sábado, 13 de enero de 2018
CAPITULO 37
A la mañana siguiente dejé a Pedro durmiendo en el estrecho sofá mientras subía al apartamento, donde Henry me miró con ojos acusadores que no paraban de seguirme impertinentemente por toda la minúscula vivienda de ese embaucador.
El lugar era ahora un desastre de babas, pelos y desorden, todo aportación del furioso Henry, que me ladró una y otra vez su amargo descontento a la vez que parecía decirme con su mirada: «Sé lo que has hecho».
Yo me limité a rellenar su plato con comida para hacerlo callar y arreglé un poco el desastre causado por ese chucho rencoroso, que no me permitiría olvidar con facilidad lo ocurrido. Luego adecenté mi elegante traje lo mejor que pude, ya que no me daba tiempo a volver a casa antes de que mi jornada comenzase; saqué a pasear a Henry antes de que su vejiga explotase y volví para abrir nuevamente esa clínica, cuyo dueño tantos quebraderos de cabeza me traía.
Mientras paseaba con mi enfurruñado compañero, pensé en la noche pasada, en que realmente ese hombre había conseguido hacerme olvidar mi dolor con sus caricias, con su forma de hacer el amor y con sus bromas, que lograron que me riera en los momentos más incómodos cuando nos envolvía el silencio de una situación embarazosa en la que los dos habíamos pecado de ingenuos al intentar negar nuestro deseo.
Pensé de qué manera podría yo ayudar a ese hombre que tanto me desesperaba y atraía a la vez, y el recuerdo de unas facturas sin pagar acudió a mi mente. Yo sólo quería agradecerle el haberme hecho olvidar. Sabía que esa noche sería única y que no se volvería a repetir, ya que había aprendido de la peor manera posible a no ilusionarme con los hombres, y menos con uno tan parecido a aquel que me traicionó. Pero si algo bueno tenía Pedro era que, a pesar de sus falsas sonrisas, podía llegar a ser enormemente sincero.
Y su mirada de arrepentimiento me dijo lo que ya esperaba escuchar de sus labios, aunque no me quedé para oír esas palabras salir de su boca: que para él esa noche sólo había sido un error... mientras que para mí sería algo que recordaría siempre, ya que por primera vez en años me había sentido verdaderamente amada por alguien.
Miré el talonario de cheques de mi tía de forma un tanto reflexiva y observé con atención la parte que aún seguía en blanco, pero con la firma de tía Mirta estampada y el absurdo concepto de «gastos para Henry».
Tras pensar en ello sólo unos momentos, me dirigí al banco que tantas preocupaciones le traía a Pedro y acabé con sus dificultades con el firme movimiento de mi pluma. En un solo instante solucioné todos sus problemas. Yo no esperaba nada a cambio de mi ayuda, pero sin duda mi gesto sería visto con buenos ojos y nuestra tregua permanecería, aunque nunca más volvería a repetirse el calor de esa noche que perduraría para siempre en mis más profundos recuerdos.
CAPITULO 36
Después de terminar el duro día de trabajo, que había desarrollado un tanto ausente, ya que su mente y su corazón estaban hundidos por la noticia que su supuesta amiga le había proporcionado, Paula se despidió de Nina y de su hermosa manicura y cerró la clínica quedándose a solas con el apuesto veterinario, que parecía haberla esquivado durante toda la jornada. Tal vez Pedro fuera uno de esos hombres que no sabían qué hacer ante las lágrimas de una mujer y verlas tan de cerca lo asustaba demasiado.
Finalmente, dispuesta a dar fin a ese nefasto día y volver a casa para sentarse frente al televisor con un gran bol de helado de chocolate que acompañaría sus quejas mientras le gritaba a las protagonistas de las empalagosas películas románticas que no se enamoraran, coreada por los aullidos de Henry, que parecía estar de acuerdo con ella en esos momentos, Paula se dirigió hacia el despacho de Pedro, donde éste debería estar revisando sus facturas pendientes una vez más.
Aunque lo más seguro fuera que estuviera entretenido con alguno de esos estúpidos juegos de su móvil, enviciado como un inmaduro adolescente. Tal vez por eso, la mitad de las veces ese trasto de última generación que siempre llevaba consigo se encontraba sin batería.
Cuando abrió despacio la puerta, Paula halló ante sí una imagen que le hizo darse cuenta de la dedicación de ese hombre hacia su trabajo: Pedro estaba profundamente dormido encima de su libro de cuentas, y entre sus manos descansaba alguna que otra advertencia de embargo de su banco.
