jueves, 11 de enero de 2018

CAPITULO 31





Pedro se levantó con el apetitoso aroma de unas tostadas recién hechas. Despertó lentamente de su aletargado sueño y desentumeció su cuerpo, que le dolía como si hubiera dormido sobre una losa de granito. No recordaba que ese sofá fuera tan duro cuando lo compró. De hecho, se había echado más de una siesta en él sin que su cuerpo se resintiera.


En el instante en el que al fin se dio cuenta de que estaba sobre el duro suelo de su despacho con la ajada manta de ese chucho, lo maldijo mil veces antes de decidir que lo mejor para Henry sería la castración.


Para su desgracia, tardó demasiado en despertarse, y un suculento desayuno, que parecía una agradecida muestra de paz de la fría princesa, acabó siendo devorado por ese baboso al que Pedro estaba cada vez más decidido a dejar sin descendencia.


—Ése era mi desayuno, ¿verdad? —lo reprendió Pedro, molesto—. Y ahora, ¿qué? — preguntó, dispuesto a hacer que ese animal se sintiera culpable. Pero el muy jodido saco de pulgas le acercó su cuenco de pienso medio vacío y lo colocó junto a la mesa.


—¡Ah, eso sí que no! ¡Ya me tienes muy harto! —exclamó, sacando de su escritorio una réplica en plástico de un bisturí que en una ocasión le regalaron sus amigos de la universidad.


Henry pareció reconocer el instrumental médico, ya que salió despedido en busca de su dueña sin dejar de llorar desconsoladamente.


—¡Te lo advertí! —gritó Pedro, dispuesto a aleccionar de una vez por todas a ese animal.


Paula recibía alegremente a la primera clienta del día dispuesta a hacerle una ficha a su mascota y a enseñarle que las instalaciones eran lo suficientemente adecuadas para su collie de alto pedigrí que había ganado varios concursos de talento. Por suerte, ese can únicamente necesitaba un simple baño y un meticuloso corte de uñas antes de ponerse otra vez en marcha para un nuevo concurso estatal, así que su trabajo sólo consistiría en ser educada y presentarle al serio veterinario antes de darle un baño a ese hermoso ejemplar.


Algo fácil de hacer, un trabajo con el que podrían ganar bastante, ya que tal vez hubiera una cuantiosa propina, y en el que nada podría salir mal.


O eso era lo que pensaba Paula antes de que el serio veterinario saliera corriendo de su despacho, bisturí en mano, persiguiendo a Henry como un poseso mientras gritaba.


—¡Y lo pienso hacer sin anestesia, chucho inmundo!


—¡Dios mío! ¿Quién es ese maníaco? — preguntó alterada la clienta mientras abrazaba protectoramente a su querida mascota.


—El veterinario —respondió Paula mientras bajaba sus ojos avergonzada.


La respuesta de la clienta no se hizo de rogar: un sonoro portazo de despedida resonó en toda la clínica. 


—Para mí que este trabajo no va a ser tan fácil como parece —suspiró Paula, resignada a reprender a ese par de animales, de los cuales ninguno parecía tener modales, en especial el sujeto que increpaba obtusamente a un perro recriminándole el haberse comido su desayuno.


—¡Dios! Y yo que creí que tía Mirta era difícil de tratar... Sin lugar a dudas, al lado de los habitantes de este pueblo, es una santa —concluyó la joven, dispuesta a contar los segundos que le faltaban para marcharse de ese extravagante sitio.



CAPITULO 30





Esa mañana Paula se había levantado de muy buen humor.


Inexplicablemente, y después de mucho tiempo, había tenido uno de esos sueños que te hacen despertar con una sonrisa. 


Apenas recordaba algo de él, sólo unas dulces palabras de consuelo y el leve sabor de un beso que parecía muy real. En un principio pensó que ese oportunista de Pedro había conseguido saltar su barrera y se había aprovechado de ella, pero más tarde se dio cuenta de que nadie más que ella había dormido en esa maltrecha cama.


