jueves, 4 de enero de 2018
CAPITULO 8
Esa mañana me levanté un tanto ojerosa, debido a que Henry se estuvo quejando hasta altas horas de la noche frente a mi puerta cerrada.
Agradecida de no tener que ir al bufete, ya que era sábado, me di una rápida ducha y me dirigí alegremente hacia la espléndida cocina de esa grandiosa mansión victoriana que era la casa de mi tía.
María, la cocinera, me sonrió como cada mañana y me sirvió un café bien cargado y unas tostadas francesas, mientras yo, como cada día, ignoraba a Henry a pesar de que éste intentaba captar mi atención de todas las formas posibles.
Finalmente, furioso al ser ignorado, me robó una de mis tostadas y se marchó con decisión hacia los jardines para disfrutar de un maravilloso desayuno que no le pertenecía.
—Como siga así, no va a poder entrar por la puerta —señalé a María, la agradable mujer que me había cuidado desde que llegué a esa casa con seis años. Ella se rio de mis insidiosos comentarios.
—Vamos, mujer, no seas tan dura con Henry. Tu tía le ha puesto una nueva dieta que le impuso el médico, y el pobre lleva malhumorado todo el día.
—Y él, ¿cuándo no está de mal humor? Por cierto, ¿dónde está mi adorable tía? —pregunté irónicamente a María, porque ambas sabíamos que mi tía no era una de esas ancianas tiernas y encantadoras, más bien todo lo contrario.
—Esta vez no podrás librarte de ella, Paula: te está esperando en su despacho. Creo que tiene un caso importante para ti.
—¡Oh, fabuloso! ¿Qué será ahora? ¿Recogerle la ropa del tinte? ¿Recurrir una multa de tráfico? O tal vez sea algo emocionante, como demandar a las dulces niñitas que venden sus galletitas puerta por puerta porque mi tía ha engordado diez kilos y cree que ellas son las culpables y no los bollos de canela que se engulle a escondidas... —repuse sarcásticamente mientras desayunaba.
—Puede que esta vez sea algo distinto. Tu tía está reunida con su abogado —dejó caer María, atrayendo con ello toda mi atención, ya que no se reunía nunca con él si no tenía una cuestión seria que discutir.
—Será mejor que no me demore mucho, ya sabes cómo se altera tía Mirta cuando la hacen esperar —comenté saliendo de la cocina mientras terminaba de engullir mi tostada y me limpiaba las manos disimuladamente en mis viejos vaqueros.
Cuando llegué a la puerta del estudio, recompuse un poco mi vieja ropa de estar por casa: una antigua sudadera de la universidad, unos raídos vaqueros que sin duda habían visto tiempos mejores y unas sucias zapatillas de deporte que me proporcionaban ese aspecto tan vulgar que tanto desaprobaba mi adorable tía.
Aunque sin duda alguna recibiría una regañina por mi atuendo, sería mucho peor si la hacía esperar demasiado. Porque nadie, nunca, jamás, hacía esperar a Mirta Chaves.
Así que llamé educadamente a la enorme puerta de roble macizo tras la que se encontraban mi tía y su abogado y, tras oír su chillona y reprobadora voz que me daba dulcemente la bienvenida con un impertinente «¡Llegas tarde!», me adentré en la estancia para recibir una inquisidora mirada.
Junto a mi venerable y afable tía se hallaba Hector, su abogado, con el que compartía el mismo número interminable de arrugas y la misma mirada inquisitiva. No obstante, el hombre la ocultaba muy bien detrás de sus enormes gafas, que le hacían parecerse cada vez más a un topo cegato.
Mientras me quedaba hipnotizada por unos instantes mirando la brillante y reluciente calva del viejo compinche de mi tía y me preguntaba cómo era posible que brillara de esa forma y si podía averiguar el producto que usaba para aplicarlo a mis zapatos, tía Mirta dijo algo importante que al parecer necesitaba mi aprobación, ya que los dos se quedaron mirándome en silencio, esperando una respuesta.
Como no quería parecer una imbécil ni explicar que la calva de Hector era hipnótica, simplemente asentí. Tremendo error, porque había dado mi consentimiento a otro de los descabellados planes de tía Mirta.