Las facturas de los clientes que lo evitaban habían sido divididas y señaladas con unos pequeños post-it en varias categorías:
«Definitivamente no pueden pagarme», «Tal vez lo hagan poco a poco» y «Me evitan, aunque los muy cabrones tienen dinero».
Paula sonrió ante la original forma que tenía Pedro de clasificar sus problemas y tocó levemente su hombro para despertarlo.
—Pedro, ya es la hora de cerrar la clínica.
Tras ver que sus leves toques no conseguían despertar a ese hombre en absoluto, lo zarandeó un poco, consiguiendo que finalmente se moviera soñolientamente y cambiara de postura.
—Mamá, déjame descansar un poco más —se quejó Pedro intentando volver a su agradable sueño —. Estoy teniendo un bonito sueño y aún no quiero despertar...
—¿Y qué estás soñando? —le susurró Paula al oído, dispuesta a aprovechar la confusión de ese adormilado hombre para enterarse de sus escabrosos secretos.
—Que le devuelvo la alegría a una mujer que ya no recuerda cómo es sonreír... —contestó Pedro, despertando al fin de su sueño y enfrentándose a la triste mirada de Paula, que tantas veces había tratado de evitar ese día.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hacías? —preguntó Paula cuando sus ojos se encontraron finalmente.
—Así, princesa —anunció Pedro, poco antes de hacer que Paula cayera en su regazo y sus labios probaran al fin la fruta prohibida que era esa mujer y que tantas veces le había tentado con su sola presencia.
Pedro la besó con dulzura, deleitándose con su pecaminoso sabor. Separó sus labios lentamente con los suyos, y su lengua buscó una respuesta a sus atrevidos avances, que sin duda serían fulminantemente rechazados... pero ella tan sólo gimió, aceptándolo por completo mientras respondía a ese beso con la misma arrolladora pasión con la que Pedro lo había iniciado.
Él la acomodó en su regazo sin abandonar en ningún momento sus adictivos besos, que le hacían desear cada vez más de esa arrolladora pasión que los envolvía. Atrajo a Paula junto a él hasta que no quedó espacio alguno para un instante de duda o de remordimiento por lo que sus cuerpos querían.
Paula se alzaba a horcajadas sobre el cuerpo de Pedro en una minúscula silla que apenas les permitía moverse, pero ellos no necesitaban más. Las manos de Pedro se movieron solas: mientras una de ellas impedía que Paula rechazara sus besos sujetando fuertemente sus hermosos cabellos, la otra la despojaba de su elegante chaqueta, que ahora limitaba el placer de poder deleitarse con la visión de su cuerpo.
Paula gemía, respondiendo con abandono a cada uno de los avances de Pedro, y lo ayudó a deshacerse de su ropa sin dejar de jugar con el atrayente hombre que la hacía olvidarse de todo con el simple roce de sus caricias.
Pedro arrojó a un lado la fastidiosa prenda y, ante el seductor panorama que representaban los hermosos senos de Paula tapados por una leve blusa blanca bastante transparente, sus impetuosas manos se deshicieron con rapidez de tal molestia abriéndola con brusquedad para dejar expuestos a su ávida mirada los tentadores pechos cubiertos por un escueto sujetador negro.
Pedro no se molestó en apartar más prendas del ardiente cuerpo de Paula. Simplemente bajó con sus dientes el lujoso sostén hasta dejar libres sus senos, y sujetó la espalda de Paula con sus fuertes manos poco antes de comenzar a adorar su cuerpo con las caricias de sus labios.
Pedro besó con dulzura sus enhiestos pezones hasta obtener algún apasionado gemido del cuerpo de esa mujer que en esos instantes lo volvía loco con sus movimientos que buscaban con impaciencia la unión de sus cuerpos.
A pesar de que su impaciente y erguido miembro le exigía hundirse una y otra vez en el cuerpo de Paula, Pedro no se apresuró en sus deseos, ya que esa noche era para ella. Él le haría olvidar todo aquello que no fuera la arrolladora pasión que los envolvía, y borraría de su rostro esa tristeza que tanto lo afectaba.
Su boca jugueteó con sus pezones, succionándolos y mordisqueándolos, mientras Paula arqueaba su espalda ofreciendo su cuerpo a la pasión del momento. Pedro no dudó en aumentar su goce acariciando con lentitud una de sus hermosas piernas envueltas en unas caras medias de seda hasta llegar al borde de su falda, que alzó para dar con la ropa interior más atrayente que había visto nunca: un fino y delicado liguero negro sujetaba sus medias; eso lo atrajo... pero el minúsculo y diabólico tanga transparente con un elaborado bordado le hizo olvidar todas sus buenas intenciones de ir con lentitud.
