre. Además, yo voy a protegerla y no permitiré que nadie vuelva a hacerle daño jamás.
Henry pasó junto a él con algo de dificultad e, ignorando cada una de sus palabras, se tumbó justo en medio de la manta que los cubría, entre ambos, imponiendo un barrera entre Pedro y su dueña.
Luego se dedicó a gruñir a Pedro con intensa malicia, mientras a Paula simplemente le gemía al oído cada una de sus múltiples protestas por su vil abandono.
Pedro se rindió ante la cabezonería de ese cuadrúpedo y, decidido a alejarlo de Paula para aprovechar al máximo esos momentos con ella, sacrificó su almuerzo dejando un camino de comida hasta la puerta. Henry se resistió todo lo que pudo, pero el sabroso pollo al horno de su madre siempre había sido una tentación para los sentidos, así que, finalmente, Henry cayó ante el delicioso aroma de esa pecaminosa comida y, aun sabiendo que era una trampa, corrió gustoso, devorando cada uno de los trozos de ese delicioso almuerzo. En ese momento, Pedro le dio con la puerta en las narices a ese rencoroso perro sin dejar de advertirle.
—Lo siento, pero ahora Paula es mía.
Para su desgracia, aunque Henry no pudo volver a abrir la puerta después de que Pedro echara el pestillo, sí que fue capaz de aullar como un desquiciado mientras no cesaba de arañar el imperturbable obstáculo que Pedro había puesto entre él y su dueña.
—¡Cállate ya, saco de pulgas! —refunfuñó Paula, molesta con su incómodo despertar hasta que unos dulces besos de ensueño recorrieron su cuello hasta llegar a sus labios.
—Buenos días, princesa —saludó alegremente un desnudo adonis rubio sin avergonzarse demasiado al mostrar su cuerpo sin tapujo alguno.
—Buenos días —contestó tímidamente Paula, incorporándose del duro suelo con sus mejillas enrojecidas al recordar todos los pecaminosos juegos de los que habían disfrutado.
—Lo siento, princesa, pero no pude evitar los lamentos de tu enamorado canino. Por suerte pude desterrarlo de esta habitación, pero he tenido que sacrificar nuestro almuerzo, así que será mejor que nos vistamos y te invite a comer. Elige, que invito yo, por lo que tenemos una gran variedad de restaurantes para elegir —anunció burlonamente Pedro mientras se tumbaba despreocupadamente en el suelo colocando sus manos detrás de su cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Y cuáles son las opciones? — bromeó Paula, siguiendo la indiferente manera que tenía Pedro de llevar cada uno de sus problemas.
—Pues verás: puedes elegir entre el Burguerpollo o Luigiʼs. Los dos son restaurantes de gran prestigio en el pueblo, y tengo que señalarte que cada uno tiene una estrella Michelin.
—¿En serio? —preguntó Paula, confusa por no haber oído nunca hablar de esos ilustres lugares que disfrutaban, según Pedro, de una alta opinión entre los restauradores de todo el mundo.
—Sí: tenemos al orondo Brutus, del Burger, y a Conney, de Luigi’s. Ambos son dos estrellas del pueblo, famosos por arramblar con todo lo que se les pone por delante y por sus grasientos michelines —se burló Pedro, consiguiendo una molesta mirada de la suspicaz abogada.
—Tus bromas apestan, Pedro—lo reprendió Paula mientras se dirigía altaneramente hacia el baño del que disponía esa habitación, con la manta liada en su cuerpo como si de la toga de un gran emperador se tratase. Pedro decidió concederle unos minutos antes de reunirse con ella bajo el agua de la ducha para comenzar con alguno de sus atrevidos juegos que, sin duda, la escandalizarían de nuevo.
