viernes, 12 de enero de 2018
CAPITULO 34
Cuando creí que al fin podría pasar mis días pacíficamente en ese lugar a pesar de las impertinencias de Henry, de las obtusas bromas de Pedro, de las viejas cotillas, de las jóvenes acosadoras y de todos los molestos chismorreos que circulaban sobre mí en ese horrendo pueblo, recibí una llamada que hizo que finalmente me rindiera a la locura.
Todo empezó un pacífico lunes, cuando tuve la maravillosa idea de contestar a una llamada de teléfono a mi móvil procedente de un número desconocido, pensando que quizá fuera mi amorosa tía que había vuelto a perder su obsoleto teléfono y comprado uno nuevo que, como siempre, no sabía utilizar. Así que contesté alegremente con una sonrisa, que no tardó demasiado en borrarse de mi rostro.
—¿Diga?
—Hola, Victoria. Soy yo, Jennifer —me saludó mi examiga.
—¿Qué quieres? —pregunté con brusquedad, recordando repentinamente todo el dolor que me había provocado su traición.
—Iré directa al grano porque sé que no me concederás mucho tiempo: quiero que me perdones, Paula. Quiero que volvamos a ser amigas. Te echo mucho de menos y creo que nuestra amistad nunca debería haberse roto por un hombre.
Ante sus palabras, dudé por unos instantes, parecían tan sinceras, tan arrepentidas... que pensé en perdonarla y, como siempre tras confiar en alguien, volví a quedar como una idiota.
—Creo que tal vez tengas razón. Ya ha pasado bastante tiempo desde nuestras desavenencias y deberíamos pasar página ante aquel lamentable... incidente. Después de todo, Manuel no era para tanto.
— ¡Perfecto! ¡Entonces, ya que las cosas entre nosotras al final se han aclarado, te voy a invitar a mi boda! Me caso dentro de seis meses... con Manuel —me comunicó feliz la muy hija de... Pero me tragué la amargura y contesté con la mayor entereza que pude.
—Te deseo lo mejor. ¡Ah! Y un consejo te doy: no permitas que otra que no seas tú le enseñe una casa. Ya sabes lo que suele pasarle a Manuel con las habitaciones nuevas: no le importa demasiado con quién pueda llegar a estrenarlas —ironicé furiosa poco antes de colgar el teléfono.
Cuando alcé mi rostro, tuve la desgracia de toparme con la siempre perfecta sonrisa de Pedro, que me recordó a la de un idiota al que una vez amé. Lágrimas de frustración llenaron mis ojos sin que pudiera evitarlo. La oportuna reprimenda que Pedro iba a dedicarme por atender llamadas personales en el trabajo nunca salió de sus labios.
—No te preocupes. Ya he aprendido la lección —le aseguré, limpiando de mi rostro el dolor producido por la traición, aunque no de mi corazón.
Luego simplemente continué inmersa en mi trabajo, intentando olvidar la deslealtad, el dolor y el motivo por el que seguramente me había llamado Jennifer, además de para regocijarse en su victoria: los Chaves siempre regalábamos bonitos y caros obsequios.
CAPITULO 33
Habían pasado ya tres semanas desde el lamentable primer día de trabajo de Paula.
Después de una rápida mudanza por parte de sus molestos inquilinos a una modesta y bonita casa algo aislada, propiedad de su padre, un hombre que simplemente se rio ante la mención de los ataques que había recibido por parte de esos dos animalejos de alto pedigrí, Pedro había llegado
a una conclusión: ese saco de pulgas sin duda alguna lo odiaba, y más aún después de restringirle el acceso a su adorada dueña.
Como Paula se negaba rotundamente a dejar solo a ese desgraciado animal, él tenía que permitir que el baboso chucho se quedara en su apartamento mientras su eficiente y forzosa empleada cumplía con sus tareas en la clínica.
Ante el asombro de Pedro, Paula tuvo que introducir el número de su clínica en marcación rápida en el teléfono inalámbrico de casa y dejarlo junto al chucho para que éste se tranquilizara.
Si Pedro pensó que eso era una medida bastante estúpida, ya que ningún perro era capaz de hacer tal prodigio como efectuar una llamada telefónica, salió de su error cuando vio la interminable factura de teléfono que llegó a su nombre. Según la específica factura, ese chucho se pasaba casi todo el día colgado del teléfono como un adolescente enamorado.
