lunes, 5 de marzo de 2018
CAPITULO 104
Decidido a que Paula escuchara cada una de mis palabras antes de dejarla marchar para que no le quedara duda alguna de lo que sentía, la llamé nada más levantarme. Para mi desgracia, la persona que contestó al teléfono no fue otra que la arisca tía Mirta, quien desahogó conmigo cada una de las quejas que tenía sobre el comportamiento de mi revoltosa sobrina, Helena.
Mientras me preparaba para ir en busca de Paula, simplemente dejé que la anciana se despachara a gusto con su enrabietado sermón sobre el traumatizante daño psicológico que había sufrido ese chucho sarnoso de Henry mientras yo abandonaba mi móvil encima de la mesa y no prestaba demasiada atención a sus palabras. En ocasiones me acercaba y musitaba estar de acuerdo con esa loca mujer, pero, mientras ella proseguía con su interminable discurso, tuve tiempo de desayunar, darme una ducha, decidir qué ponerme para estar meramente presentable ante los ojos de Paula y comprar un bonito presente con mis escasos recursos.
Creo que finalmente tía Mirta se dio cuenta de que nadie la escuchaba cuando en mitad de su discurso sobre Henry me hizo una nueva declaración de guerra intentando separarme otra vez de la mujer a la que amaba.
—¡Y sin duda a Henry le quedarán secuelas sobre el maltrato recibido y...! ¡Señor Alfonso! ¡Señor Alfonso! ¿Me está escuchando? ¡Si no lo está haciendo, pienso que lo hará cuando le notifique que me pienso llevar a mi sobrina de este pueblucho en este mismo instante! ¡Y no intente acercarse a ella! ¡He dado órdenes a Víctor de impedirle la entrada en mi propiedad!
—¡¿Ni siquiera va a permitir que me despida de ella?! —grité furioso, dejando de ignorar a esa irritante anciana y apretando con fuerza el teléfono entre mis manos.
—No le prohibiré verla, señor Alfonso, pero tampoco se lo pondré fácil... —declaró, vanagloriándose, mientras me colgaba. Y esta vez fui yo el ignorado cuando cada una de mis siguientes llamadas fueron rechazadas. Intenté desesperadamente contactar con Paula una y otra vez, pero la respuesta siempre era la misma. Ante mis ojos veía cómo ella se alejaba sin escucharme, sin entender por qué la había apartado de mi lado y con un nuevo daño en el corazón del que esta vez yo era responsable.
Como sabía que las órdenes de esa anciana siempre eran cumplidas a rajatabla por sus fieles empleados, ni me molesté en acercarme a su casa.
Me pregunté cómo podía llegar a la mujer que amaba para hacerle comprender que lo nuestro aún no había terminado. Mientras caminaba con celeridad hacia mi vehículo, comenzó a llover.
Ignoré la inclemente meteorología, que sólo era un obstáculo más en mi camino para llegar a Paula en el menor tiempo posible, y, mientras conducía como un loco hacia mi incierto destino, supe cuál era el lugar indicado donde esperarla, un sitio que sin ninguna duda ella no podría olvidar y en el cual no podría ignorarme ni a mí ni a ninguna de mis palabras. Y aunque tuviera que esperar todo el día bajo la lluvia, ¿qué era eso en comparación con estar toda una vida separados si ella no llegaba a comprender que yo aún la amaba?
CAPITULO 103
Ahora que se hallaba delante de la casa de Mirta Chaves, Pedro no sabía cómo adentrarse en esa pequeña mansión para pedirle un tiempo con su sobrina, ya que quería aclarar todas las dudas que los rondaban a ambos.
Con toda seguridad, tal y como le había comentado Eliana, lo mejor sería recordarle a esa anciana todo lo que había hecho por ese chucho y lo mucho que amaba a Paula para obtener su favor, así que tomó aliento para poder enfrentarse una vez más al beligerante temperamento de los Chaves y, en el momento en el que alzaba su mano para llamar a la puerta, ésta fue abierta por la mismísima Mirta Chaves, que lo acribillaba con una de sus ofendidas miradas declarándolo culpable de todos sus males.
—¡Gracias a usted han secuestrado a mi querido Henry! —lo acusó la anciana antes de que Pedro pudiera abrir la boca para efectuar petición alguna.