—¡Dios! ¿Esto es lo que llevabas puesto todos los días debajo de tu rígido traje mientras trabajabas? —exclamó Pedro jugando con la parte trasera del delicado tanga del que ahora tiraba haciéndola humedecer con el simple roce de la refinada tela.
—Sí... Me gusta... la ropa interior... elegante —gimió Paula, moviéndose descontroladamente sobre su regazo en busca de su placer.
—Princesa, esta lencería no es elegante: es pecaminosa, lasciva, un tanto pervertida, pero no... elegante —Sonrió lascivamente mientras observaba cómo Paula se movía encima de él, próxima al orgasmo.
—La dependienta... me aseguró... que era elegante... Y además... yo necesitaba... algo distinto —contestó Paula entrecortadamente sin poder resistir el placer de las caricias de Pedro, que finalmente había desistido de su pérfido juego con su ropa interior y se adentraba en su húmedo interior.
Pedro acarició con lentitud su clítoris, haciéndola gritar sobre su regazo, pero, cuando uno de sus dedos estaba a punto de adentrarse en ella, cesó en sus caricias.
—¿Por qué necesitabas algo distinto? — preguntó Pedro, negándose a seguir con sus provocadoras caricias si sus preguntas no eran contestadas.
Paula esquivó su mirada, pero la fuerte mano de Pedro volvió su rostro haciendo que sus ojos nuevamente se encontraran.
—Porque alguien me dijo en una ocasión que yo nunca podría llegar a tentar a un hombre, y por eso yo...
—Mírame —ordenó seriamente Pedro, haciéndola desistir de volver a esconder su mirada —. Te puedo asegurar que, a pesar de lo que creas de mí, esta respuesta no la consiguen todas las mujeres, y menos aún una a la que no desee —
aseguró Pedro, acomodando la mano de Paula sobre su erguido e impaciente miembro, el cual Paula comenzó a acariciar con curiosidad.
—En cuanto a lo de ser una tentación, te puedo garantizar que para mí lo eres a cada momento. No ha habido un día desde que te conocí en el que no haya deseado tumbarte en algún lugar de mi despacho para hundirme profundamente en tu cuerpo —confesó Pedro intentando ser serio en sus palabras, aunque las manos que sacaban su miembro de su encierro definitivamente lo distraían.
—Demuéstrame que tus palabras son verdad —pidió Paula, mientras se acomodaba sobre su miembro y lo introducía lentamente en su interior.
—¡Oh, no dudes que lo haré una y otra vez, princesa! —gimió Pedro alzando sus caderas a la vez que se hundía profundamente en su interior.
Pedro acogió el trasero de Paula entre sus fuertes manos, marcando el ritmo del placer a la vez que su boca no dejaba de saborear la tentación que representaban esos suculentos pechos que se bamboleaban frente a su cara con cada uno de sus movimientos.
Ella arañó su espalda hundiendo profundamente las uñas en su piel, marcándolo como suyo en medio del placer, algo que a Pedro le excitó, ya que su miembro aumentó su tamaño, y él, el ímpetu de sus embestidas.
La diosa que se alzaba casi desnuda sobre él lo llevaba al límite del placer. Sus gemidos y sus gritos sólo incrementaban su deseo por hacerla llegar a la cumbre del goce, así que Pedro usó una de sus manos para acariciar el sensible clítoris y hacerla estallar. Ella sonrió en mitad del clímax, una sonrisa tan bonita que Pedro no dudó en hacerla
llegar otra vez para deleitarse con ella, así que se levantó de la silla haciendo que Paula rodeara sus caderas con sus largas piernas y la condujo hacia el sofá, donde la acomodó sin salir en ningún momento del placer que representaba su cuerpo.
Paula lo despojó de su camisa, exponiendo su desnudo torso, y recorrió su cuerpo con una mirada llena de deseo. Pedro sonrió satisfecho, y encerró sus dulces manos entre las suyas para evitar que marcara una vez más su espalda, haciéndole llegar antes de tiempo.
Mientras sus ojos no perdían de vista ni por un momento la reacción de su excitada anatomía, Pedro llenaba el cuerpo de Paula con sus lentas acometidas haciéndole olvidarse de todo, tal y como prometió. Cuando el placer estuvo nuevamente cerca de arrollarla, él aumento sus acometidas y ella se perdió entre los brazos de su amante llegando a las cumbres del placer.