En el momento en el que el abogado se marchó y parecía que yo me había librado de la reprimenda, intenté fugarme lentamente por la puerta del despacho que daba al jardín.
—¿Adónde te crees que vas, jovencita? — gritó mi tía indignada, ordenándome tomar asiento —. Todavía tenemos que ultimar los planes del viaje. ¡Tienes muchos kilómetros que recorrer antes de encontrar la casa adecuada!
—Gracias, tía —repliqué, gratamente sorprendida ante su amabilidad al querer hallar una casa adecuada para mí, ya que yo le había comentado en más de una ocasión en los últimos días mi decisión de dejar su hogar—. Pero yo ya estoy buscando una casa. He visto un dúplex cercano al bufete en muy buenas condiciones y, aunque parece algo caro, es ideal para mí y...
—¡¿De qué demonios estás hablando?! ¿Es que no has escuchado ni una sola palabra de lo que te hemos dicho Hector y yo? —me reprendió tía Mirta, dirigiéndome una de sus fulminantes miradas.
—Bueno, verás, tía, yo...
—¡Como siempre, estabas en las nubes! Bien, para variar, te repetiré lo que hace unos instantes hemos acordado en este despacho —ironizó mi tía mientras me sermoneaba—. He decidido que, cuando yo muera, todo mi dinero y mis bienes se repartirán a partes iguales entre Henry y tú.
—¡Tía Mirta, estás loca! —exclamé, furiosa ante la excentricidad de dejar parte de su fortuna a un extraño aprovechado.
—Henry se porta muy bien conmigo y, desde que llegó a esta casa, he recobrado las ganas de vivir. Además, me recuerda a tu difunto tío, que en paz descanse.
—¡Tía, no digas tonterías! ¡Tú nunca has perdido las ganas de vivir! ¡Seguirás dando guerra hasta tu último aliento! Pero Henry...
—¡No se hable más! ¡Es mi decisión y punto!
—Bueno, pero ¿me puedes aclarar qué tiene que ver tu testamento con la compra de una casa? —pregunté confusa.
—He decidido que es hora de que Henry se independice y tenga su propio hogar. He visto un reportaje sobre unas hermosas casas que un hombre reforma devolviéndoles su natural encanto y esplendor de antaño. Son construcciones antiguas, pero con personalidad. Quiero que vayas a ese lugar y le compres una casa a Henry.
—A ver si lo comprendo: le vas a comprar una casa a Henry, ¿y a mí no me regalas ni la suscripción al periódico?
—¡Señorita, usted gana un buen sueldo y es lo suficientemente independiente como para mantenerse por sí sola! Henry, por el contrario, es un pobre desvalido que ha sufrido mucho en la vida. Además, ¡yo no crie a ninguna niña mimada, sino a una mujer firme y capaz!
—Gracias tía, pero...
—Ni se te ocurra intentar librarte de este encargo, ya has aceptado... y, si lo haces bien, tal vez Hector comience a darte algún que otro caso importante en el bufete —mencionó mi tía, tocando mi vena avariciosa.
—Bueno, ¡está bien! Iré a ese sitio perdido de la mano de Dios y compraré una casa —comenté resignada.
—Me parece perfecto. Whiterlande aparenta ser un apacible pueblecito, algo muy adecuado para mi querido Henry. Pero, por si acaso no fuera ése el caso, Henry te acompañará.
—¡Estás de coña..., ¿no?!
—¡Jovencita, cuida ese lenguaje! ¡Yo no crie a una niña deslenguada, sino a una señorita, así que compórtate como tal!
—Pero tía... Henry y yo no nos llevamos bien, y yo no puedo ir de viaje en estos instantes porque tengo... ¡tengo una cita muy importante a la que no puedo faltar! —me inventé sobre la marcha para salir del paso, ya que las únicas citas que tenía últimamente eran con un dulce helado de chocolate delante de mi carísimo televisor viendo antiguas películas de amor.
—¡No me mientas, Paula Olivia Chaves! No sales con ningún hombre desde hace años. Concretamente, desde que ese estúpido de Manuel Talred te engañó pocos días antes de vuestra boda. No sé por qué te sigues lamentando todavía: era un inepto y un aprovechado que únicamente se
interesaba por tu dinero. O, más bien, por el mío. Lo supe en cuanto entró por la puerta.