—¿Cómo que Henry ha sido secuestrado? Si hace un rato que lo he dejado con mi hermana — preguntó confuso, pensando quién podía ser el tarado que se atrevía a raptar un perro con tan pocos modales como Henry, además de un escaso pedigrí.
—¡Sí! ¡Han raptado a mi pobre niño! ¡Hace unos minutos llamó su hermana relatándome lo ocurrido! Me dijo que habían dejado una nota en su porche donde pedían un absurdo rescate por él. ¡Sólo tenía usted que hacer un trabajo muy simple: vigilar a Henry! ¡Y ha fallado! —le recriminó tía Mirta, haciéndolo sentir culpable.
—No se preocupe, ya me aseguraré yo de encontrar a Henry y traerlo de vuelta sano y salvo —sentenció Pedro, decidido a no fallarle una vez más a esa anciana.
—¡Ah, no! ¡Ni loca dejaré que usted se encargue solo de esto! —decidió la anciana. Y luego, sin más palabras, dirigió su rostro hacia el interior de la casa y gritó una orden a la espera de que fuera cumplida con la mayor prontitud—.
¡Paula Olivia Chaves, acompaña a este despistado hombre a recuperar mi perro y, si es verdad que lo han secuestrado, te doy permiso para que pagues lo que creas necesario por un Chaves!
—Tía, ¿les puedo pagar a los secuestradores para que se lo queden? —ironizó Paula antes de salir de la casa y toparse con Pedro, un hombre al que todavía no estaba preparada para ver y que hizo que su sonrisa se borrara muy pronto de su cara.
—¡No bromees con esas cosas, jovencita! ¡Ve y trae a Henry a casa lo más pronto posible! — ordenó tía Mirta, cerrando la puerta a sus espaldas y lavándose las manos de ese cuestionable asunto.
—Hola, princesa, ¿cómo estás? —preguntó Pedro, intentando entablar conversación con su suspicaz mujer.
—Todo lo bien que se puede estar después de que el hombre que aseguraba amarme me aleje de su vida.
—¡Joder, princesa! ¿Es que no vas a dejar que me explique?
—¡Ahora no hay tiempo! Tenemos que salvar a Henry... y, como el lugar del secuestro ha sido la casa de tu hermana, creo que deberíamos empezar por ahí.
—Perfecto. Vamos en mi moto, que es más rápida y fácil de manejar —propuso Pedro, lanzándole el casco a su compañera—. Pero, antes de que acabe el día, quiero tu promesa de que escucharás lo que tengo que decirte.
—¿Y por qué debería hacer eso, Pedro? — preguntó escéptica, mirando recelosa la gigantesca moto.
—Porque, si la situación es la que yo pienso, sin duda alguna voy a ser el primero en encontrar a ese chucho y en darles una severa lección a sus secuestradores.
—¿Crees que Henry está a salvo? Ya sabes que está herido... ¿Y si, los que se lo han llevado, son conocidos del esposo de Lorena y quieren vengarse o...? —divagó Paula, poniéndose en lo peor.
—No te preocupes, princesa, lo encontraremos —prometió Pedro mientras la hacía abrazarse fuertemente a él para llegar en tiempo récord al lugar en el que Henry había desaparecido.
Una vez en casa de los padres de Pedro, tras estacionar la moto de forma descuidada y hablar con su hermana, éste cogió entre sus manos la nota de los secuestradores... una nota bastante delatora, como pudo percibir Pedro. Ya sólo quedaba esperar a recibir la llamada de los secuestradores, que sin duda les revelaría el lugar donde estaban esos dos pilluelos que habían osado hacer tal gamberrada.
—¿En serio? ¡No me puedo creer que mi tía no me revelara el contenido de esta nota y que me haya pasado preocupada todo el viaje hasta este lugar pensando en todas las atrocidades que le podrían haber ocurrido a Henry! —se quejó Paula, irritada—. ¡Y tú también podrías haberme dicho algo!
—Te dije que te tranquilizaras, princesa. Además, todavía no estaba seguro de que fuesen ellos. Después de leer esto, no me cabe ninguna duda de que la pequeña y taimada de mi sobrina está jugando esta vez a los secuestros.
El mensaje que Eliana les había entregado un tanto molesta mientras maldecía a su esposo y recitaba los castigos que le haría padecer a su salvaje hija, quien por lo visto había resultado más parecida a su impetuoso marido que a ella, decía lo siguiente:
Tenemos a su chucho. Si lo quiere volver a
ver sano y salvo, pagará la recompensa de
dos bicis nuevas y cien dólares en billetes
pequeños, además de dos bolsas gigantes de
golosinas. Contactaremos con usted para
decirle dónde será llevado a cabo el
intercambio.