Para que viera que no era ninguna desagradecida, después de volverse a poner su elegante traje que había lavado adecuadamente la noche anterior en ese estrecho lavabo y que, aunque estuviera un poco húmedo, era su única ropa, se decidió a hacer un rico y equilibrado desayuno. Por desgracia, la cocina de Pedro era un desastre y sólo pudo hacer unas insulsas tostadas y un cuenco de cereales.


Cuando estuvo terminado, bajó un poco antes de la hora acordada en la que empezaría su trabajo, abrió la puerta del despacho de Pedro y se quedó sorprendida con los extremos a los que podía realmente llegar la amabilidad de ese sujeto: mientras él se hallaba dormitando en el suelo con el único cobijo de una maltratada manta, Henry se expandía plácidamente en el sofá de dos plazas roncando a pata suelta.


Paula cubrió a Pedro con la manta y llenó el cuenco de Henry, quien no tardó en despertarse al oír cómo la comida caía en su plato. Henry se desperezó despacio y luego saltó por encima de Pedro como si de un estorbo en su camino se tratase.


Cuando llegó a su plato y vio en él nuevamente el insulso pienso, Henry protestó con energía, pero al final se portó como un perro educado y tomó lo único que se le ofrecía. Eso sí, sin dejar de refunfuñar a cada momento.


Paula colocó el desayuno junto a Pedro, en una pequeña mesa de café llena de revistas de animales. Luego se dirigió a la recepción de la clínica dispuesta a hacer su trabajo con la mayor eficiencia posible para demostrarle a ese hombre lo que era capaz de hacer una Chav.




CAPITULO 29






Pedro salió apresuradamente del baño tras oír un lamentable gemido de angustia.


Como era habitual en él, no podía evitar ayudar a todo animal herido con el que se topase, aunque éste tal vez no lo mereciera en absoluto.


Sin importarle mucho ocultar su desnudez ante la idea de auxiliar a ese gordo saco de pulgas antes de que doña Remilgos se desmayara, Pedro se cubrió con la toalla lo más rápido que pudo y abrió abruptamente la puerta.


Sin duda alguna, la imagen que halló ante él no era una emergencia en absoluto y una vez más su intento de ayudar fue menospreciado por esos dos ingratos: mientras Paula se tomaba un tentempié, indudablemente elaborado por ella, ya que no llevaba cortezas y había sido diligentemente cortado por la mitad, el chucho por el cual se había preocupado le gemía desconsoladamente a un trozo de pan.


Sus movimientos eran persistentes y repetitivos. Se acercaba con cautela, lo lamía, lo mordía y luego se alejaba de él andando hacia atrás como si de una amenaza se tratase, mientras no dejaba de gruñirle y ladrarle a tan dañino alimento. En cuanto sus amenazas terminaban, se sentaba humildemente a los pies de Paula y era entonces cuando comenzaban los lamentables gemidos que él había escuchado desde la ducha, sin duda alguna suplicándole algún tipo de comida más aceptable para su delicado paladar.


Cuando Paula alzó su rostro ante su repentina entrada, recorrió su cuerpo con una mirada de deseo que intentó ocultar, pero que permanecía presente sobre todo cuando, nerviosa ante su desnudez, se mordía tentadoramente su labio inferior.


Pedro sonrió ante la idea de haber encontrado tal debilidad en la fría apariencia de esa princesita mimada, y despreocupadamente se sentó junto a ella en el otro taburete sin importarle el frío de la noche. Se permitió deleitarse con su nerviosa mirada, que estropeaba sin duda la recta postura que pretendía aparentar cada vez que sus ojos se desviaban hacia su escasa indumentaria.


—Creí que el chucho estaba herido —declaró Pedro, acercando un poco más su húmedo cuerpo a Paula, con la excusa de prepararse algo más de cena.


