sábado, 20 de enero de 2018
CAPITULO 60
—Te dije que no hacía falta que vinieses. Si me hubieras dado las llaves, yo habría venido con Henry sin molestarte en tu merecido día de descanso —comentó Paula por décima vez, intentando acabar así con la cara de disgusto que no parecía borrarse del rostro de Pedro durante todo el recorrido.
—Y yo te dije que no me importaba acompañarte para visitar estas propiedades, ya que mi padre y mi cuñado no podían venir, pero nunca me esperé que la elección de la casa la hicieras de esta manera —contestó Pedro disgustado, señalando al digno animal que no paraba de recorrer el jardín trasero olisqueando todos los árboles y arbustos sin decidirse del todo si le gustaba o no ese lugar—. Supongo que a Henry no le importará la historia de esta casa o el prestigioso arquitecto que diseñó esta fachada de estilo neoclásico, ¿verdad? —planteó Pedro irónicamente mientras fulminaba al indeciso perro con una de sus miradas.
—Pues no —corroboró Paula mientras veía cómo Henry descartaba con su remilgado hocico una vez más una de las hermosas propiedades de la lista—. Ésta tampoco le gusta —conjeturó Paula cuando Henry se limpió sus patas traseras en el césped y siguió su camino hacia el coche sin volver la vista atrás.
—¿En serio vamos a visitar así cada una de las casas de esta lista? ¡Si ni siquiera has visto el interior!
—La casa es para Henry, no para mí, así que él decide.
—¡Pero esto es absurdo! Sabes que tu tía y tú estáis como una cabra, ¿verdad? Y mimando a este perro de la forma en la que lo hacéis sólo conseguís que se dé más aires de grandeza. Este chucho únicamente necesita mano dura y un buen adiestramiento para dejar de ser un problema.
—¡Ja! Puedes intentar adiestrarlo cuando quieras, Pedro Alfonso. Eso sí, no olvides en ningún momento que él es un Chaves y, por lo tanto, es superior a ti en todos los sentidos —contestó dignamente Paula mientras se dirigía hacia su
lujoso coche de alquiler, donde Henry los esperaba con impaciencia.
—¿Y ahora qué he hecho para que te enfades conmigo? —preguntó inocentemente Pedro mientras retenía su brazo intentando evitar su huida.
—Puede que mi tía sea una excéntrica con mal genio, pero no está loca, y, si ella o yo mimamos en demasía a este perro, es nuestro problema. Además, ellos dos son la única familia que tengo, ¡así que no te metas con ninguno de los dos, Pedro Alfonso!
—Perdóname, princesa. Como siempre, soy un burro que no mide sus palabras... —se disculpó Pedro limpiando las leves lágrimas de frustración que los ojos de Paula dejaban entrever—. Pero esta vez me voy a disculpar contigo y con este chucho en condiciones. Te puedo asegurar que la siguiente casa de la lista será la elegida. Tan sólo dame unos minutos antes de pasarte por allí y lo tendré todo listo —anunció enérgicamente Pedro tras besar con dulzura los labios de Paula como si de una ínfima caricia se tratase, poniendo rumbo a la siguiente casa que visitar.
Paula, un tanto confusa con su comportamiento, lo vio alejarse con rapidez mientras aún dudaba de si darle una oportunidad o no a ese impredecible hombre al que todavía no acababa de comprender. Ni a él ni su locura.
Finalmente decidió que no perdería nada por concederle lo que pedía y se adentró en el coche con Henry, decidida a conducir muy despacio hacia el lugar donde ese atolondrado hombre la esperaba.
CAPITULO 59
Finalmente, Pedro había empezado a estudiar como un loco quedándose más de una noche en vela para conseguir esas estúpidas llaves, ¿y qué había conseguido a cambio? Pues que Paula mirara recelosa sus ojeras todas las mañanas pensando que estaba teniendo una aventura con alguna de sus clientas.
Aunque su eficiente ayudante no dijera ni una sola palabra acerca de ese hecho, lo hacían por ella las múltiples cotillas que pasaban por su consulta fijándose hasta en los más minimos detalles y dándole algún que otro consejo barato sobre lo que debía hacer.
¿Es que todo el maldito pueblo estaba pendiente de su relación amorosa? ¡Joder! ¿No tenían otra puñetera cosa que hacer o con lo que divertirse?
Las continuas intervenciones de sus vecinos le hicieron llegar a la conclusión de que la pizarra de apuestas de Zoe estaba nuevamente en pie y todo el pueblo había comenzado una vez más con sus juegos, y, para su desgracia, la aburrida población de Whiterlande parecía tenerlo a él en su punto de mira, y era de su relación con Paula sobre lo que todos hablaban sin dejar de analizar en todo momento cada una de sus acciones y de sus estúpidas meteduras de pata.
Porque no había duda de que, junto a esa mujer, siempre acababa haciendo el imbécil de una manera u otra. Muestra de ello era cómo había tenido que aprender decenas de datos inútiles sobre arquitectura neoclásica y la historia de cada uno de esos maravillosos lugares para que la elección de la casa de Paula fuera la más adecuada.