Definitivamente eso era imposible. Ese molesto chucho no podía llamar a la clínica intencionadamente una y otra vez para hablar con Paula. Y si fuera el caso, ¿de qué narices
hablaban esos dos para que la factura fuera de cuatro malditas páginas? Pedro salió de su despacho hecho una furia, dispuesto a enfrentarse a la señorita Desdén y hacerle tragar a ese gordo saco de pulgas la factura si llegaba a tocarle mucho las narices.
Y fue en ese preciso instante cuando escuchó la conversación más absurda que podía imaginar, una a la que las asiduas cotillas del lugar no dejaban de prestar suma atención.
—¡Henry, te he dicho mil veces que no me llames más para expresarme tus quejas! ¡Saldré del trabajo cuando pueda y punto! —reprendió seriamente Paula a su eterno enamorado—. ¡No llores más! Te he dejado bastante comida para alimentar a dos como tú, y te recuerdo que estás a régimen, así que no intentes... —tras un instante de silencio, Paula exclamó—: ¡Henry! ¡Estoy oyendo cómo abres los muebles de la cocina! ¡Deja eso inmediatamente! ¡Y no pongas la tele para disimular que estás en el sofá, sé reconocer a la perfección tus gruñidos de niño mimado! ¡Henry! ¡Henry! ¿Me estás escuchando?
Pedro negó con la cabeza ante tan absurdo comportamiento como era el hablarle a un perro, y más todavía a través del teléfono. Luego, enfadado, volvió a mirar la factura y tomó una decisión. Le arrebató el teléfono a Paula y gritó como un poseso.
—¡Escúchame bien, estúpido baboso! ¡Como vuelvas a molestar a mi empleada no dudaré a la hora de utilizar mi escalpelo, así que deja de llamar de una maldita vez! —amenazó furiosamente el ejemplar veterinario ante el asombro de todas las cotillas, que comenzaron a murmurar.
—¡Y tú! —Señaló bastante molesto el airado veterinario, poniendo frente a los ojos de Paula la exorbitante factura—. Siento interrumpir la romántica conversación que mantenías con tu amorcito. Estaba dispuesto a esperar hasta la empalagosa parte de «Cuelga tú; no, mejor tú...», pero esto me hizo desistir de esperar por más tiempo —ironizó Pedro antes de dejar con brusquedad la factura sobre el mostrador—. Haz el favor de atar en corto a ese indeseable cuando vengas a trabajar y, te lo advierto, ¡desde hoy las llamadas privadas están totalmente prohibidas! — terminó, solventando el problema de una vez por todas.
O eso era lo que pensaba Pedro hasta que recibió una nueva factura donde esta vez se reflejaba que el perro había logrado hacer llamadas al extranjero... y los chismes sobre su amor no correspondido hacia Paula comenzaron a rondar por todo el pueblo.
CAPITULO 32
Clínica El Pequeño Pajarito
Era un nombre un tanto irónico para una persona de la talla de Pedro Alfonso, que dio lugar a un sinfín de burlas en mi mente, burlas que no quise expresar en voz alta para no romper la apacible tregua que se había establecido tácitamente entre nosotros, pero que sin duda apuntaría en mi agenda para recordar más tarde, por si acaso esa tregua finalizaba.
Se trataba de un pequeño dispensario con un apacible recibidor, donde un hermoso mostrador de madera para dos personas daba la bienvenida.
Un ordenador bastante obsoleto y un fichero antiguo de metal, donde el desorden parecía ser la norma, completaban el mobiliario de la zona de recepción.
Un gran reloj de pared adornado con los ojos de un gato mostraba el lento discurrir de las horas mientras sus bigotes se movían al compás del tiempo. Las sillas colocadas alrededor de una pequeña mesa auxiliar, llena de las típicas revistas de cotilleos de la prensa rosa, parecían muy cómodas.
Para hacer la espera más amena, el preocupado dueño había pensado en todo: a un lado del mostrador había un pequeño mueble con una moderna cafetera y algunas pecaminosas galletitas, tanto para personas como para animales.
Por desgracia, los variados productos que podían ser una buena venta complementaria, tales como correas, golosinas o juguetes para animales, habían sido bastante desatendidos al estar colocados de cualquier manera en un viejo expositor de metal junto a la entrada, que llamaba la atención únicamente por el polvo acumulado en él.