— Después de probar tu creación culinaria, yo también creí morir. Definitivamente, has matado mi paladar con esa horrenda cosa —comunicó Paula despectivamente señalando acusadoramente el bocadillo al que Henry todavía ladraba.


—No sé por qué. Es lo que ceno normalmente —anunció alegremente el nefasto cocinero mientras, ante el asombro de Paula, repetía la creación de esa abominación a la que no se le podía conceder otro apelativo que no fuera basura.


Después, sin inmutarse, mordió su sándwich dirigiéndole una mirada de superioridad a Henry con la que lo retaba a ser mejor que él.


Henry se tomó en serio su desafío y lo intentó, de veras que lo intentó, pero definitivamente el asqueroso sabor de esa mezcla de alimentos pudo con él y finalmente se sentó vencido junto a Paula, a la espera de algo mejor que llevarse a la boca.


—Seguro que después de eso tu comida de régimen ya no te resultará tan poco apetecible. Incluso el pienso barato te sabrá a todo un manjar —repuso Paula.


Henry refunfuñó un poco y luego se resignó, admitiendo finalmente su derrota.


—Espero que tengas algo de comida para perros en tu clínica con la que puedas alimentar debidamente a Henry, ya que, como tú bien has señalado, él y yo ahora somos tu responsabilidad.


—Podrías por una sola vez intentar pedir las cosas por favor en vez de ordenarlas o darlas por hechas. Te recuerdo que yo no soy uno de tus criados, y a mí, tu dinero o posición me importan un bledo.


—El dinero lo compra todo, señor Alfonso. Eso es algo que he aprendido a lo largo de los años. Incluso, en ocasiones, compra hasta el cariño —confesó Paula en voz baja perdiéndose en sus amargos recuerdos mientras intentaba aparentar que le prestaba atención a una comida demasiado simple como para dedicarle más que un simple vistazo antes de engullirla.


Pedro devoró en dos bocados su cena y volvió rápidamente al baño.


Puso como excusa vestir su frío cuerpo, pero la verdad era que se escondía de los apenados ojos de esa mujer, que le habían mostrado que en su interior había algo más que esa helada apariencia y que le tentaban demasiado a demostrarle que esas palabras llenas de amargura eran del todo falsas.


¿Qué le habrían hecho a esa chica para que confiara más en su billetero que en la gente que la rodeaba...? Mientras que en un principio Pedro pensó que el hombre que la había abandonado había hecho bien en huir, ahora no era capaz de apartar de su mente la imagen de esos apenados ojos y sólo deseaba dar con el bastardo que le había hecho daño a su pequeña gata salvaje para darle una lección.


¡Qué narices le estaba pasando! Paula era la mujer más arisca e irritante que había tenido la desgracia de conocer y, aun así, esos ojos tristes y esa apariencia desamparada lo tentaban tanto como esos animalitos indefensos a los que recogía de la calle y a los que nunca podía resistirse a darles un hogar. Pero, a diferencia de esos agradecidos animales, Paula nunca reconocería su ayuda y, definitivamente, él no era el hombre adecuado para tal tarea, ya que era demasiado despreocupado y alegre como para que alguna vez llegara a afectarle esa enfermedad que algunos padecían llamada amor.


Esa enfermedad que hacía que los hombres se volvieran idiotas o tremendamente celosos no era para él. Él nunca cometería ese error, y mucho menos con alguien como Paula, una mujer que daba muchos problemas y que venía con una peluda carga adicional que lo odiaba irremediablemente.


Tras vestirse y dejar de lado el recuerdo de esos hermosos ojos castaños que tanto lo habían afectado, Pedro salió dispuesto una vez más a enfrentarse a esa fiera, pero se quedó embelesado unos instantes con la imagen que mostraba esa mujer cuando sus defensas al fin bajaban.


