domingo, 4 de marzo de 2018
CAPITULO 101
—Creo que ya es hora de que vayas a recoger a Henry. Seguro que el pobrecito está tremendamente asustado en esa solitaria clínica, ¡y a saber lo que le habrá hecho ese malvado veterinario! —dijo tía Mirta una vez más a su sobrina mientras disfrutaba de un sabroso tentempié en la pequeña cocina.
—Tía, voy todos los días a ver a ese chucho y está en perfectas condiciones. En cuanto a ese malvado veterinario, no ha hecho otra cosa que salvarle la vida a tu querido perro.
—Henry es algo más que un perro, y ya sé que vas todos los días a verlo, pero ¿por qué, cuando vuelves, nunca me hablas de lo que te ha dicho ese veterinario sobre cómo va su tratamiento o su mejoría tras la operación?
—Muy fácil: voy a ver a Henry cuando Pedro no está.
—¿Y eso a qué se debe? —preguntó inquisitivamente tía Mirta a su sobrina.
—A que no estoy preparada para oír lo que tenga que decirme Pedro. No quiero escuchar más mentiras ni que nadie me haga daño de nuevo.
—¡Paula Olivia Chaves, yo no he criado a una cobarde! —reprendió Mirta a su perdida sobrina.
—Por una vez, tía Mirta, déjame no ser una Chaves y tener miedo como cualquier otra persona —rogó cabizbaja, negándose a enfrentar la mirada decepcionada de su tía.
—Nunca he dicho que los Chaves no tengamos miedo —replicó la sabia anciana, alzando la cara de su sobrina y mirándola con el orgullo de una madre—. Sólo que sabemos enfrentarnos muy bien a ello. Escucha lo que tenga que decirte ese hombre; al fin y al cabo, no es tan malo como pensaba. Aunque siempre creeré que no hay ningún hombre digno de mi sobrina, creo que él podría ser bueno para ti.
—Lo pensaré —concedió Paula mientras se alejaba y cientos de dudas continuaban rondando por su mente sobre las palabras dichas por Pedro y las que aún tenía que decir.
—¿Qué le pasa? —preguntó burlonamente Manuel, cuando Paula pasó junto a él sin fijarse en su presencia en absoluto.
—Que al fin mi sobrina se ha enamorado — contestó la anciana, mostrando a ese hombre que tanto detestaba la más satisfecha de sus sonrisas —. Y esta vez el candidato parece bastante adecuado.
—Seguro que es porque todavía no lo ha tentado con su dinero como hizo conmigo, querida tía —ironizó Manuel, buscando algo frustrado el placer de un buen café en esa maldita cocina que parecía ser siempre el lugar más concurrido de la casa.
— Lo hice desde el principio y, al parecer, ese chico tiene algo de lo que tú careces —dejó caer tía Mirta mientras se alejaba de la estancia.
—¿El qué? —inquirió Manuel, cayendo en la trampa de la anciana.
—Orgullo.
—El orgullo, la sinceridad, la honestidad... son cualidades que no llevan a nadie a hacerse rico.
—Ya sabía yo que por algo no me gustabas,Manuel, y acabo de caer en la cuenta de que no posees ninguna de esas cualidades. Eres un magnífico abogado, pero nunca serás una buena persona, y mucho menos alguien adecuado para una Chaves, así que no te vuelvas a acercar a mi sobrina o esta vez haré realidad mis amenazas y convertiré tu vida en un infierno —declaró con contundencia la anciana, poniendo fin a las burlas de un hombre que sabía hasta dónde llegaba el poder de un Chaves, ya que en más de una ocasión había codiciado ese ilustre apellido y todo lo que conllevaba.
CAPITULO 100
Pedro llevaba una semana siendo el esclavo de ese chucho.
Después de la visita de tía Mirta, que pareció mirarlo con un poco menos de inquina que en las otras escasas ocasiones en las que habían tenido la desgracia de coincidir, la preocupada mujer se aseguró de pagarle una suma exorbitante por tratar a Henry.
En más de un momento, Pedro se sintió tentado de tirarle el dinero a la cara a esa molesta y altiva mujer y revelarle que Henry no estaba tan mal como aparentaba, pero, después de ver el semblante afligido de la anciana, que parecía no tranquilizarse con nada que no fuera la presencia de Henry en su clínica, aceptó hacerse cargo de ese animal que no hacía otra cosa que molestar con sus continuas quejas.