Toda la nota había sido hábilmente elaborada con recortes de palabras de distintas revistas con los que habían hecho un maravilloso y amenazante collage.
—Si conozco a mi sobrina, en breve recibiremos su llamada y seguro que delatará dónde se encuentra su escondite. Además, bregar un rato con ese pretencioso animal no les vendrá nada mal como principio de su castigo —anunció relajado y sonriente Pedro mientras disfrutaba de un
refresco en la cocina de sus padres—. ¿Y bien, princesa? ¿Estás decidida a escucharme o tendré que empezar a chantajearte y sobornarte para que acabes accediendo a ello?
—¿Y cómo piensas chantajearme? —preguntó Paula, algo desconfiada por su infantil comportamiento.
—Me negaré a revelarte dónde está Henry hasta que accedas a prestarme atención. En cuanto al soborno... no sé qué más darte, si ya tienes lo más importante de mi persona y aun así te niegas a escucharme.
—Yo no tengo nada tuyo, Pedro —replicó.
—Tienes mi corazón, Paula, ¿o es que acaso no te he dicho ya lo mucho que te amo? —recordó Pedro, intentando hacerse oír. Pero sus palabras fueron interrumpidas por la llamada esperada.
—¡Tenemos a su perro! ¡Si quiere volver a verlo vivo, debe dejar el dinero y las bicis en el árbol de su vecino; si no, le enviaremos una de las orejas de ese chucho por correo! —se oyó a través del teléfono una aniñada voz distorsionada con uno de esos infantiles juguetes de La guerra de las galaxias, que convertían la voz de quien hablase a través de él en la de Darth Vader.
De fondo resonaban las voces de una torpe pelea entre maleantes que les hizo saber a Pedro y Paula que, sin duda alguna, Henry estaba siendo tratado a cuerpo de rey.
—¡Dile que se queje para que crean que le hacemos daño! ¡Si no, no pagarán! —insinuó en un susurro la niña a su compinche.
—¡No quiere: está comiéndose mi bocadillo!
—¡Pues quítaselo!
Después de esa conversación de fondo, al fin pudieron escuchar los penosos quejidos de Henry.
Tras esto, la niña les dio una hora para efectuar el intercambio.
Cuando Pedro colgó el teléfono, no pudo evitar desternillarse ante la travesura de Helena, aunque no sería esto lo que le mostraría a su sobrina, ya que ella tenía que aprender la sabia lección de que, para conseguir lo que uno desea, nunca hay un camino fácil ni rápido.
—Quiero que, antes de que te vayas mañana, me escuches —pidió Pedro, decidido, cogiendo las delicadas manos de Paula entre las suyas—. Una vez tú me expresaste todas tus dudas. Creo que ahora me toca a mí hacerte oír las mías.
Cuando finalizó estas palabras, Pedro besó con cariño las dulces manos que se resistía a dejar marchar y le indicó el camino que debían seguir para salvar a Henry.
Pedro recordaba perfectamente dónde se hallaba el lugar que los niños habían utilizado como escondite. Como bien sabía Pedro, el perfecto niño de los vecinos, que ya no era tan perfecto desde que conoció a Helena, se negaba en redondo y bajo cualquier circunstancia a dejar salir su distorsionador de voz de La guerra de las galaxias de su base de operaciones, la cual estaba en su casa del árbol.
Así que Paula y él sólo tuvieron que cruzar al jardín de enfrente para hallar a los criminales.
Cuando llegaron, alzaron un poco la trampilla del suelo de la casa del árbol para observar sin ser vistos antes de irrumpir abruptamente en el lugar. Todas las preocupaciones sobre Henry y el maltrato que éste podría haber recibido fueron borradas de inmediato de la imaginativa mente de Paula: Henry se hallaba tumbado sobre unos blandos sacos de dormir junto con algún almohadón que acomodaba su gordo trasero, mientras los niños, sentados en el suelo, parecían haberse convertido en sus sirvientes. Uno de ellos le leía un cuento mientras el otro lo alimentaba con alguna que otra chuchería para perros.
—¿Se puede saber por qué tengo que leerle una vez más este libro del perrito Pipo a este chucho? —se quejó Helena, tras su quinto repaso a esa forzosa lectura.