Antes de decidirse a interrumpir a la sirena que cantaba como un pato mojado bajo el agua, pero que tenía un cuerpo de diosa, Pedro se apiadó del chucho sarnoso que se quejaba desconsoladamente junto a la puerta y abrió antes de que sus pezuñas acabaran con los relieves de la puerta de roble y su padre exigiera su cabeza.
Henry entró dignamente en la habitación fulminándolo con su agria mirada perruna y, sin más, se tumbó en el suelo junto a la puerta del baño. Pedro simplemente pasó por encima y cerró una nueva puerta en sus narices, haciéndole saber que su intelecto siempre sería superior al de un simple chucho malcriado.
Si a Pedro le extrañó que ese animal no los atosigara nuevamente con sus quejas y exigencias junto a la puerta del baño, poco pensó en ello, ya que tenía mejores cosas que hacer. La principal de ellas, enseñar a una arisca gatita cómo de divertido podía ser jugar bajo el agua.
CAPITULO 61
Cuando Paula llegó a la siguiente propiedad de la lista, halló ante sí una bonita y apartada casa.
Estaba un poco alejada del pueblo, y tenía una hermosa fachada de un estilo clásico que se adecuaba con el entorno que lo rodeaba, haciéndola parecer parte de éste. La naturaleza viva de los árboles que crecían junto a ella era perfecta, ya que parecía que éstos daban la bienvenida a ese hogar, convirtiéndolos en una parte más de ese maravilloso paisaje de ensueño.
A Paula le encantó ese lugar escondido al que le gustaría nombrar como suyo, pero Henry, el quisquilloso Henry... Ésa era otra historia que todavía estaba por verse.
Cuando Paula le abrió la puerta al chucho, éste salió disparado hacia el exterior. En un principio parecía que ese sitio iba a ser la excepción, como Pedro había señalado. Ella siguió con algo de dificultad a ese baboso por los alrededores de la casa hasta que Henry dio al fin con una enorme caseta para perros que parecía una pequeña imitación de la mansión. Henry la ignoró y se adentró como un rayo por el jardín.
Paula, viendo la gran aceptación que tenía esa propiedad por parte del molesto saco de pulgas, entró en la casa para ver las instalaciones y planificar las posibles reformas que se deberían realizar para que Henry viviera allí de acuerdo con los gustos de su tía.
En cuanto entró por la puerta de esa pequeña mansión, Paula supo que Pedro nuevamente había hecho uno de sus movimientos para que ella cayera bajo su embrujo. Dudó si aceptar la abierta invitación que éste le hacía descaradamente para que ella se arrojara de nuevo a sus brazos, luego vio que el camino de bombones que la dirigían hacia la planta de arriba estaba formado por algunas de sus delicias favoritas, así que se dejó engatusar una vez más por ese hombre y caminó despacio, recogiendo a su paso cada una de las tentaciones de chocolate con las que Pedro osaba sobornarla para que se adentrara en lo desconocido de esos inmaduros juegos de amor.
El dulce recorrido de bombones la condujo hasta una de las habitaciones del segundo piso. En ella, el atrevido conquistador había colocado sobre la moqueta de la vacía habitación un pequeño mantel y sobre éste había dispuesto un pequeño almuerzo como si de una comida campestre se tratase. Y allí, junto a esa tentadora muestra de paz, el hombre que era culpable de todas sus locuras la esperaba de rodillas y con una copa de vino en las manos como si en verdad ella fuera una princesa, y él, un simple vasallo.
—¿Me perdonas, princesa? —preguntó pícaramente Pedro mientras cogía una de sus manos.
—Me lo pensaré —contestó juguetona Paula, cediendo ante la impulsiva muestra de amor de ese hombre y dejándose arrastrar una vez más a sus brazos.
Pedro hizo que Paula cayera sobre su regazo y se dispuso a alimentarla en un tentador juego de caricias y pecaminosos bocados en el que esperaba hacerla olvidarse de todo y ceder al fin a la salvaje locura que se producía entre ellos cuando sus cuerpos cedían a la lujuria.