Los primeros días, Pedro se preocupó por las posibles infecciones que podían producirse, por lo que le hizo las convenientes curas para evitarlo y estuvo atento a los posibles dolores del can. No hubo secreción purulenta, mal olor o fiebre, por lo que se tranquilizó y en los siguientes días examinó atentamente a Henry por si el golpe recibido había producido algún daño adicional a la herida tratada. Le hizo también algunas radiografías para asegurarse de ello.
Ya no faltaba demasiado para que pudiera quitarle los puntos externos y ese maldito collar isabelino con el que Henry se asemejaba más a una lámpara con patas que al molesto chucho que conocía. El perro lo embestía constantemente con él desde que se lo puso, para que se lo quitara, y también lo aprovechaba para mostrar su descontento, golpeando cualquier objeto que se hallara en su camino.
Después de su operación, en tan sólo unos pocos días, Henry había vuelto a ser ese chucho molesto que no sabía hacer otra cosa que incordiar y perseguirlo a todas partes con sus lamentos de amor por su querida Paula, algo que él también querría hacer, pero, como tenía su orgullo, no estaba dispuesto a suplicar a Paula para que oyera sus palabras... aunque ¡cómo que se llamaba Pedro Alfonso que, antes de marcharse de Whiterlande, esa cabezota lo escucharía!
Una vez más, cuando tuvo un momento de descanso de su dura jornada de trabajo, que ya no era tan emocionante desde que Paula no lo acompañaba, se adentró en su despacho para ver qué estaba haciendo esa vez ese saco de pulgas que siempre lo esperaba con alguno de sus gruñidos de protesta que le exigían ser atendido.
Al estar todo en silencio, Pedro intuyó que Henry estaría haciendo alguna de las suyas y, tal y como pensaba, tuvo razón: el cánido roía desconsoladamente el teléfono inalámbrico de su despacho mientras se quejaba por uno de los auriculares de su lamentable situación con algún que otro lamentable gimoteo.
Para su desgracia, en ese teléfono, el único número registrado en marcación rápida era el de Pollos Jumbo, desde donde alguien preguntaba qué número de menú decidía elegir.
Pedro colgó antes de que Henry gimoteara nuevamente al joven encargado de la comida rápida y reprendió al molesto perro, prohibiéndole una vez más morder su teléfono.
—¿Es que no tienes orgullo? ¡Compórtate como un macho alfa y espera a que ella venga a recogerte! Sólo faltan dos días...
Ante esa cantidad de tiempo tan enorme para él, Henry comenzó a quejarse otra vez de su desgracia.
—¡No voy a llamarla! Tengo ganas de hacerlo, ¡pero no! Porque ella me soltará alguna estupidez, yo le gritaré y al final discutiremos de nuevo... — murmuró Pedro, mientras paseaba nervioso de un lado a otro de la estancia a la vez que caía en la cuenta de la ridícula situación que estaba protagonizando explicándole a un perro cada una de sus acciones.
Henry lo miró de forma interrogativa y, alzando una de sus altivas cejas, se dirigió hacia donde Pedro tenía las revistas deportivas que tanto le gustaban y las destrozó con saña sin dejar de dirigirle en ningún momento una de esas miradas que sólo podían significar: «Esto es lo que quiero hacerte a ti».
Cuando se dispuso a destrozar otra de sus preciadas reliquias, antes de que Pedro lo alcanzara, Henry halló ante él uno de esos elegantes ejemplares de moda de pasarela que seguramente Paula habría dejado olvidado. Henry se acordó de ella sin duda, ya que se tumbó junto a ese trozo de papel y, suspirando desamparado, comenzó a gemir de nuevo por su querida Paula.
CAPITULO 99
Cuando llegaron a la clínica, Pedro ordenó a Paula que siguiera presionando la herida mientras él preparaba todo el material necesario para la intervención de Henry, y apartó de su mente cualquier pensamiento que no fuera salvarle la vida.
No le preocupaba tanto la pérdida de sangre, que al ser de color oscuro sólo podía provenir del circuito venoso y, por tanto, era una hemorragia más sencilla de controlar. Lo que más le inquietaba eran los posibles daños internos en algún órgano y, sobre todo, las infecciones que podían sobrevenirle por la suciedad de la herida.
A contrarreloj, Pedro depositó a Henry en la mesa de operaciones, le colocó una vía con suero y, antes de decidir qué tipo de anestesia utilizar, se dispuso a limpiar la herida con bastante precisión para ver hasta dónde habían llegado los daños. A pesar de haberle ordenado a Paula salir del quirófano, ésta se negó a hacerlo, así que, dándole algo para mantenerse ocupada, Pedro le dio instrucciones.
