viernes, 9 de febrero de 2018
CAPITULO 83
El corpiño se sujetaba por delante con pequeños botones bordados que Pedro tuvo la osadía de ir abriendo con su hábil boca, provocando estremecimientos de placer en el cuerpo de su amada cuando su lengua pasaba por cada parte de la piel que quedaba expuesta ante sus ávidos ojos llenos de deseo.
En cuanto la prenda fue desprendida de todos sus cierres, Pedro la retiró con lentitud, junto con una de esas chaquetas tan regias y serias que siempre la acompañaban, abriendo poco a poco el bonito regalo que podía llegar a ser el deseable cuerpo de su amada gatita.
—No me gusta que quedes con otros hombres
—la regañó Pedro mientras se deleitaba con el
jugoso sabor de su piel y jugaba con sus turgentes pechos, haciéndola derretirse ante el gozo de sus caricias. Una de sus viriles manos pellizcó uno de los suaves senos de Paula, mientras su boca prodigaba un leve mordisco de reproche a su otro excitado pezón. Paula se arqueó ante el placer que sólo Pedro sabía darle, y se dejó llevar ante las duras reprimendas de su amante, que tan sólo reclamaba su cuerpo.
—No me agrada que ese falso al que todos comparan conmigo sea parte de tu pasado — susurró Pedro, protestando en uno de los oídos de Paula mientras le quitaba su arrugada falda, dejándola únicamente con sus atrayentes tacones.
Por unos segundos, Pedro admiró la desnudez del pecaminoso cuerpo de su amada. Luego, decidido a ser maliciosamente atrevido, admitió ante Paula:
»Hay que reconocer que ese tipo tiene un gusto exquisito en cuanto a la bebida, aunque mi manera de disfrutar de este brebaje, sin duda, es la mejor —expuso, cogiendo entre sus manos la olvidada botella de champán casi vacía y dispuesto a hacer un buen uso de ella: brindó con ese caro espumoso y luego lo derramó sobre el cuerpo de su amada.
Paula gritó sorprendida cuando el frío líquido tocó su cuerpo, pero no tardó mucho en olvidar sus protestas cuando su cuerpo fue dulcemente limpiado con la traviesa lengua de su amante.
Pedro bebió de su ombligo, donde el delicioso brebaje se había acumulado, y continuó hacia abajo los regueros de champán que se esparcían por el cuerpo de Paula. Lamió sus muslos y los abrió, exponiéndolos a su ávida mirada unos instantes antes de sumergirse entre ellos para probar el dulce sabor de Paula mezclado con un caro champán que nunca había sido más delicioso ni había sido vertido en una copa más embriagadora que la que constituía Paula en esos instantes.
Paula gemía, llena de placer, cuando la lengua de Pedro rozaba las partes más íntimas de su ser a la vez que las manos de él no se olvidaban de agasajar sus pechos con sus suaves caricias.
Descontrolada ante el placer que invadía su cuerpo siempre que ese embaucador la hacía partícipe de sus indecentes juegos, Paula se aferró con fuerza a las sábanas de la cama mientras sus caderas se movían en busca del placer al que Pedro poco a poco la conducía.
Las manos de su amante dejaron de ser suaves cuando pellizcaron sus erguidos pezones, sacando algún que otro gemido de su estimulado cuerpo haciéndola pedir más.
Finalmente, un atrevido dedo irrumpió en su húmedo interior marcando un ritmo que hizo que se descontrolara ante el placer que recibía.
Y en el instante en el que un segundo e intransigente dedo se unió al primero, mientras la impetuosa lengua de Pedro encontraba la parte más sensible de su cuerpo, Paula se rindió al éxtasis del momento.
Cuando el lánguido y satisfecho cuerpo de
Paula descansaba ante el placer recibido, Pedro sonrió perversamente a su amada y, manejándola con maestría, le dio la vuelta para regalar a su espalda un reguero de besos que la hicieron volver a estremecerse. Pedro besó sus expuestas nalgas, a las que escarmentó con algún que otro atrevido mordisco, y su traviesa mano volvió a excitarla cuando acarició su sensible clítoris a la vez que alzaba sus caderas haciendo que Paula apoyara su peso sobre sus rodillas.