CAPITULO 58
Pedro estaba más que harto de esa molesta y latosa Mirta Chaves que no hacía otra cosa que ponerle trabas en su camino a cada paso que daba para conseguir conquistar a su sobrina. Entre esa chiflada mujer que le exigía alejarse de Paula y el molesto perro que se creía su protector, eran pocas las oportunidades que tenía de acercarse a su irritable gatita, aunque aprovechaba al máximo cada una de ellas.
Cuando atendió la llamada de la exigente tía de Paula, que esta vez requería resultados acerca de la búsqueda de la casa de Henry, Pedro no se lo pensó dos veces a la hora de convencer a su cuñado de que él sería el hombre idóneo para mostrar las casas que Alan y su padre vendían.
Alan aceptó entregarle las llaves de las propiedades que había reformado sin pensárselo dos veces, quizá porque estaba impaciente por escuchar más de esos jugosos chismes que últimamente circulaban por el pueblo. Su padre, el socio mayoritario, fue, no obstante, un poco más difícil de convencer y Pedro tuvo que utilizar todas sus armas para conseguir esas llaves, incluido el juego sucio en el que era experto desde pequeño.
—¡Papá, venga ya! ¿Qué trabajo te cuesta darme las llaves de tus propiedades? Después de todo, Paula ha venido expresamente a comprar una de tus casas, y vender una no puede ser tan difícil —se quejó Pedro mientras perseguía a su padre incansablemente por todas las habitaciones de su casa rogándole una oportunidad.
—¿Ves? Por eso no te voy a dar esas llaves: ¡serías un pésimo vendedor! ¡Eres demasiado despreocupado!
—Papá, ¡tus casas se venden solas! Conque me aprenda alguna que otra característica y se la diga al azar, tendré la venta asegurada. Además, es por la felicidad de tu hijo pequeño... No sabes lo que me está costando pasar algún tiempo a solas con esa mujer: ¡entre las cotillas del pueblo, sus pretendientes, tía Mirta y el baboso de Henry, no dispongo ni de un mísero minuto de su tiempo!
—¡Pedro, no vas a utilizar mis negocios como excusa para conseguir una de tus conquistas! —lo reprendió severamente Juan Alfonso, sintiéndose ofendido con el comportamiento infantil de su crecido hijo.
—¡No es una más, papá! ¡Es esa chica! —señaló Pedro, recordando la conversación que una vez tuvo con su padre sobre la mujer ideal.
—¡Oh! ¡No me digas que mi benjamín al fin ha encontrado el amor! ¡Ven, siéntate y cuéntamelo todo sobre esa mujer! —le pidió alegremente Juan mientras se dirigía hacia el banco del porche con una fría cerveza para cada uno—. Seguro que es una joven fantástica si ha conseguido finalmente llamar tu atención. ¿Es tan dulce y amable como tú querías cuando eras pequeño? Dime, Pedro, ¿cómo es ella?
—Bueno, Paula tiene muy buenas cualidades... —comenzó a decir Pedro tomando asiento junto a su progenitor—. Aunque ahora mismo no recuerdo ninguna. Es una mujer un tanto arisca que no sé cómo domar, pero me divierto mucho intentándolo. Tiene la mala costumbre de alardear de su dinero cuando alguien la molesta demasiado, y con unas pocas palabras puede conseguir que uno quede como un idiota en unos segundos. De hecho, a su lado quedo como un estúpido la mayor parte del tiempo. Y tiene ese defecto tan desquiciante que siempre odié en las mujeres, ese «ya te lo dije» que pende siempre de su mirada cuando cometo algún error que, según ella, es inadmisible. Y... —A mitad de su discurso, Pedro observó el rostro lleno de satisfacción de su padre, que lo contemplaba con una gran sonrisa, y supo que en esos instantes se estaba regodeando en su victoria.
Pedro se pasó una de las manos por sus cabellos, frustrado, y finalmente se rindió a lo inevitable.
—Vale, papá, tenías razón: me he ido a enamorar de una mujer que no es ni dulce ni cariñosa. Pero tú ya sabías que eso llegaría a pasar, ¿verdad? —preguntó Pedro, molesto con esa sonrisita que su padre no borraba de su rostro.
—Conociendo tu carácter y lo parecido que eres a mí, no lo dudé ni por un momento.
—¡Pues podrías haberme advertido de que enamorarme era jodidamente complicado y que ella se digne a corresponderme, aún más!
—Bueno, hijo, veamos cuáles son tus problemas a la hora de conquistarla. Cuéntame — lo animó Juan, recostándose en el banco del porche decidido a aconsejar a su hijo en los
problemas de corazón.
—Vale. En resumen: su familia no quiere que me acerque a ella, su perro me odia, ella está enfadada conmigo y por su mente aún ronda el recuerdo de un exprometido. ¡Ah! Y creo que también se interpone entre nosotros el dinero...