La clínica también poseía un pequeño despacho al que, tras echar un simple vistazo, catalogué como caos absoluto. En él, un hermoso escritorio de madera de roble apenas podía mostrar su esplendor debajo de una montaña de archivos y revistas de animales que se esparcían por doquier; solamente el horrendo sofá de dos plazas y la silla giratoria habían logrado evitar ser ocupadas por el desorden.
La estantería que había junto al sofá estaba llena de libros de medicina veterinaria, por lo que decidí que Pedro podía llegar a tomarse su trabajo en serio si tan sólo lograba organizar un poco su vida.
La habitación donde finalmente eran atendidos los animales me fue vetada por el insistente veterinario. No obstante, pude echarle un fugaz vistazo cuando él tuvo que ir al pequeño baño de la entrada y me impresionó el orden que allí reinaba en comparación con el resto del local.
La gran mesa de metal estaba limpia y reluciente. Los armarios de los medicamentos e instrumental médico estaban en perfecto estado de revista. Además, había una gran balanza, bastante moderna, en el suelo y, en una estancia contigua, se encontraba un inmenso lavabo, sin duda alguna para el baño de los animales, y unas amplias jaulas. Todo impecable.
Tras decidir que el lugar era apto tanto para mí como para Henry, conseguí una confortable aunque minúscula cama para perros un poco ajustada para su enorme trasero y le ordené no moverse de allí aunque la clínica se incendiara, ya que él era el responsable de todos los problemas en los que
siempre acababa metiéndome. Por suerte, Henry me obedeció dócilmente tras ser sobornado con una galletita de perros con sabor a chocolate.
Mi primer día de trabajo me mostró la rutina que debía seguir en la clínica de Pedro. Rutina que no podía calificarse más que con el apelativo de un gran caos o, tal vez, de un tremendo desastre: las citas estaban mal tomadas, las fichas de los animales aparecían mezcladas y los precios eran irrisorios para la dedicación que se tomaba ese hombre en atender tanto a los animales como a las mujeres que venían solamente a molestar para escuchar algún chisme sobre la nueva empleada forzosa de la clínica de Pedro.
Las viejas chismosas se sentaban apaciblemente, quejándose de todo, mientras no dejaban de acariciar una y otra vez el pelaje de esos gordos gatos que apenas cambiaban de postura en sus regazos. Se dedicaban a mirarme de arriba abajo con sus inquisidoras miradas y a poner en duda cada uno de mis movimientos y de mis intentos de poner orden en ese lugar, algo a lo que ya estaba habituada, así que, para desgracia de esas ancianas, ninguna de sus protestas hizo mella en mí. Después de todo, tía Mirta siempre sería mucho peor.
Las quejas sobre que «el té que les servía estaba frío», que «las revistas no eran lo suficientemente interesantes» o que «las pastitas estaban duras», palidecían en comparación con el ser juzgada al milímetro por los duros reproches de Mirta Chaves al marcar los estándares que debía seguir cualquier persona que poseyera tan prestigioso apellido.
Atendí a esas adorables ancianas que sólo sabían criticar con una sonrisa en los labios e intenté ser lo más amable posible ante sus impertinencias.
Eso pude sobrellevarlo sin problema.
Mi compañera de trabajo, a la que todavía no sabía si catalogar como una tremenda inútil o como una mujer demasiado lista para su bien, me hizo reflexionar sobre cómo piensan los hombres en realidad y aplaudí en silencio su forma de manejarlos con el simple movimiento de sus pestañas.
Increíblemente, la rubia explosiva que trabajaba junto a mí... bueno, que se limaba su preciosa manicura junto a mí, también sabía cómo lidiar con las envidiosas mujeres que la tachaban de descocada.
Cuando Nina se aburría de sus intentos de meterse con ella, conseguía liarlas en unas conversaciones sin sentido en las cuales ellas acababan confusas y desorientadas, preguntándose quién era en verdad la idiota allí. En más de una ocasión, quise hacerles saber la respuesta a esa cuestionable pregunta, pero, como no quería meterme en más líos, me limité a sonreír sutilmente al ver las jugadas de esa muchacha que no era tan idiota como algunos pensaban.
Esa parte de mi trabajo me divirtió.
Lo que no pude soportar fue la insistente jauría de jóvenes en celo que pasaban continuamente por la clínica con sus pequeños perritos de moda que cabían en sus bolsos, únicamente para echarle un vistazo al guapo veterinario al que intentaban una y otra vez atraer con sus encantos, encantos que mostraban con insistencia mientras hacían ojitos al preocupado veterinario, que en algunos aspectos
era un verdadero idiota.