—Porque, si paras, pasa esto —señaló el niño, indicando los quejumbrosos aullidos de Henry, que resonaron nuevamente por todo el lugar. Luego, el inteligente niño los silenció con otra vana golosina y siguió reprendiendo a su amiga—. ¡Si no quieres que nos delate, sigue leyendo ese horrible cuento! ¡Además, recuerda que la idea ha sido tuya!
—Tengo una idea —susurró Pedro a Paula mientras se alejaban del escondite tras ver que Henry se lo estaba pasando de maravilla adiestrando a esos dos críos y demostrándoles quién era el que mandaba allí.
Tras dejar una nota en el lugar indicado por los secuestradores, redactada y firmada por Paula, en la que ponía simplemente «Ahora es todo tuyo, disfrútalo», los niños no tardaron en volver a sus respectivos hogares un tanto molestos porque su elaborado plan no hubiera salido como ellos deseaban.
Henry volvió a aparecer en el jardín de los Alfonso. No obstante, antes de subir a uno de los caros coches de tía Mirta que lo llevaría nuevamente a su hogar, dirigió a Paula una mirada ofendida, que sin duda le recriminaba que no hubiera tenido la decencia de pagar recompensa alguna por su pellejo.
—¿Quién iba a pensar que te devolverían? — ironizó Paula, acompañando al enfadado saco de pulgas hasta su casa para que éste le relatara, gemido a gemido, la lamentable situación que había atravesado a la adorable tía Mirta y le echara a ella toda la culpa con cada uno de sus gruñidos.
CAPITULO 102
Pedro se derrumbó una vez más sobre la mesa del jardín de casa de sus padres mientras le contaba a su hermana Eliana todas sus desdichas en el amor. Y ella, como buena hermana, aguantaba pacientemente las quejas de ese lastimoso hombre sólo porque era parte de su familia, y también porque Alan aún no había vuelto de su recado y sus padres habían desaparecido para realizar unas repentinas y sospechosas compras en cuanto vieron llegar a Pedro.
Definitivamente, su esposo se estaba vengando de ella por haberlo mandado a buscar algún que otro apetecible antojo a horas tan inquietantes, como un dulce recién hecho a las tres de la mañana o una sandía en pleno invierno.
Su embarazo no la convertía en la mujer más sociable del mundo, y menos aún cuando parecía una ballena varada a punto de reventar y las hormonas afectaban a su siempre perfecta apariencia y exquisitos modales.
Cuando su hermano llegó en su moto, una barata imitación de una Harley Davidson, llevando con él la molesta carga de un chucho quejica, Eliana apenas había prestado atención a su presencia, sabedora de que, seguramente, vendría a hablar con su amigo de toda la vida.
Pero, en el momento en el que Alan salió como una bala de la casa más que dispuesto a cumplir con todos los encargos que ella le había estado solicitando desde hacía días, sospechó que allí pasaba algo.
Finalmente, después de más de una hora escuchando al quejumbroso de Pedro hablar sobre su amor imposible y los lamentos de un perro que le hacían eco en más de una ocasión con sus deprimentes alaridos, Eliana estaba más que harta de todo.
Rápidamente, se marchó a la cocina para preparar una limonada para su hermano. Tal vez, si bebía algo, podría callarse durante unos instantes.
Y si eso no servía, siempre podría ahogarlo con ella o dejarlo inconsciente con la jarra... cualquiera de esas opciones era válida siempre que cesaran sus lamentaciones.
Mientras estaba en la cocina, Eliana pensó que al fin tendría un poco de paz, ya que las palabras de Pedro no llegarían hasta ella, pero éste continuó relatándole toda su historia, esta vez gritando a pleno pulmón para que no pudiera perderse nada de tan interesante relato.
Por unos instantes, Eliana pensó seriamente en la posibilidad de taponar sus oídos y pasar de todo. Pero, como su hija Helena estaba intentando jugar con ese vago animal que había traído su tío junto con el adorable niño de los vecinos, que siempre corría detrás de ella cuando llegaba a casa de sus abuelos, decidió dejar de lado la idea de aislarse de todo ruido sabiendo que muy pronto tendría que vociferar una de sus chillonas advertencias a su traviesa hija. De modo que, en lugar de eso, Eliana se concentró en silenciar solamente al culpable de su incipiente dolor de cabeza, que no era otro que su hermano.