—Pues me hubiera venido muy bien que me lo hubieses dicho entonces, así tal vez me hubiese ahorrado el mal trago de encontrármelo en la cama con mi examiga Jennifer.
—Esa niña tampoco me gustó nunca. Era un poco...
—Putón.
—¡Paula, esa boca! —me reprendió mi tía una vez más, aunque yo sabía que, en el fondo, me daba la razón—. Descocada, ésa es una palabra más correcta para referirte a ese tipo de personas.
—Tú llámala como quieras, tía Mirta, que yo seguiré pensando lo mismo de ella. Y no te digo lo que pienso de mi ex, porque definitivamente el jabón no sería lo suficientemente eficiente como para borrar ese vocabulario de mi boca y tal vez pasaras a la lejía.
—¡Jovencita, quiero ver niños correteando por esta casa! —señaló finalmente tía Mirta, sacando por fin a la luz el problema fundamental y el motivo por el cual no dejaba de castigarme con Henry.
—Siento decírtelo, tía, pero creo que eres demasiado mayor para eso. Aunque, ¡quién sabe!, hoy en día la ciencia ha avanzado mucho... — bromeé con mi tía, que carecía de sentido del humor.
—¡No digas tonterías, Paula! Lo que yo quiero es verte a ti casada y con algún que otro retoño.
—¡No pienso casarme jamás, tía Mirta! ¡Después de haber estado a punto de cometer el mayor error de mi vida, no voy a volver a caer otra vez en la trampa del matrimonio!
—Aún eres muy joven para pensar así, Paula. Tal vez deberías ver mundo...
—No, gracias, estoy muy bien aquí. Pronto me mudaré y ya no tendrás que preocuparte por con quién salgo o dejo de salir.
—Muy bien. ¿Quieres abandonarme y dejar sola a una pobre y desvalida anciana? ¡Pues vete!
—¡Vamos, tía! Las dos sabemos que tú nunca serás una mujer desvalida y dudo mucho de que, en una casa con cinco sirvientes, estés sola en algún momento. Lo de anciana no puedo rebatírtelo, pues tienes setenta y cinco años. ¿Sabes? He visto una hermosa residencia... —Me mofé de la ofuscada mujer a la que no le hacían ninguna gracia mis burlas.
—Bien, Paula Olivia Chaves, ¿quieres una casa tú también? Pues te la compraré donde tú quieras, pero a cambio irás a ese pueblo y cumplirás con mi encargo de comprar una casa al gusto de Henry.
¿Quién podría resistirse a un trato así? Y más después de quedarme casi arruinada por una casa que había comprado con la ilusión de un futuro y que después únicamente me recordaba una amarga traición. Aunque la venta se realizó con la rapidez requerida, perdí dinero con la transacción, acabando en el proceso con todos mis ahorros. Así que, finalmente, accedí una vez más a una de las alocadas ideas de mi tía.
Me puse uno de los caros trajes negros de marca que tanto le agradaban, cogí uno de los coches más caros y veloces del garaje de tía Mirta, un BMW negro de gran potencia que
podía alcanzar más de trescientos kilómetros por hora y que tenía los cristales tintados para preservar la intimidad de mi recalcitrante tía, preparé mi equipaje y el de Henry con celeridad y, después de esperar a que éste se acomodara en el asiento trasero, comencé mi viaje hacia ese pequeño pueblecito, que, después de todo, no podía estar tan lejos, ¿no...?
CAPITULO 7
Mansión de los Chaves, veinte años después...
Yo, Paula Olivia Chaves, una prometedora abogada con un gran futuro por delante, aún no llegaba a comprender cómo me había metido en aquel lío.
Después de terminar mi carrera con excelentes calificaciones en una de las más caras y prestigiosas universidades del país, había acabado trabajando para el bufete de mi tía Mirta. Eso no estaría nada mal si no fuera porque me tocaba representar a esa alimaña rastrera y babosa que era el nuevo protegido de mi tía... un interesado y sucio personaje que apareció un buen día en la puerta trasera de la gran mansión de una vieja adinerada y se aprovechó de su buen corazón.