Se había dormido en un lado de la pequeña cama, acurrucada junto a una gran almohada que había colocado en mitad del colchón como una barrera indiscutible que separaba el terreno.


Dormida parecía tan pequeña, tan desvalida, tan necesitada de alguien que la ayudara a volver a creer en las personas... Pedro la arropó con dulzura y observó su tierno rostro con más atención, dándose cuenta de que en él quedaban restos de unas lágrimas aún llenas de dolor. Acarició sus finos cabellos con delicadeza y no pudo resistirse a besar con ternura sus labios para desearle unos dulces sueños que acabaran con su dolor.


—Dulces sueños, princesa. Ojalá encuentres a alguien que te merezca... —Luego simplemente se apartó y cerró los puños, frustrado, con una promesa—... y yo, al hijo de puta que te hizo llorar, para darle una paliza.


Paula suspiró apaciblemente en sueños, luego lo deleitó con una bella sonrisa y acurrucó más su dulce cuerpo contra la afortunada almohada que esa noche sería su única compañera en la cama, ya que, definitivamente, esa mujer era una tentación que se estaba haciendo un hueco en su corazón a cada momento que pasaba, y eso era algo que él no se podía permitir, así que, una vez más, Pedro sencillamente se alejó de ella.


La inquisidora mirada de Henry lo siguió por toda la pequeña estancia, desaprobando que se hubiera acercado a su dueña, pero, como parecía estar demasiado hambriento como para jugarse su comida, no protestó y siguió diligentemente a Pedro hacia el despacho de su clínica.


Allí, Pedro intentó enseñarle su lugar: una roñosa manta en un lado y un cuenco de comida en el otro, mientras él se tumbó en el sofá intentando alejar la imagen de esa tentadora fémina de su mente.


Tres meses era demasiado tiempo para estar cerca de esa persona, un período en el que podía suceder cualquier cosa. Tal vez simplemente debería dejarlo pasar e intentar, como ella había propuesto, llevarse bien y soportarse mutuamente hasta que ese trimestre llegara a su fin.


Sí, definitivamente eso sería lo mejor. Cada uno tendría su espacio y él se encargaría de estar lo más lejos posible de ella. Tendría que dejar de meterse con Paula y renunciar a la idea de irritarla lo suficiente como para que abandonara el pueblo. Después de todo, él no era un hombre tan irracional. Era solamente que ella lo alteraba demasiado para su bien.


¡Decidido! A partir de ese momento se portaría con ella tan amablemente como con los habitantes de Whiterlande y utilizaría, si hacía falta, esa sonrisa hipócrita que tanto detestaba pero que le venía muy bien cuando quería conseguir algo. Tal vez la sonrisa lograra calmar su genio. Después de todo, ¿no se atraían más moscas con miel que con vinagre?


Resuelto finalmente a seguir un comportamiento apropiado con su salvaje gatita, ahora Pedro tenía que ver cómo trataba con ese chucho que se creía persona.


Pedro lo observó devorar en unos instantes su cuenco de pienso, luego dio unas cien vueltas antes de decidirse a posar su quisquilloso trasero en la arrugada manta y desde allí no dejó de observarlo acusadoramente en todo momento. Finalmente, harto de todo, se levantó dignamente y, cogiendo entre sus fauces la ajada manta, la arrastró hasta donde se hallaba Pedro, se peleó con ella mordiéndola con saña y, tras darle unas cuantas patadas y hacerla un arrugado e inservible fardo, se subió con algo de dificultad en el único hueco minúsculo que dejaba el cuerpo de Pedro en el sofá de dos plazas.


—Sí, claro, me he negado el placer de pasar la noche junto a tu dueña para acabar durmiendo contigo —ironizó Pedro mientras devolvía al insolente can a su lugar, el suelo—. ¡Ése es tu sitio! ¡Ésa, tu manta! Y ahora, ¡a dormir! —ordenó tajantemente Pedro, enseñándole finalmente a ese
perro cuál era su sitio.