lunes, 5 de febrero de 2018
CAPITULO 69
Pedro tenía la sensación de haber hecho el ridículo de la manera más espantosa posible, pero no podía recordar todo lo ocurrido la noche anterior, sólo que hizo una insensata llamada a su cuñado y siguió alguno de sus estúpidos consejos.
También recordaba vagamente las advertencias de su hermana Eliana de que no hiciera caso a los consejos de Alan por nada del mundo...
¡Qué narices habría hecho y dónde demonios se encontraba!
El lecho era blando y confortable. Sin duda se trataba de un caro y nuevo colchón, así que lo más seguro era que Paula se hubiera apiadado de él y permitido que se adentrara en su cama. Pedro se volvió, aún soñoliento, con una sonrisa en el rostro dispuesto a disfrutar de la belleza de su enamorada. Pero, en cuanto se giró, su sonrisa se esfumó de su semblante en un segundo. Su compañero de habitación no era otro que ese chucho sarnoso que siempre lo molestaba. Henry se hallaba durmiendo a pata suelta en la cama y babeando toda la almohada.
En cuanto vio la decoración que lo rodeaba, supo que se hallaba en el cuarto de Henry y no en el de Paula. Ninguna mujer que se preciara tendría el suelo de su habitación llena de juguetes para perros, peluches mordisqueados y... ¿eso eran cojines en forma de hueso? Bueno, no sólo los innumerables cojines del suelo tenían esa forma, sino que la gran cama donde ese chucho podría perderse también era así.
Cuando Pedro dejó el cuarto decidido a quejarse a Paula porque ésta lo hubiera abandonado en el dormitorio de un baboso animal que no le caía demasiado bien, se encontró con la inesperada presencia de su hermano desayunando muy amigablemente con ella en la cocina, algo que no le sentó demasiado bien, sobre todo porque él muy pocas veces recibía esa radiante sonrisa que Paula le dirigía directamente a Jose mientras veían algún chistoso vídeo de los que últimamente a su hermano le daba por colgar en la Red a cada momento.
—Apenas lo colgué ayer en mi Facebook y ya tiene cincuenta «Me gusta». ¡Y los comentarios son tronchantes! —decía Jose ante las risitas juveniles de Paula mientras degustaba su desayuno.
—Espero que después de haberme desterrado a la cama de ese saco de pulgas no tengas también la intención de darme pienso para desayunar — dijo Pedro bruscamente, interrumpiendo de forma grosera los cuchicheos de ambos.
—Lo siento, el pienso de Henry es dietético y exquisitamente caro. No creo que estés acostumbrado a él. Te he preparado esto para desayunar, pero, si quieres, en la despensa tengo unas galletas para perro sabor chocolate que pueden ser de tu agrado —comentó pretenciosamente Paula mientras ponía delante de Pedro, con algo de brusquedad, un plato de tortitas recién hechas.
—Gracias —contestó Pedro, algo avergonzado porque los celos hubieran cegado su comportamiento ante Paula.
—Me voy a ver cómo está Lorena. Mientras tanto, tú explícale a tu hermano por qué su clínica estará hoy llena de todas las cotillas de los alrededores y de algún que otro graciosillo con ganas de soltar sus estúpidas bromas —reprendió Paula, molesta con los dos Alfonso que habían
invadido su cocina.
—¿Qué haces tú aquí? —inquirió apresuradamente Pedro a su hermano en cuanto ella abandonó la estancia.
—Paula me llamó anoche por una urgencia médica y, dado que su amiga aún no se encuentra demasiado estable y que tú no estabas en condiciones de proteger a tu mujer, decidí quedarme por si acaso.
—¿Por si acaso qué...? —preguntó Pedro, confuso ante esa extraña situación.
—Paula es muy valiente: ha decidido representar a Lorena Lostead en una demanda de divorcio.
—¿Lostead? ¿No es ése el apellido de ese malnacido del pueblo de al lado que siempre la lía cuando viene aquí en busca de provisiones para su granja? No me gusta ese tipo, siempre maltrata a los animales de su granja y luego se queja de que son demasiado débiles e inservibles para estar a su lado.
—Al parecer esa opinión no sólo la aplica a sus animales, sino también a su esposa.
—¿Lorena está bien? —preguntó Pedro, preocupado por esa pobre mujer y compadeciéndose de su suerte.
—Lorena tiene tres costillas rotas, un brazo partido y un esguince en el tobillo. Todo su cuerpo está lleno de hematomas y, aun así, conserva un valor de mil demonios. No sé cómo pudo llegar a la puerta de la casa de Paula. Y tu mujer no es menos valiente al empeñarse en representarla y acogerla todo el tiempo que dure la demanda de divorcio sin importarle convertirse en el objetivo de ese energúmeno. Me quedé con ella, entre otras cosas, porque estaba muerta de miedo, aunque no daba la más mínima muestra de ello.