—¿Sabes lo que más odio de todo? —dijo Pedro mientras acariciaba con dulzura su trasero—. Que tú aún no reconozcas nuestra relación, cuando es obvio que tu cuerpo sí lo hace —declaró con firmeza, cogiéndola con fuerza de las caderas mientras se adentraba en su cuerpo de una firme embestida—. Aunque no seas capaz de decirlo en voz alta, yo lo haré por ti. ¡Tú, Paula Olivia Chaves, eres mía! —proclamó Pedro, marcando el ritmo de sus acometidas, que hacían languidecer su cuerpo en un nuevo orgasmo.
Paula gritó sobre la almohada mientras sus uñas se marcaban en las frías sábanas cuando su cuerpo estalló ante el éxtasis. Fue entonces cuando los embates de Pedro aumentaron en intensidad y él llegó a la cúspide del placer gritando el nombre de la única mujer que había conseguido hacerse con su corazón.
—¿Ésas son tus dudas? —preguntó Paula, desvaneciéndose sobre el lecho un tanto adormilada por el alcohol y la fogosa unión de sus cuerpos.
—No, ésas sólo son mis objeciones. Cuando te confiese mis dudas, no podrás moverte por un tiempo —bromeó alegremente Pedro, envolviéndola entre sus brazos mientras Paula cedía al cansancio, durmiéndose profundamente entre los brazos del único hombre con el que se sentía segura.
Pedro observó cómo su mujer dormía con una alegre sonrisa en los labios, y se preguntó cuánto tiempo más estaría destinado a disfrutar de esa plácida imagen antes de que el plazo se le agotara y ella volviera al que era su lugar: una enorme mansión, un reputado trabajo en el más caro bufete de abogados y millones de dólares... Nada de eso podía ser comparado con la presencia de un pobre hombre que lo único que tenía para ofrecer era su cariño.
No obstante, Pedro estaba luchando con todo lo que tenía para demostrar que él podía ser merecedor de su amor. Por desgracia, a cada paso que daba, su camino se llenaba de trabas que los alejaban y limitaban el breve tiempo que les quedaba juntos.
Pedro decidió disfrutar cada uno de los días que ella aún estuviera a su lado, porque nadie sabía lo que pasaría después. Así que arropó sus desnudos cuerpos bajo el cobijo de las cálidas sábanas de su pobre cama, y besó con cariño los arremolinados cabellos de la impetuosa mujer.
Antes de dormirse junto al cálido sueño que era Paula, Pedro no pudo resistirse a abrazarla fuertemente y a suplicar una vez más al esquivo destino que los había unido que ahora no los separara.
—No me dejes —rogó Pedro, acogiendo entre sus brazos lo único que le importaba y que nunca podría olvidar, su único y verdadero amor, que tan hondo había calado en su alma.
Tras rezar por un mañana, Pedro cayó en un profundo sueño en el que su único deseo se hacía realidad y Paula nunca lo abandonaba.
CAPITULO 82
Pedro se despertó bruscamente cuando oyó cómo alguien irrumpía en su minúsculo apartamento provocando un ruido ensordecedor al chocar con las pocas pertenencias que permanecían expuestas junto a la entrada.
Decidido a echar con cajas destempladas a cualquiera de los idiotas de sus amigos que hubiera acudido a su casa en busca de consuelo en esos momentos, Pedro encendió la luz dispuesto a reprender a alguien que lo necesitaba por primera vez en su vida. Pero sus furiosas palabras quedaron trabadas en su boca cuando ante él tuvo la visión más inaudita y excitante de su vida: Paula, con uno de sus austeros trajes negros, bastante ceñido; la falda estaba algo arrugada y la chaqueta, totalmente abierta, dejando ver un juego de ropa interior indudablemente creado para torturar a los hombres: un corpiño transparente color carne que se acoplaba a su cuerpo como una segunda piel, alzando y exponiendo sus turgentes pechos como un delicioso pecado.
Si eso lo llenó de asombro, los tambaleantes pasos de la mujer, que se dirigía hacia él con una botella de un caro champán en su mano derecha y sus insinuantes bragas de encaje en su mano izquierda, lo conmocionaron.
Y más aún cuando Paula se subió a su cama y empezó a gatear sobre ella hasta colocarse encima de él. Pedro, que en las noches más calurosas de verano dormía completamente desnudo, no tardó demasiado en mostrar su admiración por tan grata sorpresa con una poderosa erección de su rígido miembro, al que las finas sábanas poco hacían por ocultar.
—¡Vaya! Veo que te alegras de verme, Pedro Alfonso —murmuró emocionada Paula mientras se rozaba contra su erección.