Ese hombre no se daba cuenta de que el pequeño pekinés de dulce apariencia que tosía levemente había sido entrenado por su dueña para que él le asistiera y ella pudiera coquetear vilmente con Pedro.
No era que tuviese en muy alta estima a ese tipo o que tuviera celos de la hermosa sonrisa que les mostraba, más falsa que todas las que había visto en mi vida. Pero tenía que admitir que, pese a nuestras desavenencias, Pedro parecía un buen hombre que sentía un inmenso amor por los animales.
Que su gran cariño se extendiera también a las demás mujeres del planeta era la razón por la que no quería estar demasiado tiempo junto a ese sujeto. Al parecer, las féminas de ese pueblo no estaban tan escarmentadas como yo con los hombres y suspiraban como locas enamoradas cada vez que el veterinario les dirigía su radiante sonrisa.
Pedro se mostró como todo un profesional ante la fingida preocupación de la clienta y la hizo adentrarse en la pequeña consulta para revisar al tembloroso animal. Cuando volvieron a recepción, yo le pasé a la sufrida dueña del pekinés una abultada factura acompañada de una esplendorosa sonrisa, ya que sabía que esa persona volvería una y otra vez sólo para hacerle ojitos a Pedro.
—¿Qué es esto? Pedro nunca me cobra estos precios tan desorbitados por una pequeña consulta. ¡Hay ocasiones en las que incluso examina gratis a mi Tuti! —exclamó ofendida la empalagosa fémina, mirándome con recelo.
—Lo siento, pero los precios han subido. La dedicación del señor Alfonso es admirable, por lo que creo que se debería pagar en justa medida su minuta —repliqué muy profesionalmente.
La mujer me apuñaló con su mirada hasta que mi compañera, que parecía prestar suma atención a su nueva manicura, intervino.
—Lo siento, Tracy, pero Paula tiene razón: el pobre Dan apenas llega a fin de mes, por lo que ha decidido subir un poco sus precios. Si no estáis de acuerdo con ello, le haré llegar vuestras quejas... aunque no sé si sus finanzas podrán
soportar la pérdida de otro cliente...
A Nina sólo le faltó llorar para aumentar el dramatismo del momento... No, lo retiro: Nina soltó alguna que otra lagrimita, aumentando así la credibilidad de sus palabras.
Finalmente, ante mi asombro, la tal Tracy pagó la desorbitada suma no antes de exigirme una nueva cita para poder ayudar al pobre y necesitado veterinario al que todas adoraban. La agenda semanal de Pedro se llenó muy rápidamente ante la perspectiva de no perder su turno para poder consolar al desamparado soltero que tantas dificultades estaba atravesando.
Mientras yo estaba ocupada consiguiendo más dinero para esa lamentable clínica y Nina repasaba una vez más sus uñas, Henry comenzó a hartarse de que nadie le prestara atención y yo comencé a ponerme nerviosa ante la perspectiva de que hiciera una de las suyas.
Primero intentó por todos los medios llegar junto a mí, pero el paso de clientas histéricas se lo impedía. Luego se sentó con cara lastimera y comenzó a aullar, algo a lo que yo ya estaba acostumbrada, por lo que no le presté demasiada atención. Y ése fue mi tremendo error, porque Henry Lancelot Chaves II nunca permitía que nadie ignorara su presencia.
Me miró ceñudamente desde un rincón, advirtiéndome de lo que se me avecinaba. Luego simplemente se levantó con languidez y dirigió su distinguida presencia hacia las cómodas sillas donde los pequeños yorkshire terriers y algún que otro chihuahua descansaban plácidamente en sus cálidos bolsos de paseo. No temí que los agrediera, ya que Henry sólo mostraba su desagradable temperamento con las personas, así que en un principio respiré aliviada mientras intentaba apretar la agenda de Pedro lo más posible para que todas esas idiotas fueran estafadas por igual.
Craso error, ya que Henry comenzó a murmurar en los oídos de los otros animales, a saber qué cosa, y todos comenzaron a aullar como unos descosidos mientras salían disparados en busca de la salida del local. Sus dueñas, ante el comportamiento de sus mascotas, salieron despedidas tras ellas y muy pronto, una sala que segundos antes estaba llena, permanecía ahora vacía con la única presencia de Henry, que me sacó la lengua gratamente satisfecho, mostrándome una de sus sonrisas más perrunas.