—¡Mierda! ¡Debería haber estado ahí para ella y no haciendo el idiota! —exclamó violentamente Pedro golpeando su puño contra la encimera de la cocina.
—No te preocupes, tu estupidez acabó quitándole hierro a este desagradable asunto. De hecho, hasta he conseguido sacar alguna que otra sonrisa a nuestra magullada paciente esta mañana. Y todo gracias a ti.
—Te aprovechas vilmente de que no recuerdo nada para burlarte de mí. ¿Puedes decirme al menos cómo acabé en la cama de ese chucho en vez de en la de Paula?
—Eso no te lo puedo asegurar. Fuiste tú quien prefirió dormir con tu compañero de penurias en lugar de con esa cariñosa mujer.
—¿Mi compañero de penurias? ¿Se puede saber cómo de borracho estaba? —preguntó Pedro, escondiendo con frustración su avergonzado rostro entre sus manos.
—¿De verdad quieres saberlo? —cuestionó maliciosamente Jose, preparando el vídeo de su móvil que todos habían podido observar ya una decena de veces al menos, excepto el protagonista de tan bochornosa escena.
—No, déjalo. Mejor voy a hablar con Paula de todo este maldito asunto —decidió Pedro, levantándose del cómodo taburete de la cocina—. Por cierto, no me gusta que te acerques tanto a ella, y menos aún que la hagas reír como una idiota con uno de tus estúpidos vídeos —advirtió, un tanto celoso, a su sonriente hermano.
—¡Ay, hermanito! Pero es que no era yo el que la hacía reír, sino tú —dijo vengativamente Jose, colocando el vídeo justo en las narices de su hermano y dándole a reproducir.
Después de ver esa espantosa escena, Pedro no sabía dónde meterse. Y cuando se enteró de que el vídeo había sido rápidamente colgado en Facebook, tuvo ganas de morir y de colgar a su hermano por las pelotas...
Como no se decidía entre una u otra opción, simplemente le dirigió una de sus rápidas miradas que lo advertían de una inminente venganza por su parte y se encaminó hacia donde se encontraba Paula para, una vez más, arrastrarse solicitando su perdón.
Mientras la buscaba por la casa, se preguntó cuándo demonios dejaría de hacer el idiota ante ella y rápidamente, tras recordar cómo en ocasiones su padre todavía seguía haciendo el imbécil ante el amor de su vida, obtuvo una sencilla revelación: nunca.
¡Joder! ¡Cuán complicado era el amor! Ojalá alguien le hubiera advertido de ello antes de que ocurriera o, por lo menos, le hubiera pasado un manual de cómo llevar ese tipo de situaciones sin convertirse en un chiflado.
CAPITULO 68
Paula reprendía una vez más a Henry desde la nueva cama de su recién estrenado hogar por sus malas e inadecuadas acciones, sin poder dejar de lamentarse en ningún momento por las palabras de un idiota que siempre le hacía daño con la ligereza de sus opiniones.
Después de marcharse con rapidez del lugar mientras el idiota corría detrás de su coche envuelto únicamente con una sábana y gritando su nombre como si fuera una escena de esas estúpidas novelas de amor, ella había decidido enterrarse en su trabajo, resuelta a abandonar ese pueblo lo antes posible.
Paula había encargado los muebles de la casa de Henry haciendo que los llevaran a su ubicación en cuestión de unas pocas horas y, tras firmar todos los trámites necesarios para la adquisición de ese inmueble, se había mudado de inmediato a su nueva casa, en donde ocupaba temporalmente la habitación en la que había hecho el amor con ese insufrible hombre... un lugar que en esos instantes le traía tantos dulces recuerdos que no podía parar de llorar a moco tendido a la vez que se enojaba airadamente al rememorar aquellas insultantes palabras que todavía retumbaban en su cabeza.
Tal vez Pedro sólo estaba contestando a su padre sin pensar, como tantas veces hacía. Pero la idea de haber sido utilizada de nuevo por un hombre, y por su dinero, le hizo recordar todo su amargo pasado. La idea de que Pedro se hubiera acostado con ella sólo para conseguir una venta, ahora que lo pensaba en frío, era totalmente ridícula, ya que las casas que ofrecía ese negocio familiar eran las elegidas por su tía desde un principio y él no ganaría nada con ello, tan sólo su familiar más cercano.