—Princesa, yo siempre me alegro de verte. Y él más todavía —bromeó Pedro, intentando comportarse como todo un caballero y no aprovecharse de alguien que había tomado una copa de más, o casi toda una botella, como era el caso. De repente, el alegre rostro de Paula se tornó triste y, reteniendo los brazos de Pedro por encima de su cabeza con sus delicadas manos, se enfrentó con una confusa mirada a esos ojos azules que tanto la atraían.
—Pedro, ¿por qué no rechazaste mi dinero?, ¿tú también te quieres aprovechar de mí?, ¿sólo me quieres porque soy una Chaves? —preguntó decidida, mientras acorralaba a su presa en una posición en la que solamente pudiera enfrentarse a ella con la verdad de sus sentimientos.
—¿Quién narices ha metido todas esas dudas en tu cabeza, princesa? ¿O me estás diciendo que toda esa basura ronda siempre tu mente cuando estamos juntos? —quiso saber Pedro, molesto, deshaciéndose de su débil agarre y sentándola junto a él en su lecho para poder enfrentar con raciocinio cada uno de los miedos de la chica a la que amaba.
—¿Sabes? Hoy he cenado con mi exnovio... —
confesó Paula mientras lo abrazaba para aligerar su agravio, algo que únicamente sirvió para que del rostro de Pedro desapareciera esa entrañable sonrisa que siempre lo acompañaba y que, por el contrario, su mirada se volviera helada al enfrentarse a esa vil traición.
—Veo que él no tiene que insistirte demasiado para que le concedas una cita. En cambio, yo casi tengo que rogarte para que me acompañes a cualquier lado —expuso Pedro fríamente, a la espera de una respuesta que lo satisficiera y no convirtiera su apacible sueño en una pesadilla.
—Sólo fui con él porque necesitaba hablar de
Lorena, pero no me sirvió de nada —contestó
Paula, un tanto apenada.
—Ya, y como el tema de tu cliente no estaba
disponible, se dedicó a llenarte la cabeza con
mierdas sobre mí, ¿verdad? —adujo Pedro, bastante ofendido, mientras enrollaba la sábana en torno a su cuerpo e iba a la pequeña cocina en busca de algo que nunca le faltaba a un buen veterinario cuando tenía que hacer su ronda: café. Necesitaba un café espeso y bastante cargado que lo ayudara a enfrentarse a su dubitativa amante, que nunca parecía tenerlo en muy alta estima.
—Pedro, ¡al fin me enfrenté a él! ¡Y ya no me afecta en absoluto, no me dejé embaucar por ninguna de sus necias palabras! —explicó
Paula, bastante emocionada con su triunfo.
—No sé yo qué decirte si vienes a estas horas de la noche a despertarme sólo para preguntarme un montón de estupideces... En algo te habrá afectado el hablar con ese idiota.
—¡No son estupideces! Son dudas que... que necesito que me aclares —expresó Paula, un tanto azorada, tomando la taza de humeante café que Pedro le tendía.
—Tú necesitas que alguien responda a tus dudas... ¿Y qué hay de las mías?
—¿Tú tienes dudas sobre mí? ¿Por qué? —
preguntó Paula, sorprendida de que Pedro estuviera tan confuso como ella con esa relación que aún no sabía cómo definir.
—Sí, Paula, dudo constantemente en todo lo relacionado contigo. Pero lo más lamentable es que yo puedo responder a todas tus estúpidas preocupaciones sobre mí en un momento. En cambio, yo temo recibir tu respuesta porque sé que sólo va a herirme —declaró Pedro, pasando con frustración una de sus manos por sus enredados cabellos.
—Yo...
—¡No! Ahora vas a escucharme y tal vez luego deje que hables, y así, a lo mejor, llegaremos a aclarar finalmente nuestros sentimientos —cortó tajante, mostrando por una vez en su vida la seriedad de la que era capaz—. No rechacé tu dinero porque no me diste opción alguna a hacerlo. Me enfurecí por ello y luego simplemente abrí una cuenta en el banco, a tu nombre, donde voy dejando cada mes el dinero que le pagaba antes a ese usurero. No soy tan rico como para tirarte la pasta a la cara con un cheque firmado con una desorbitada suma, pero sí lo bastante orgulloso como para devolverte lo que te debo.
