viernes, 12 de enero de 2018

CAPITULO 33





Habían pasado ya tres semanas desde el lamentable primer día de trabajo de Paula.


Después de una rápida mudanza por parte de sus molestos inquilinos a una modesta y bonita casa algo aislada, propiedad de su padre, un hombre que simplemente se rio ante la mención de los ataques que había recibido por parte de esos dos animalejos de alto pedigrí, Pedro había llegado
a una conclusión: ese saco de pulgas sin duda alguna lo odiaba, y más aún después de restringirle el acceso a su adorada dueña.


Como Paula se negaba rotundamente a dejar solo a ese desgraciado animal, él tenía que permitir que el baboso chucho se quedara en su apartamento mientras su eficiente y forzosa empleada cumplía con sus tareas en la clínica.


Ante el asombro de Pedro, Paula tuvo que introducir el número de su clínica en marcación rápida en el teléfono inalámbrico de casa y dejarlo junto al chucho para que éste se tranquilizara.


Si Pedro pensó que eso era una medida bastante estúpida, ya que ningún perro era capaz de hacer tal prodigio como efectuar una llamada telefónica, salió de su error cuando vio la interminable factura de teléfono que llegó a su nombre. Según la específica factura, ese chucho se pasaba casi todo el día colgado del teléfono como un adolescente enamorado.


Definitivamente eso era imposible. Ese molesto chucho no podía llamar a la clínica intencionadamente una y otra vez para hablar con Paula. Y si fuera el caso, ¿de qué narices
hablaban esos dos para que la factura fuera de cuatro malditas páginas? Pedro salió de su despacho hecho una furia, dispuesto a enfrentarse a la señorita Desdén y hacerle tragar a ese gordo saco de pulgas la factura si llegaba a tocarle mucho las narices.


Y fue en ese preciso instante cuando escuchó la conversación más absurda que podía imaginar, una a la que las asiduas cotillas del lugar no dejaban de prestar suma atención.


—¡Henry, te he dicho mil veces que no me llames más para expresarme tus quejas! ¡Saldré del trabajo cuando pueda y punto! —reprendió seriamente Paula a su eterno enamorado—. ¡No llores más! Te he dejado bastante comida para alimentar a dos como tú, y te recuerdo que estás a régimen, así que no intentes... —tras un instante de silencio, Paula exclamó—: ¡Henry! ¡Estoy oyendo cómo abres los muebles de la cocina! ¡Deja eso inmediatamente! ¡Y no pongas la tele para disimular que estás en el sofá, sé reconocer a la perfección tus gruñidos de niño mimado! ¡Henry! ¡Henry! ¿Me estás escuchando?


Pedro negó con la cabeza ante tan absurdo comportamiento como era el hablarle a un perro, y más todavía a través del teléfono. Luego, enfadado, volvió a mirar la factura y tomó una decisión. Le arrebató el teléfono a Paula y gritó como un poseso.


—¡Escúchame bien, estúpido baboso! ¡Como vuelvas a molestar a mi empleada no dudaré a la hora de utilizar mi escalpelo, así que deja de llamar de una maldita vez! —amenazó furiosamente el ejemplar veterinario ante el asombro de todas las cotillas, que comenzaron a murmurar.


—¡Y tú! —Señaló bastante molesto el airado veterinario, poniendo frente a los ojos de Paula la exorbitante factura—. Siento interrumpir la romántica conversación que mantenías con tu amorcito. Estaba dispuesto a esperar hasta la empalagosa parte de «Cuelga tú; no, mejor tú...», pero esto me hizo desistir de esperar por más tiempo —ironizó Pedro antes de dejar con brusquedad la factura sobre el mostrador—. Haz el favor de atar en corto a ese indeseable cuando vengas a trabajar y, te lo advierto, ¡desde hoy las llamadas privadas están totalmente prohibidas! — terminó, solventando el problema de una vez por todas.


O eso era lo que pensaba Pedro hasta que recibió una nueva factura donde esta vez se reflejaba que el perro había logrado hacer llamadas al extranjero... y los chismes sobre su amor no correspondido hacia Paula comenzaron a rondar por todo el pueblo.




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