Pero haber escuchado que describía su relación a su padre como un simple escarceo le había sentado muy mal, sobre todo porque cada vez que caía en los brazos de ese hombre sentía como si sus almas conectaran y que lo que tenían juntos era algo más que sexo. Pero, aparentemente, para él no era lo mismo, a pesar de que en ocasiones intentaba confesarle esas palabras que tanto la atemorizaban.
Así que Paula, cobijada en su nueva cama, aleccionaba a Henry, mientras éste intentaba subirse a su lecho una vez más sin conseguirlo, sobre lo que no era adecuado que hiciera un Chaves, sin saber si pegarle con el periódico o
premiarlo con una suculenta comida por la despreciable jugarreta que le había hecho a ese hombre arrebatándole toda su ropa y poniéndolo en evidencia ante los demás.
—Henry, no debes robarle la ropa a la gente, y menos aún destrozarla —lo reprendía severamente Paula sin importarle demasiado los lamentos de ese quejumbroso animal—. Sé que esas lágrimas son de cocodrilo. Has avergonzado a Pedro cuando no se lo merecía y...
Henry interrumpió su discurso con algunos agudos ladridos de protesta mientras le dedicaba una de esas inquisitivas miradas que decían: «Tú también lo has hecho».
—Vale... tal vez se lo merecía un poquito — acordó Paula, señalando una pequeña distancia entre sus dedos índice y pulgar.
Henry no estuvo de acuerdo y volvió a protestar con el estruendo de sus ladridos.
—¡Vale, se lo merecía mucho! Pero tú perpetraste esa despreciable trastada antes de que él se comportara como un idiota, así que, lamentándolo mucho, tengo que castigarte y... ¡Deja de gimotear y esconder mis zapatillas! ¡No te va a servir de nada! Desde hoy no te dejaré entrar en mi habitación.
Ante esa noticia, Henry refunfuñó.
—Dormirás en tu cuarto, y tus llamadas quedarán restringidas.
Eso apenas le molestó.
—Y prepárate a degustar tan sólo pienso de régimen.
Esa terrible noticia hizo que Henry aullara descontroladamente expresando todas y cada una
de sus quejas hacia ese ultrajante castigo. Paula simplemente lo ignoró y, acostumbrada a sus inauditos berrinches, se colocó los auriculares de su iPod en los oídos, silenciando los lamentos de ese chucho en lo que le quedaba de día.
Henry la persiguió durante todo su día libre.
Si se duchaba, permanecía junto a la puerta del baño quejándose de su desdicha; si veía en la televisión su serie favorita, él interponía su peludo trasero justo en el momento más intrigante de la película, y si intentaba leer una de sus revistas de moda, la encontraba mordisqueada y llena de babas. De modo que Paula, decidida a vengarse, se preparó una suculenta cena con el chuletón más grande que pudo encontrar y se lo comió lentamente delante de Henry mientras éste le ladraba a su plato de pienso dietético.
Finalmente, enfurecido, el irascible chucho volcó el bol de su comida dispuesto a hacer que Paula se moviera de su sitio para intentar acceder a su suculenta cena. Paula, conocedora de cada uno de sus taimados engaños, simplemente lo reprendió con su tenedor, tentándolo con una jugosa pieza de carne que había pinchado en él.
—Tú mismo... Pues te quedas sin cenar.
Tras estas palabras, metió rápidamente el jugoso y tentador bocado en su boca y degustó con exageración esa delicia que se deshacía en su paladar.
Henry la miró a ella y luego a su comida y, resignado finalmente a lo inevitable, empezó a comerse su insulso pienso sin dejar de expresar cada una de sus protestas con sus quejumbrosos gruñidos.
De repente, la apacible cena fue interrumpida por un extraño ruido en la puerta trasera. Parecía como si alguien estuviera intentando irrumpir en su casa, así que Paula cogió el arma más a mano que tenía en esos momentos, una fina sartén de cerámica, y se dirigió a darle la bienvenida a su nuevo vecino.
Henry, por primera vez, se hizo el valiente y anduvo por delante de Paula dispuesto a mostrar sus fieros colmillos al intruso que osara irrumpir en su hogar.
Cuando abrieron con brusquedad la puerta trasera dispuestos a dejar inconsciente al asaltante, no hizo falta que hicieran ningún movimiento para que éste (o mejor dicho, ésta) cayera inconsciente a sus pies: una mujer con aspecto muy maltratado se desmayó en el frío suelo de su casa. Su hinchado rostro apenas le era familiar, hasta que ella le tendió una de sus tarjetas de visita con mano temblorosa y Paula supo sin duda alguna de quién se trataba.
—Ayúdame —suplicó la joven justo antes de desmayarse debido al profundo dolor de sus heridas.