Paula sonrió ante el atrevimiento de Pedro: nada de restaurantes caros o aburridas citas rodeados de la decadencia y el lujo de un ostentoso lugar que tan sólo la hastiaba. Con él parecía que todo era siempre distinto, nuevo e inesperado.
—Pensé en invitarte a un restaurante carísimo para almorzar, pero, como mi presupuesto en estos momentos es más bien escaso, decidí arramblar con el contenido del frigorífico de mi madre y prepararte este pequeño almuerzo —explicó despreocupadamente Pedro mientras introducía una uva en la boca de Paula.
Ella, alegre ante la inesperada sorpresa que le demostraba una vez más que ese hombre no era como los demás, no pudo resistirse a morder levemente uno de esos dedos sin poder evitar limpiar con su lengua el jugo de uva que se derramaba por él.
—Paula, he preparado esto para poder hablar seriamente contigo y... —intentó explicarse Pedro mientras ella mordía sugerentemente una fresa —. Y... para poder disculparme debidamente contigo por todo, y... y... ¡Eso es algo que no puedo hacer si no dejas de chupar de esa manera esa maldita fresa con la que me estás volviendo loco! —se quejó Pedro tremendamente excitado después de ver cómo esa mujer era capaz de degustar la más insulsa comida como si de un pecaminoso manjar se tratase.
—Es que las fresas con nata me encantan — declaró despreocupadamente Paula mientras mojaba una nueva fresa en el bol de nata y la lamía obscenamente, deleitándose con su sabor.
—Bueno, como te iba diciendo, creo que estoy preparado para mantener una relación seria y estoy seguro de que tú...
—¡Humm! Estas fresas me vuelven loca, y la nata es exquisita... —comentó sensualmente Paula mientras gemía de placer ante el sabor de su manjar favorito.
—De que tú eres la mujer... —Pedro trató de continuar con su confesión, algo que definitivamente no pudo hacer cuando un poco de la jugosa nata que Paula degustaba con tanto placer cayó en su escote, haciendo que su mirada se fijase en la nueva y seductora ropa interior de esa atrevida mujer, que no hacía otra cosa que tentarlo continuamente con sus rígidos y austeros trajes que escondían su atrayente cuerpo y su pecaminosa lencería francesa.
—¡A la mierda mi discurso! —exclamó Pedro mientras le daba la vuelta en su regazo y se enfrentaba a su pícara mirada—. ¡Prefiero disculparme con hechos! —concluyó Pedro rindiéndose al libidinoso dulce que representaba esa mujer que tanto amaba.
Pedro hundió su boca entre sus pechos y lamió atrevidamente la nata de su escote. Luego, sin poder detenerse, arrancó esa austera chaqueta del cuerpo de Paula, haciendo que los caros botones saltaran de ese fino traje en su impaciencia por ver de nuevo las seductoras curvas que ella siempre le ocultaba.
Paula no se resistió a sus avances, sino que lo acercó más a su cuerpo sin poder evitar abrazarlo como si él fuera todo lo que necesitaba en esos momentos. Bajo la chaqueta, apenas llevaba una fina blusa de seda blanca que muy pronto fue descartada de su cuerpo por unas fuertes manos que sólo buscaban su placer.
El fino y atrayente sujetador de encaje fue arrancado de su cuerpo con atrevimiento por la ágil boca de Pedro, que no dudó a la hora de desabrochar el cierre delantero con sus juguetones dientes. Las fuertes manos de Pedro retuvieron la cintura de Paula, mientras su lengua adoraba los jugosos senos y se divertía con los gemidos de deseo que Paula dejaba escapar de sus labios al ser devorada por Pedro con la avidez y el deseo del tiempo que tanto los había distanciado.
Lentamente, él fue alzando su rígida falda hasta mostrar la licenciosa ropa interior que tanto lo atraía. La acomodó en su regazo mientras una de sus manos se adentraba en su húmedo interior en busca de la prueba irrefutable de su deseo.