—... Y así salvé a Henry... y, después de todo lo que hice, se niega a escucharme. Sólo viene a la clínica cuando he salido a almorzar o he tenido que hacer alguna de mis visitas domiciliarias. Se me acaba el tiempo y no sé qué hacer para que me escuche... ¿Tú qué opinas, Eliana? —preguntó Pedro, un tanto cabizbajo, a su entrañable hermana menor.
—Que eres idiota —contestó duramente Eliana, colocando con brusquedad delante de su hermano una deliciosa limonada—. Oblígala a que escuche tus palabras, chantajéala, sobórnala, amenázala si hace falta, pero que escuche todo lo que tienes que decirle antes de que abandone este pueblo, porque, de lo contrario, tanto tú como ella os arrepentiréis toda la vida de ese silencio que quedó entre vosotros cuando podríais haberos dicho tanto.
—¿Y cómo la obligo, según tú, a escucharme?
—¡Por Dios, Pedro! ¿Acaso no has salvado al perro de esa anciana amargada? Eso significa que te debe una, así que exígele hablar a solas con su sobrina. Ninguna de las dos podrá negarse y tú tendrás una oportunidad de exponer todas tus quejas a la persona adecuada y no a tu hermana y tu sobrina, que es demasiado pequeña para oír alguno de tus escabrosos relatos —reprendió severamente Eliana a su loco hermano, que incluso en el amor era un atolondrado.
—Gracias, Eliana, creo que voy a seguir tus consejos. Los de Alan no sirven para nada, no sé cómo pudo llegar a conquistarte.
—Era terriblemente insistente y me demostró que me amaba como nadie podría hacerlo jamás. Esa clase de hombres son los que finalmente te roban el corazón.
—Como eres mi adorable y perfecta hermanita, no te importará cuidar de este chucho por mí durante unas horas, ¿verdad? —dejó caer Pedro y, sin esperar respuesta alguna, se subió a su moto y salió disparado antes de escuchar contestación alguna a su petición.
—¡Jodido hijo de...! —maldijo Eliana mientras observaba el panorama que le esperaba: ella, sola y embarazada, al cuidado de dos niños bastante inquietos y de un baboso y quejica animal.
En esos instantes supo que era el momento adecuado para hacer una llamada a su marido y exigirle que volviera al hogar con o sin alguno de sus antojos.
—¡Mamá, quiero una bici nueva! —Una vez más, la pequeña Helena, de cinco años, se quejaba de su terrible desdicha causada por el accidente sufrido por su vehículo, aunque fue de nuevo ignorada.
—No, Helena. No te pienso comprar otra bicicleta. Así tal vez te lo pensarás dos veces antes de intentar volver a jugar a esa estupidez de justas medievales con ella. Podrías haber resultado herida —negó decididamente Eliana mientras se adentraba en la casa siendo perseguida de cerca por su insistente hija.
—¡Pero mamá! Lo vi en la tele... ¡Y a Roan ya le han comprado otra!
—Me es indiferente lo que tenga el vecino. Mi respuesta sigue siendo no. Para que aprendas la lección, tus pagas irán a parar a la hucha del cerdito y, cuando tengas el suficiente dinero como para arreglar tu bicicleta, romperemos la hucha y la llevaremos a reparar —intentó razonar la mujer con su obtusa hija.
—¡Pues se la pienso robar a Roan! —anunció Helena, molesta con que la solución a su problema tardaría demasiado para su gusto.
—¡Pues pienso castigarte cuando lo hagas! — advirtió Eliana.
—¡Jo, mamáaa...! —gritó una vez más Helena, mientras se agarraba a la pierna de su madre suplicando por enésima vez ante la injusticia que se había cometido con ella.
Eliana simplemente siguió andando, en dirección al teléfono. Cuando descolgó el auricular, y tras marcar un conocido número al que ya había dedicado muchas quejas en los últimos días, simplemente gritó algunas más a través de él.
—¡Alan Taylor, vuelve ahora mismo a casa! Estoy cuidando de tu enrabietada hija, de Roan y del rico heredero de cuatro patas que me ha dejado mi hermano aquí, y te aviso de que en estos momentos no estoy de muy buen humor. ¡Si no quieres que me tome la venganza por mi mano, más vale que estés aquí antes de quince minutos o créeme cuando te digo que te acordarás de ésta!