»En cuanto a lo de quererte solamente porque eres una Chaves... La verdad, princesa, es que me importa una mierda el apellido que vaya detrás de tu nombre, así como esa prestigiosa familia tuya...
Nada más pensarlo, ya me da dolor de cabeza
imaginar que alguna vez tendré que lidiar con alguien con los modales de tu tía o con los personajes que tiene a su alrededor. La única acusación que nunca podré negarte de las que me has hecho es que quiero aprovecharme de ti, princesa —finalizó Pedro, dejando caer la sábana que envolvía su cuerpo para que Paula no tuviera duda alguna de cómo quería aprovecharse de ella—, ya que quiero hacerlo contigo a todas horas. Y te puedo asegurar que no es porque tengas dinero a raudales o un famoso apellido, sino porque, desde que te conocí, me has vuelto loco con tu mera presencia y, sin saber cómo, me he acabado enamorando de ti —confesó firmemente decidido, mientras tumbaba a su asombrada mujer en su lecho tras dejar despreocupadamente la taza de café en el suelo.»¿Alguna pregunta más? —inquirió Pedro,
mientras dejaba un reguero de besos en el cuello de Paula que la hacían olvidarse de todo lo que no fuera la desbordante pasión que la embargaba cuando se hallaba en los brazos de su amante.
—No, ninguna —respondió Paula entre gemidos, rindiéndose al placer que le prodigaban sus besos.
—Perfecto. Entonces creo que tendré que asegurarme de responder a todas tus dudas y, como veo que mis palabras no te sirven de mucho, tendré que utilizar otros métodos —anunció Pedro, mientras besaba con dulzura el cuerpo de Paula, descendiendo desde su esbelto cuello hasta sus tentadores pechos, envueltos por esa delicada prenda, que tanto lo tentaba.
CAPITULO 81
Si finalmente había aceptado volver a salir con el idiota de Manuel Talred era sólo para hablar de los progresos del caso de Lorena sin la interrupción de su vieja y entrometida tía, del reprobador Hector, que la seguía hipnotizando con su magnética calva, y de Henry, que no hacía otra cosa que gruñirle a ese despreciable individuo cada vez que se acercaba a ella.
Como así no había forma alguna de comenzar una conversación coherente con nadie, al final le había comentado a Manuel que quería hablar sobre Lorena con él, y él, amablemente, la había invitado a cenar, cómo no, en un caro restaurante que seguramente acabaría pagando ella.
Se había acicalado sólo lo necesario para esa
insulsa cita y, como buena letrada, Paula se
había colocado uno de los regios trajes de firma
que su tía le había traído en su inmensa maleta,
preocupada por la escasa indumentaria digna de un Chaves que podría llegar a encontrar en ese
remoto pueblo.
Paula lucía un austero traje negro, se había
maquillado lo mínimo y el único y provocativo
detalle que se había permitido llevar era uno de
sus hermosos pares de tacones de aguja que tanto le gustaban, y que serían enormemente adecuados si tenía que pisotear a ese vil gusano para dejarle claro cuál era ahora su lugar en su vida.
Increíblemente, las despreocupadas palabras que Pedro dejó caer en su oído sobre las intenciones de ese hombre parecían ser ciertas, sobre todo cuando Manuel se preocupó de pedir un caro champán que acompañó con la bonita e innecesaria melodía de un violín. Pero, por más que ese sujeto intentara crear el momento idóneo para una velada romántica entre ellos, nunca habría la más mínima muestra de cariño, especialmente porque ella amaba a otro hombre y Manuel... Manuel sólo estaba enamorado del dinero.
—Bien, preciosa, ¿no te recuerda, esta agradable velada, a lo que teníamos cuando estábamos juntos? Seguro que con ese tal Pedro Alfonso no has podido entrar en sitios tan distinguidos como éste. Después de todo, en
algunos aspectos no creo que dé la talla.
—No, pero te puedo asegurar que, en otros, la
da de sobra. —Paula sonrió pícaramente
recordando la pecaminosa comida que Pedro le
había servido en cierta ocasión—. Además, esto
no es nada nuevo para mí. En cambio, Pedro Alfonso, sí —señaló Paula, despreciando sus vanos intentos de recordar algo que entre ellos nunca había existido, aunque en un tiempo ella
ingenuamente así lo creyó.
—¡Venga ya, Paula! ¡Seamos realistas! Ese veterinario de tres al cuarto sólo puede ser un entretenimiento para ti. Tu lugar está junto a un tipo como yo.