Mientras, Paula sujetaba con fuerza sus hombros a la vez que se movía insinuantemente contra su erguido miembro en busca de un placer conocido.
Pedro no pudo evitar avivar aún más el deseo de Paula con su ávida lengua y sus traviesos dientes al juguetear con sus erectos y tentadores pezones, que lo retaban sin cesar al moverse solícitamente junto a su rostro cada vez que Paula efectuaba uno de sus insinuantes movimientos en los que se rozaba contra su erguido miembro, aumentando su necesidad.
Finalmente, Paula se rindió al placer cuando uno de los dedos de su amante se introdujo en su interior a la vez que sus senos eran mordidos lujuriosamente, y su clítoris, agasajado con los roces del miembro de Pedro.
Éste la retuvo junto a él mientras ella gritaba su nombre en medio del éxtasis y, cuando su cuerpo descansó lánguido sobre el de su amante, Pedro le dedicó una pícara sonrisa poco antes de empezar a torturarla, guiado por el hambre de los días transcurridos en los que sus cuerpos habían olvidado cómo era el dulce sabor de las caricias.
Pedro la despojó lentamente de cada una de las prendas que continuaban ocultando algunas partes de su cuerpo. Luego la tumbó junto a los manjares como si de una tentadora vianda más se tratase y le dirigió una ladina mirada mientras del bolsillo de su pantalón sacaba un inusitado pañuelo negro.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Paula, algo confusa cuando él tapó sus ojos, cegándola por completo y agudizando sus otros sentidos.
—Enseñarte lo divertido que puede ser jugar, princesa —susurró tentadoramente a su oído mientras alzaba sus brazos por encima de su cabeza.
—Yo no juego. Eso no es para mí —negó Paula con la cabeza, recordando algo irritada cómo la había traicionado su exprometido retozando vilmente con su amiga, asegurándole en el proceso que todo había sido por culpa suya y de su aburrida vida sexual.
—No me gusta que pienses en otro mientras estás conmigo... —advirtió Pedro, mientras la hacía olvidarse de todo al reprenderla con un leve mordisco en uno de sus pezones.
—Lo siento —se disculpó Paula, apartando su rostro hacia un lado.
—No, no te alejes de mí —pidió Pedro, arrebatándole un beso con el que reclamaba su rendición—. ¿Sabes, princesa, que en ocasiones se puede vislumbrar claramente en tu rostro cada uno de tus pensamientos? Y ésta es una de ellas. Si no sabes jugar no es culpa tuya, preciosa mía, simplemente se trata de que el compañero que elegiste para ello no era el adecuado. Me complacerá mucho enseñarte cada uno de mis lascivos juegos y ver cuánto puedes aguantar en el proceso. Ahora no te muevas, princesa, o tendré que empezar de nuevo una y otra vez...
—¿A qué te refieres...? —Las palabras de Paula se cortaron de golpe cuando sintió la fría nata siendo esparcida por sus pezones con una helada cuchara de metal. Éstos se irguieron ante la gélida caricia de ese inanimado juguete en el que se había convertido una simple cuchara de postre.
Pedro siguió esparciendo con lentitud ese pecaminoso dulce por todo su cuerpo: rodeó sus pechos y bajó por su cintura hasta llenar su ombligo con él. Luego abrió sus piernas y pasó la helada nata por sus muslos hasta dar levemente con la dulce nata en su húmedo y receptivo interior, algo que la hizo gemir ante el asombro y la impaciencia de que el hombre al que deseaba comenzara a degustar el tentador postre en el que la había convertido. Por último, para coronar su atrevido juego, colocó un pequeño trozo de fresa en precario equilibrio en cada uno de sus pezones y le advirtió juguetonamente:
—Si las fresas se caen, tendré que volver a empezar...