Pedro intentó resistir un poco más, pero su salvaje gatita mordió su hombro en mitad de su orgasmo y finalmente él se derramó en ella, abandonándose a un placer que nunca había sido tan intenso.
El apuesto veterinario se deleitó una vez más con la hermosa sonrisa de Paula, hasta que su calenturienta mente se dio cuenta de lo que había hecho...
¡Mierda! Finalmente había roto una de sus reglas, esa que era la más necesaria de todas para que la paz en el trabajo se mantuviera, esa que mantenía que un jefe nunca se acuesta con su empleada por muy buena que ésta esté. Y más aún cuando se trataba de una empleada temporal forzosa a la cual no podría despedir a la mañana siguiente si las cosas se volvían algo incómodas.
Paula pareció percibir su renuente actitud por lo sucedido, ya que la sonrisa se borró de su rostro y emitió un insolente suspiro acompañado por una leve negación que sólo podía significar lo decepcionada que se sentía por su respuesta ante tal situación.
Pedro quiso explicarse, pero ella no le dejó hablar.
Simplemente le dio la espalda mientras recomponía su ropa.
Él la miró sintiéndose torpe e inútil ante tan incómodo momento, abrochó sus pantalones e intentó buscar su camisa entre el desorden de la habitación.
Paula se agachó para recoger su cara blusa, que en algún momento de la noche había acabado debajo del sofá, cuando de repente sintió cómo unos fuertes brazos la acogían uniendo su desnuda espalda con el cálido pecho de un hombre que no sabía cómo pedir perdón.
—Sólo quiero hacerte olvidar... —susurró a su oído mientras sus brazos se negaban a dejarla ir.
—Sólo quiero olvidar este día... —contestó ella, acallando las excusas con un beso tras el que los dos volvieron a fundirse en una arrolladora pasión que les hizo dejar de lado todas y cada una de las diferencias que los separaban.
CAPITULO 35
Tras ver el dolor de esos ojos, me escondí en mi despacho.
Mientras miraba su rostro, tuve que retener mi imprudente cuerpo, que sólo quería abrazarla con fuerza contra mi pecho y asegurarle que nadie más la haría sufrir. Pero yo no era un hombre adecuado para ella, por lo que me quedé de pie como un idiota mirando sus lágrimas y apretando enérgicamente los puños para no ceder a la tentación.
A lo largo de las semanas no había podido dejar de pensar en ella, y tenerla todos los días frente a mí me complicaba el ignorarla. Por las noche soñaba con quitarle esa rígida apariencia de niña mimada a base de algún que otro duro revolcón entre mis sábanas, que, aunque no fueran de seda, cumplían muy bien su función.
Por las mañanas, su inquietante perfume y sus atrayentes movimientos me llenaban de frustración por querer encerrarla en mi despacho para incumplir mi norma de no acostarme con empleadas, y cuando discutía con ella era lo peor: ella era tan tan... eficiente.
Todo lo contrario a mí.
En pocos días había ordenado todos los archivos y mi ruinoso despacho, aumentado las ventas de los artículos de uso animal y conseguido que, por una vez en la vida, los números cuadrasen. Si seguía así, quizá esta vez pudiera llegar a pagar la cuota de mi hipoteca y acabar con esa orden de embargo que ya comenzaba a rondarme.
Paula era tremendamente competente, tan perfecta que, cuando discutíamos y ella comenzaba a alzarse sobre mí con sus impertinentes insultos de niña mimada, yo sólo deseaba arrancarle esa apariencia de niña rica tumbándola en el suelo y deleitándome con cada uno de los gemidos que podría hacer salir de sus labios con el leve toque de mis caricias. Me había imaginado la manera en la que ella pronunciaría mi nombre en medio de la pasión una y otra vez mientras yo me enterraba profundamente en su cuerpo.
Para mi intranquilidad, esas imágenes calenturientas no dejaban de perseguirme, y estaba tan tentado de ceder a la locura que la simple visión de esos ojos llenos de dolor me habían hecho querer consolarla de mil maneras distintas: con mis brazos, al sujetarla fuertemente contra mi pecho; con mis labios, al borrar cada una de sus lágrimas; con mi cuerpo, al hacerle recordar lo que era ser una hermosa mujer deseada; con mis caricias, al adorar todo su ser...
Quería borrar todo el dolor de sus ojos para siempre, pero alguien como yo no sabía cómo obrar tal milagro. Así que, simplemente, me senté en mi despacho huyendo de mis deseos y rogando por que éstos no me llegaran a tentar demasiado, porque entonces tal vez cometería la locura de intentar ser el hombre que ella necesitaba
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