Paula tomó su pulso y llamó rápidamente al médico del pueblo. Éste le dio indicaciones que ella obedeció al pie de la letra sobre no moverla demasiado y abrigar su cuerpo para que no entrara en hipotermia. Henry se quedó junto a esa mujer, vigilante ante cualquier movimiento, y ella revisó una y mil veces su tarjeta, ahora manchada con la sangre de una inocente que demostraba el monstruo interior que podían llegar a tener algunos hombres.
Seguramente su estancia en ese lugar se prolongaría durante algún tiempo, sobre todo después de aceptar ese caso que indudablemente sólo le acarrearía un gran montón de problemas, algo a lo que en definitiva ya estaba acostumbrada.
Cuando minutos después Jose Alfonso llamó a la puerta, Paula lo llevó con celeridad junto a la paciente, que permanecía inconsciente en el suelo.
Tuvo que tranquilizar a Henry y asegurarle que nadie más dañaría a esa chica para que se apartara finalmente de ella, permitiendo así al médico hacer su trabajo.
Tras decidir que sus heridas no se agravarían si la movían y que su desmayo había sido debido a la conmoción, Jose llevó a su paciente hasta una de las habitaciones de invitados y la depositó delicadamente en la cama mientras procedía a tratar ese magullado cuerpo, enfurecido con las marcas que hallaba en él, ya que cada una de ellas había sido causada por la mano de un hombre sin ningún género de dudas.
—¿Qué sabes de ella? —quiso saber Jose, preocupado por la mujer que apenas había comenzado a recuperar la conciencia.
—Que su marido la pega, y que desde hoy soy su abogada. ¡Ah, sí! Y, además, creo que su cuñado es el jefe de policía de ese otro pueblo al que tanto os gusta ir para celebrar vuestros estupendos «días de chicos» —señaló Victoria recordándole su vergonzoso comportamiento a Jose Alfonso.
—¿Sabes que esto sólo te traerá problemas, verdad? —preguntó Jose, preocupado por el temerario valor que mostraba esa mujer.
—Nada que no pueda manejar una Chaves.
—Me parece muy bien que utilices tu gran apellido para poner a basura como ésa en su sitio, pero te diré una cosa, señorita Chaves: cuando los Alfonso nos enamoramos, queremos proteger a los nuestros a toda costa, así que prepárate, porque mi hermano no se separará de ti en ningún momento hasta que todo esto termine. Y créeme si te digo que contará con el apoyo no sólo de toda la familia, sino también de todo el pueblo.
—Henry y yo sabemos cuidarnos muy bien solitos —replicó Paula con acidez.
—No lo dudo —bromeó Jose mientras alzaba su ceja un tanto escéptico al observar la sartén que todavía se encontraba entre las manos de Paula y que no había soltado en ningún momento.
Paula se fijó en su improvisada arma y ya se disponía a soltarla para demostrarle a ese impertinente Alfonso su valentía cuando oyó un extraño ruido proveniente del exterior. Paula apretó su sartén con más fuerza entre sus puños y se dirigió hacia el teléfono dispuesta a llamar a la policía, seguida de cerca por Jose, cuando oyó unos alaridos dramáticamente lastimosos, peores incluso que los quejumbrosos sonidos que en ocasiones dejaba escapar Henry, acompañados por una guitarra que era aporreada de la forma más terrible posible.
—Creo que eso es tu hermano —indicó Paula, resignada ante las estupideces de las que era capaz ese hombre.
Tras escuchar los estruendosos alaridos de Pedro, Henry decidió que él no podía ser menos, así que, para obtener el favor de Paula o, lo más probable, para aumentar su dolor de cabeza, salió disparado por la gatera de la casa hacia el jardín donde se hallaba ese energúmeno cantando una balada de amor totalmente ebrio.
Con el acompañamiento de Henry, eso se convirtió en la canción más espantosa y esperpéntica que Paula había tenido la desgracia de escuchar alguna vez en su vida.
—Y ése, innegablemente, es tu perro —señaló un sonriente Jose, riéndose de las circunstancias que rodeaban esa absurda serenata.
—Sí, ¡y éste es el arma que voy a utilizar para espantar a esos dos quejicas de mi jardín! — repuso Paula alzando nuevamente su sartén.
—¡No, déjalos! —pidió el niño bueno de Whiterlande, sin duda para llevar a cabo alguna de sus maldades—. ¡Los voy a colgar en Facebook! —informó tras sacar su móvil y comenzar a grabar tan espantosa escena.
—Tú mismo —dijo despreocupadamente ella mientras ignoraba los quejumbrosos lamentos de sus dos enamorados, volviendo a silenciarlos con su iPod para escuchar algo que fuera música de verdad.
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