Rogué por que Pedro volviera a salir de su consulta cuando sus acosadoras hubieran ocupado de nuevo sus respectivos asientos, pero nadie pareció escuchar mis plegarias, ya que él salió minutos después de que Henry volviera a su sitio, comportándose como el perrito bueno que nunca tendría yo el placer de llegar a ver.
—Y, sobre todo, Natalie, no te olvides de aplicarle a Marie esas gotas en los ojos tres veces al día para aliviar su leve conjuntivitis — comentaba alegremente Pedro mientras acompañaba a su clienta hacia la recepción poco antes de percatarse de que ya no lo esperaba nadie más.
Pedro me miró reprobadoramente, con unos fríos ojos azules que me advirtieron de que nuestra tregua estaba a punto de finalizar, y yo tomé aire e intenté explicar lo imposible a ese obtuso sujeto: que todo volvía a ser nuevamente culpa del maldito de Henry y su nefasto humor.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —exigió saber Pedro señalándome la sala vacía, enfadado.
—Nada. He sugerido a las clientas que se dieran un descanso y volvieran cuando estuvieras un poco menos ocupado. En unos minutos... — comenté, recordando lo rápido que podían llegar a correr unos perros tan pequeños—... u horas, volverán —corregí con rapidez para no pillarme los dedos con mi flagrante mentira.
—¿Y no habréis hecho tú o tu perro algo para espantarlas, verdad? Lo digo porque las pertenencias de las clientas siguen aquí... —repuso Pedro, señalándome los bolsos de mano y los abrigos olvidados.
—¿Yo? ¿Cómo puedes pensar algo tan terrible de mí? ¡Para su información, señor Alfonso, siempre soy una empleada de lo más competente ante todas las circunstancias! —repliqué altaneramente a un hombre que me miraba cada vez con más recelo tras cada una de mis palabras.
—¿Y Henry? —preguntó el suspicaz veterinario, llegando finalmente al quid de la cuestión.
—Henry... Bueno... Él se ha comportado como siempre hace —respondí, evasiva.
—Bien. Entonces estaré en mi despacho esperando a que vuelvan mis pacientes. Avísame cuando lo hagan y...
Pedro se detuvo en su discurso cuando vio cómo Henry se acercaba lentamente al bolsito de paseo donde el hermoso yorkshire terrier blanco que Pedro acababa de atender había sido colocado por su dueña unos instantes en el suelo. Henry murmuró unas cuantas protestas que hicieron temblar de miedo al pobre animal y finalmente, con el cuarto de sus gruñidos, el pobre animalito salió despedido hacia la calle tremendamente asustado, seguido muy de cerca por su asombrada dueña.
—Sí, ya veo lo bien que se ha comportado Henry, princesa. Parece que compartís las mismas malas pulgas —comentó un sarcástico Pedro fulminándome con una de sus irónicas miradas.
—Pedro, yo sólo he dicho que Henry se ha comportado como lo hace habitualmente. Nunca he llegado a precisar que su comportamiento fuera bueno —señalé impertinentemente, aludiendo al habitual error que todos parecían cometer ante la cara inocente de ese saco de pulgas.
—Muy bien, señorita Remilgos, muchas gracias por su explicación. Ahora hazme un favor: limpia los estantes y pon algo de orden en esos malditos archivos. Y en cuanto a ti... —declaró un alterado Pedro señalando acusadoramente a Henry, quien en esos instantes estaba muy ocupado lamiéndose las pelotas—... ¡desde mañana te queda vetada la entrada a esta clínica! —Henry siguió a lo suyo mientras Pedro continuaba su sermón—. Así que olvídate de estar constantemente detrás de los zapatos de Paula —finalizó, con una pérfida sonrisa al ver que, tras
esas palabras, el chucho parecía prestarle atención, pues abrió sus ojos altamente ofendido y gimió desconsoladamente junto a mí... durante interminables horas.
Cabreada y sin paciencia alguna después de que ese desaprensivo se encerrara en su despacho abandonándome a las quejas de ese penoso animal, grité furiosa a la inanimada madera que suponía una barrera necesaria para que nuestros genios no se inflamaran más de lo necesario.
—¡Muchas gracias, Pedro Alfonso! —chillé histérica, tomándome a continuación mi cuarta pastilla para el dolor de cabeza y rogando que Henry quedara afónico.
—¡Muchas de nada! —oí tras la puerta,
acompañado de unas fuertes carcajadas.
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