—Bueno, que ella gane un poco más de dinero que tú tampoco es para tanto en esta época, y...
—Papá, nos separan unos diez millones de dólares...
Después de escuchar esa desmesurada cifra, Juan acabó atragantándose con su cerveza.
—¡Joder, Pedro! ¡Pega el braguetazo ya! — bromeó divertido.
—¡Papá! —lo reprendió su hijo—. ¡No me hace ninguna gracia! ¿Sabes cómo me siento ante eso? Al contrario que otros hombres que la persiguen sólo por su fortuna, a mí me intimida su dinero, y el problema es que yo solamente la quiero a ella.
—Bien, pues demuéstraselo.
—¿Cómo? Si hasta su tía cree que únicamente voy tras sus billetes.
—No pienses en lo que ella está habituada a recibir. Dale cosas sencillas que estén a tu alcance y que nunca le hayan ofrecido antes. En cuanto a su tía, cuando esa muchacha se dé cuenta de cuánto la amas, no dudará en hacérselo saber a sus parientes.
—Gracias por tus consejos, papá —respondió Pedro mientras reflexionaba y pensaba en un regalo adecuado para conquistar a Paula, y que estuviera a su alcance—. Ahora más que nunca necesito que me entregues esas llaves.
—Hijo mío, nunca deben mezclarse los negocios con el amor, así que mi respuesta sigue siendo no.
—De verdad que lo siento papá, pero necesito esas llaves —se disculpó Pedro, justo antes de jugar sucio para conseguir su deseo—. ¡Mamá, mi padre se niega a darme las llaves de sus casas reformadas porque piensa que soy un inútil! —gritó Pedro a pleno pulmón, sabiendo que su madre lo oiría desde la cocina.
—¡Juan Alfonso! ¿Cómo puedes decirle eso a nuestro hijo? —lo riñó airadamente Sara Alfonso, amenazándolo coléricamente con el cucharón de madera mientras se dirigía al porche para amonestar con severidad a su marido.
—Sara, yo no he dicho eso...
—Entonces, ¿se puede saber qué le has dicho a nuestro hijo para que esté así? —preguntó Sara, al ver a su afligido hijo, que ahogaba sus penas en una cerveza sentado un tanto cabizbajo en el banco del porche junto a su desaprensivo padre, quien mostraba una sonrisa.
—Sara, eso es mentira. Sólo está así porque yo...
—¡Me ha dicho que no me deja esas llaves que yo necesito para enseñarle una casa a la mujer que amo y con la cual puedo llegar a casarme y darte muchos nietos, mamá!
Con esas palabras, Juan se ganó una fulminante mirada que parecía desterrarlo al sofá de por vida, así que finalmente cedió ante lo inevitable y le mostró las llaves de su preciado negocio, no sin antes vengarse de su embaucador hijo.
—Bien, si quieres vender una de esas casas, tendrás que aprenderte sus dosieres... —declaró con firmeza, poniendo en las manos de su hijo un sinfín de gruesas carpetas, quedando así plenamente satisfecho con la cara de asombro que mostró Pedro ante la idea de memorizar cada uno de esos tomos dedicados a la historia y arquitectura del lugar.
—Cuando los memorices, te daré esas llaves que tanto deseas —lo retó Juan, mostrándole las llaves que estaban tan cerca pero a la vez tan lejos.
—No te preocupes, papá. ¡Lo haré! —afirmó Pedro, algo molesto porque las cosas no hubieran salido como él había planeado, pero totalmente decidido a hacerse con esas llaves que le permitirían pasar un tiempo a solas con la mujer
que amaba.
Cuando Pedro se hubo marchado, no sin antes cerrar con violencia la puerta de su coche mostrando así su descontento ante la sucia treta de su padre, Sara Alfonso se acercó a su marido, intrigada por lo ocurrido.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Sara, confusa con el comportamiento de su hijo, que en ocasiones seguía siendo como el de un niño pequeño.
—Nuestro hijo al fin se ha enamorado — contestó orgullosamente Juan mientras abrazaba a su mujer.
—¿Y esa mujer es tan dulce y amorosa como él deseaba cuando era pequeño? —se interesó Sara, preguntándose sobre el tipo de chica que finalmente había hecho caer en el amor a su hijo, esa irremediable locura de la que él tanto huía.
—Ni por asomo: se parece a ti —anunció despreocupadamente Juan, sin caer en la cuenta de
la gravedad de sus palabras hasta que ya fue demasiado tarde.
—¡A partir de ahora duermes en el sofá! — declaró la airada mujer con rotundidad mientras huía de las excusas de su marido.
—¡Pero Sara...! —se quejó lastimeramente el derrotado hombre, maldiciendo una vez más su estúpida bocaza, que en ocasiones lo delataba.
Juan esperaba que su hijo no fuera igual de ligero con sus palabras o, como él, tendría más de un problema a la hora de tratar con una mujer de difícil temperamento como era su querida Sara.
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