Después, sin darle tiempo a protestar por su perverso juego, comenzó a degustar la nata depositada en el lugar más pecaminoso. Su lengua torturó su clítoris, dedicándose a lamer todo rastro de ese tentador dulce en el que Paula se había convertido. Ella intentó no moverse demasiado ante las malévolas advertencias de Pedro, pero definitivamente fue algo imposible, ya que él utilizó su lengua para devorar todo su cuerpo.
En el momento en que apenas quedaba nata entre sus muslos, la nata del resto de su cuerpo comenzó a derretirse, por lo que Pedro pasó a lamer lentamente su cintura, su ombligo, sus senos..., y para cuando Paula se creía ganadora de ese tentador juego porque las fresas seguían en su lugar, Pedro la hizo moverse de la manera más ruin,
ya que, mientras descendía nuevamente por su cuerpo, introdujo uno de sus dedos en su interior a la espera de su ávida lengua, que no tardó en aumentar el deseo de Paula.
Cuando la juguetona lengua de Pedro agasajó sin piedad su
clítoris en busca de su rendición, otro de sus dedos invadió su feminidad, marcando un ritmo avasallador que la hizo convulsionarse hasta el éxtasis, poseída por el placer más exquisito.
Antes de que su cuerpo terminara de ceder al placer, Pedro se adentró en ella de una fuerte embestida, llevándola a un nuevo orgasmo con sus fuertes y poderosas arremetidas que la declaraban como suya.
Pedro le demostró con todo su cuerpo cada una de las palabras que ella no le permitía pronunciar y, mientras ambos se rendían nuevamente al placer, él cogió sus manos entre las suyas por encima de su cabeza no sin antes quitarle la venda de los ojos para que pudiera ver la única realidad que ella siempre intentaba evitar: que él era el único hombre que habría para ella.
—¡Sólo yo, princesa! —reclamó Pedro, tras ver cómo lo observaban sus confusos ojos.
Luego, simplemente la besó declarándola suya con el placer del éxtasis que los envolvió a ambos en un único abrazo.
Cuando Pedro se derrumbó junto a ella mostrándole una de sus sonrisas más pícaras, él no le permitió alejarse y la acogió con fuerza entre sus brazos mientras arropaba sus desnudos cuerpos con una vieja manta.
—Tendríamos que vestirnos antes de que Henry se decida a entrar en la casa y a morderlo todo un tanto enfadado —dijo Paula para alejarse una vez más de sus brazos con vanas excusas.
—No te preocupes: he escondido beicon por todo el jardín. Sin duda alguna, ese chucho tardará un buen rato en encontrar todos y cada uno de mis escondrijos. Además, tú y yo todavía tenemos algo pendiente... Después de todo, las fresas se cayeron, ¿verdad? —preguntó de forma traviesa Pedro, alzándola sobre su desnudo cuerpo.
—Pero...
Todos los pretextos fueron acallados cuando Pedro se adentró de nuevo en su cuerpo y sus labios reclamaron la dulce caricia de un beso que la hacía olvidarse de todos sus problemas excepto de, posiblemente, el más grande de todos ellos: ese hombre que la volvía loca y que comenzaba a amar con lo poco que le quedaba de su herido corazón. Su mente se llenó de temor al pensar en que Pedro podía, o bien reparar su dolor, o aumentarlo como ningún otro había hecho.
Un temor que muy pronto quedó olvidado bajo el embrujo de sus dulces besos y sus tiernas caricias, que siempre le declaraban su amor de la forma más sincera posible. Tal vez era el momento de escuchar sus francas palabras y abrir nuevamente su corazón; tal vez ya era hora de rendirse ante un nuevo amor, que en esta ocasión parecía ser sincero y carecer del engaño que en una ocasión destruyó todos sus sueños en mil pedazos; tal vez...
Así divagaba Paula, dudando aún de la verdad de ese nuevo amor que parecía arrollar todos y cada uno de sus sentidos.
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