—¿Te refieres a un mentiroso embaucador que
a la mínima oportunidad me traicionará? Gracias, pero no: ya he aprendido la lección. Y, sin duda, me instruyó el más cerdo de todos —replicó Paula aún resentida con el doloroso recuerdo de aquel día, mientras brindaba por la vileza de ese sujeto que le había demostrado sin ningún género de dudas que Pedro Alfonso era mil veces mejor.
—Paula, aquello sólo fue un pequeño desliz.
Cuando me refiero a que debes estar con alguien que se encuentre a tu altura, me refiero a todo un triunfador, como soy yo, no a un pobre muerto de hambre como es ese veterinario casi arruinado — repuso Manuel, sin considerar en absoluto a Pedro como a un digno rival.
—Ese veterinario vale más que tú, Manuel. Él
pretendió rechazar mi dinero cuando pagué las
deudas de su clínica —indicó despreocupadamente Paula mientras daba vueltas a su cara copa de champán de importación.
—¿Ah, sí, preciosa? Respóndeme a una cuestión: si es tan bueno y digno como tú dices... ¿por qué finalmente lo aceptó? ¿O acaso vas a decirme que no lo hizo? —preguntó maliciosamente el abogado del diablo, haciéndola dudar de lo único de lo que en esos instantes estaba totalmente segura—. No es que sea mejor que yo o que te quiera más que ningún otro hombre, no te dejes engañar, cielo. ¡Ese hombre en lo único que me supera es a la hora de exponer sus mentiras ante ti! Y tú, como la incauta que eres, vuelves a caer en manos de un embaucador.
¿Acaso no te has dado cuenta de lo mucho que nos parecemos?
—No os parecéis en nada. Y, como veo que esta cena va a ser infructuosa y no nos llevará a ningún sitio, pues el único tema del que estoy interesada en discutir contigo en este momento es sobre mi cliente, Lorena, voy a dejarte solo para que disfrutes de la compañía con la que más te gusta deleitarte: tú mismo. Y, para variar, esta vez pagas tú —anunció decidida Paula mientras se llevaba con ella el caro champán, sin duda alguna una mejor compañía que la que había tenido durante esa insípida cena con un hombre por el que ya no sentía nada.
Ante el asombro de Manuel Talred, un tipo que
pocas veces había sido testigo de su osado carácter, Paula salió del exclusivo restaurante sin olvidarse de mandar al servicial jefe de sala a la mesa en la que el embaucador sujeto, tras serle presentada la cuenta, intentó explicar de mil y una formas distintas cómo había perdido su cartera. Al elegante maître no le agradaron sus pretextos y, para desgracia de Manuel, ninguno de los trabajadores era una hermosa mujer que pudiera camelar con sus encantos.
Paula recordó las veces que ella había caído
estúpidamente ante sus excusas y pagado sin
rechistar una abultada nota cuyo reembolso nunca le fue efectuado. Animada, Paula sonrió ante las dos opciones que tenía ahora ese tipejo: o bien llamaba a tía Mirta para que abonara su cuenta, lo cual constituía una temible elección porque nunca nadie sabía cómo podría reaccionar Mirta Chaves, o bien, por el contrario, se pasaba la noche fregando platos. Ésa, sin duda, sería la alternativa más sabia, pero una que el orgullo de Manuel nunca le permitiría elegir.
Como ella suponía, Manuel escogió la opción
más insensata; eso pensó Paula sonriendo
gratamente cuando vio cómo un camarero pasaba a su lado portando en una de sus impolutas bandejas un teléfono inalámbrico.
—Buena suerte —le deseó irónicamente la chica, sabiendo lo que le esperaba a ese sujeto tras una lastimera llamada a Mirta Chaves y, por primera vez en años, casi se compadeció de ese hombre... sólo casi, porque luego recordó todas y cada una de sus malas pasadas de las que había sido objeto y brindó porque al fin Manuel Talred recibiera lo que se merecía, aunque solamente fuera por una vez.
—Bueno, tú, yo y un veterinario de infarto tenemos una cita, pequeña —le dijo Paula, algo achispada, a la cara botella de champán mientras cogía un taxi hacia la clínica de Pedro, dispuesta a sacar de su mente cada una de las dudas que había dejado en ella ese despreciable tipo que ahora era nada más que un borroso recuerdo de su pasado.
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