Después de la llamada, Helena, esa revoltosa de rizos negros y ojos azules, salió al jardín, donde el niño molesto que siempre la perseguía tiraba de nuevo un palo a Henry; al contrario de lo que hacían los perros en todas las películas de animales que habían llegado a ver, ese chucho no perseguía palito alguno... Simplemente levantaba la cabeza un tanto molesto y les dirigía una mirada llena de reproche que parecía decir: «El palito lo coges tú». Luego volvía a su posición de tumbado perenne y no se movía del lugar lo más mínimo, a no ser que fuera para rascarse o lamerse alguna de las partes de su cuerpo durante unos segundos.
—Ese chucho no sirve para nada —se quejó Helena señalando al animal, que hizo caso omiso a sus protestas.
—Creí haber conseguido que se moviera un poco para ir a por uno de los palos, pero solamente cambió de postura para rascarse una oreja.
—¡Deberías avergonzarte de llamarte perro! ¡Se supone que tienes que jugar con los niños y entretenerlos! —lo aleccionó Helena, poniendo los brazos en jarras mientras lo reprendía.
El chucho únicamente bostezó ante la reprimenda de la airada niña y volvió a acomodar su cabeza sobre sus cortas patitas.
—Déjalo, es imposible que eso se mueva para otra cosa que no sea rascarse su trasero —señaló Helena, molesta con el inactivo animal cuando vio cómo su amigo tiraba nuevamente el palo hacia un lado.
—Bueno, creo que te será imposible conseguir una nueva bici. Si este chucho tuviera pedigrí, podríamos ganar dinero llevándolo a concursos... Eso es lo que hace mi tía Gilda con su caniche y siempre presume de tener muchos premios y cosas así.
—Bueno, he oído decir a mamá que es un rico heredero, ¿eso es lo mismo que tener pedi... de eso que dices? —preguntó Helena, ilusionada con la posibilidad de conseguir al fin su bici nueva.
—¡Ni por asomo! —negó Roan—. Eso solamente significa que su familia tiene mucho dinero. Pero dudo de que a nosotros nos den algo sólo con pedírselo.
—¡Tengo una idea! —exclamó Helena mostrando una de sus maliciosas sonrisas que siempre los metían en algún problema—. Necesitaremos una revista, una hoja de papel, pegamento, un buen escondite y lo más difícil de todo: ¡conseguir que este chucho se mueva de ahí!
—Ah, por eso no hay problema. Mira —dijo Roan mientras le enseñaba su bocadillo a ese inactivo animal desde una larga distancia. El perro se levantó muy lentamente y caminó con parsimonia hasta llegar donde estaba su apetecible premio, el cual reclamó con uno de sus ladridos.
—¡Perfecto! —dijo Helena, mientras intentaba imitar la risa de los personajes malvados de las películas de acción que tanto le gustaban a su tío Jose.
—Creo que, antes de hacer cualquier cosa, deberías hablar con un adulto —recomendó Roan, haciendo uso de la sabiduría que le proporcionaban sus siete años, tratando de no ser castigado otra vez por las locuras de su amiga.
Tras unos minutos de una inquietante conversación telefónica con un adulto, Helena salió alegremente de la casa anunciando las novedades.
—¡Ya está! ¡Tío Jose dice que nos ayudará!
—¿Y se puede saber qué vamos a hacer? — preguntó el crío, confuso con tanto misterio.
—Vamos a secuestrar a un heredero: ¡a ese heredero! —anunció, señalando al vago animal que por primera vez levantó la cabeza un tanto ofendido y comenzó a gimotear por su lamentable destino.
—Creo que deberíamos comentar tus planes con un adulto algo más responsable... —musitó Roan, tratando de hacer entrar en razón a su alocada vecina mientras masajeaba su frente, preocupado por el futuro castigo del que sin duda no podría librase.
—¿Por qué? Mi papá me ha dicho que también nos ayudaría...
—Tus adultos no son de fiar... —sentenció el vecino, percatándose de que, en ocasiones, l mayores cometían las mismas irreflexivas acciones que los niños, pero sin recibir reprimenda alguna por ello.
—¿Me vas a ayudar o no? —preguntó Helena finalmente, enfadada, colocando sus brazos en jarras, como siempre hacía cuando reprendía a alguien.
Y Roan Miller, un niño que comenzaba a manifestar todos los síntomas de un loco enamorado, respondió de la única manera que éstos sabían hacer.
—Sí, como tú quieras... —dijo finalmente, dando comienzo a toda esa infantil travesura.
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