—Cámbiate de ropa, ponte esa bata de quirófano estéril —indicó Pedro, señalándole la ropa de más que guardaba en los armarios—, lava tus manos hasta los codos con ese gel antibacteriano y no olvides los guantes y la mascarilla. Necesito que me ayudes, ¡y por lo que más quieras, no te desmayes! —finalizó severamente.
Paula hizo con celeridad todo lo que Pedro le había ordenado y, cuando estuvo junto a él, observó con admiración cómo hacía su trabajo, algo en lo que hasta entonces no se había parado a pensar: sin duda, Pedro Alfonso era un maravilloso veterinario.
Hasta ese momento él nunca le había permitido pasar más allá de la zona de recepción, tanto por su miedo ante la visión de la sangre, que ahora parecía cosa del pasado, como por no estar lo suficiente cualificada para ayudarlo. No obstante, ahora le pedía su apoyo y ambos sabían que era fundamentalmente para que ella mantuviera su mente ocupada hasta que todo hubiera terminado y Henry se encontrara mejor, porque, si alguien podía curar a Henry, ése era Pedro.
Paula vio cómo su serio semblante evaluaba los daños mientras poco a poco limpiaba y desinfectaba la herida. Paula le fue pasando gasas y suero hasta que la limpieza de la zona afectada mostró algunas esquirlas de cristal incrustadas en la piel. Antes de empezar a hurgar en la lesión, Pedro sedó a Henry y lo intubó hábilmente. Tras comprobar sus constantes vitales, comenzó a retirar minuciosamente cada pequeño trozo de cristal.
—No es tan grave como pensaba —comentó Pedro, tranquilizando a Paula, cuyas manos temblaban ante la mera visión de la sangre—. La herida no es demasiado profunda, y no tiene dañado ningún órgano vital. No obstante, tiene desgarrado algo del tejido muscular. Ahora sólo se trata de coser y administrar algún que otro antibiótico para prevenir cualquier posible infección. Será mejor que esperes fuera, no quiero tener dos pacientes a los que atender esta noche — concluyó Pedro, señalando la palidez de su rostro.
—Prefiero ayudarte —replicó dubitativa Paula, mientras admiraba al hombre que nunca podría dejar de amar.
—Bien... Entonces pásame esas pinzas —le ordenó mientras comenzaba a suturar con celeridad.
Sus manos eran rápidas; sus acciones, efectuadas con determinación y precisión, y cada poco preguntaba por las cifras que aparecían en la pantalla que mostraba las constantes vitales del animal. Antes de que pudiera darse cuenta, todo había terminado: Pedro desentubaba a Henry y éste comenzaba a recuperar la conciencia. Por último, Pedro le inyectó unos antibióticos y empezó a limpiar el material quirúrgico y el pequeño quirófano.
—Puede que, cuando Henry recupere la conciencia, vomite, por la anestesia. Tendré que hacerle un seguimiento para que su herida no se infecte, y si decides marcharte pronto de este lugar, debes darme el número de su veterinario para que le pase el historial de Henry —dijo Pedro, mientras tiraba sus guantes manchados de sangre sin dejar de observar las reacciones de su paciente —. Esta noche se quedará conmigo, quiero asegurarme de que no surge ninguna complicación. Como no tengo ningún otro animal en la clínica, le habilitaré una cama en mi despacho y pasaré la noche vigilándolo en ese viejo sofá
—Gracias —susurró Paula mientras se dirigía al baño de recepción para cambiarse de ropa.
—Entre tú y yo aún hay mucho que decir... — señaló Pedro antes de que Paula saliera de la habitación—. Pero éste no es el mejor momento para ello, así que cámbiate y llama a esa vieja entrometida. Seguro que está inquieta por el estado de Henry.
—Creí ser bastante clara cuando te dije que entre tú y yo ya estaba todo dicho —replicó Paula, mientras sujetaba la puerta negándose a mirar directamente esos ojos azules que tanto la atraían.
—Ésas fueron tus palabras. Todavía no has escuchado las mías, pero, antes de irte, lo harás — aseguró Pedro, sujetando el brazo de Paula con firmeza y obligándola finalmente a mirar la determinación escrita en su rostro.
—No sé si quiero escuchar lo que tienes que decirme, Pedro, porque últimamente tus palabras sólo saben herirme, y estoy harta de que me hagan daño —declaró Paula, zafándose del agarre del hombre que todavía amaba y apresurándose hacia la seguridad de una habitación cerrada que ocultara las lágrimas que comenzaban a asomar a su desolado rostro, porque en esos momentos se había dado cuenta de que Pedro era el hombre con el que ella siempre había soñado. ¡Lástima que los sueños nunca se hicieran realidad y el hombre al que amaba no la quisiera a ella!
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