Todos los días de mi vida, desde que mi anciana y desvalida tía... bueno, tal vez no tan desvalida como aparentaba, pero sin duda alguna se trataba de una anciana que empezaba a chochear... en fin, todos los días le advertía a tía Mirta sobre la malicia de su protegido, Henry, pero ¿ella me escuchaba? No. Tía Mirta miraba a ese conspirador personaje y, tras observar detenidamente sus tristes ojos de macho abandonado, me gritaba: «¿Cómo puedes acusar a
Henry de algo así?», y yo quedaba como la malvada y pérfida sobrina ante todos, mientras él siempre se salía con la suya.
Estaba hasta las narices de tener que cuidar siempre del apestoso de Henry; ese animal no tenía educación alguna y se negaba a aprender hasta lo más básico. Para colmo de males, mi tía me había ordenado que estuviera a disposición de Henry las veinticuatro horas del día, por lo que, desde hacía algo más de un año, no tenía vida propia, sino que tenía que ir siempre corriendo tras ese... ¡ese apestoso!
Todos se burlaban de mí en el bufete, a pesar de que tía Mirta era la accionista mayoritaria y de que su difunto marido fuera uno de los socios fundadores. Yo, por mi parte, levantaba dignamente la cabeza y caminaba orgullosa por los amplios pasillos entre los despachos de abogados, preguntando a los graciosos si ellos tendrían lo que había que tener para tratar con Henry y su mal genio. Entonces me deleitaba al verlos encogerse ante la idea de que mi tía les mandara representar a su protegido, porque Henry, a pesar de su corta edad, ya se había metido en más de un lío judicial por su turbio temperamento.
Henry era joven, paticorto, de ojos tristes y orejas demasiado grandes para su bien. Muy peludo, aunque empezaba a sospechar que sufría de una calvicie prematura porque siempre iba dejando pelos por todas partes. Para mi desgracia, el mimado de mi tía se encariñó conmigo en cuanto me vio y, por más que procuraba dejarle claro que lo nuestro era imposible, él siempre insistía en ir detrás de mí, a todas partes.
En más de una ocasión había intentado quedarse a dormir en mi habitación, pero yo lo había echado furiosa de mi cuarto, prohibiéndole la entrada de por vida. Él, por su parte, parecía no entender las indirectas, ni las directas, y siempre se quedaba quejándose hasta altas horas de la madrugada en la puerta de mi dormitorio para mostrarme su amor.
¡Estaba decidido! En cuanto terminara ese estúpido encargo que me había endosado mi tía, me iría a vivir sola. Con mis veintiséis años, ya era hora de abandonar el nido y dejar tras de mí las locas peticiones de tía Mirta y las innumerables quejas de su protegido.
CAPITULO 6
—¿No le ibas a dar la opción de elegir? — bromeó el esposo de Mirta, alzando una de sus cejas de forma impertinente ante las precipitadas acciones de su mujer.
—Y se la he dado: en ningún momento ha dicho que no. Además, después de ver a esa familia, yo también querría deshacerme a toda prisa de mi apellido.
—¿Y cómo sabes que eso es lo mejor para ella?
—Porque, indudablemente, con o sin nuestro apellido, esa niña es una Chaves en todos los sentidos —contestó dignamente Mirta, elevando su altivo rostro ante las pullas de su marido.
—Mirta... —la amonestó su esposo, algo molesto con su orgullosa respuesta.
—No te preocupes. Sin duda aprenderá todo lo que tiene que saber un Chaves, y lo hará de la mejor: de mí —alardeó Mirta ante su resignado marido.
—Eso es precisamente lo que más me preocupa —confesó el señor Chaves, siendo consciente de que esa pequeña acabaría teniendo, sin duda, el mismo endiablado temperamento que su insufrible, pero queridísima, esposa.
Fue entonces cuando compadeció al pobre idiota que osara enamorarse de Paula cuando fuera mayor.
Algo que, sin duda, le seguiría preocupando aun después de su muerte, porque, a partir de ese día, esa niña sería su pequeña Paula, a la que siempre vigilaría aunque ya no estuviera allí para verla cometer cada uno de los estúpidos errores en los que siempre caían los Chaves al encontrar el amor.
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