sábado, 13 de enero de 2018

CAPITULO 35





Tras ver el dolor de esos ojos, me escondí en mi despacho.


Mientras miraba su rostro, tuve que retener mi imprudente cuerpo, que sólo quería abrazarla con fuerza contra mi pecho y asegurarle que nadie más la haría sufrir. Pero yo no era un hombre adecuado para ella, por lo que me quedé de pie como un idiota mirando sus lágrimas y apretando enérgicamente los puños para no ceder a la tentación.


A lo largo de las semanas no había podido dejar de pensar en ella, y tenerla todos los días frente a mí me complicaba el ignorarla. Por las noche soñaba con quitarle esa rígida apariencia de niña mimada a base de algún que otro duro revolcón entre mis sábanas, que, aunque no fueran de seda, cumplían muy bien su función.


Por las mañanas, su inquietante perfume y sus atrayentes movimientos me llenaban de frustración por querer encerrarla en mi despacho para incumplir mi norma de no acostarme con empleadas, y cuando discutía con ella era lo peor: ella era tan tan... eficiente.


Todo lo contrario a mí.


En pocos días había ordenado todos los archivos y mi ruinoso despacho, aumentado las ventas de los artículos de uso animal y conseguido que, por una vez en la vida, los números cuadrasen. Si seguía así, quizá esta vez pudiera llegar a pagar la cuota de mi hipoteca y acabar con esa orden de embargo que ya comenzaba a rondarme.


Paula era tremendamente competente, tan perfecta que, cuando discutíamos y ella comenzaba a alzarse sobre mí con sus impertinentes insultos de niña mimada, yo sólo deseaba arrancarle esa apariencia de niña rica tumbándola en el suelo y deleitándome con cada uno de los gemidos que podría hacer salir de sus labios con el leve toque de mis caricias. Me había imaginado la manera en la que ella pronunciaría mi nombre en medio de la pasión una y otra vez mientras yo me enterraba profundamente en su cuerpo.


Para mi intranquilidad, esas imágenes calenturientas no dejaban de perseguirme, y estaba tan tentado de ceder a la locura que la simple visión de esos ojos llenos de dolor me habían hecho querer consolarla de mil maneras distintas: con mis brazos, al sujetarla fuertemente contra mi pecho; con mis labios, al borrar cada una de sus lágrimas; con mi cuerpo, al hacerle recordar lo que era ser una hermosa mujer deseada; con mis caricias, al adorar todo su ser...


Quería borrar todo el dolor de sus ojos para siempre, pero alguien como yo no sabía cómo obrar tal milagro. Así que, simplemente, me senté en mi despacho huyendo de mis deseos y rogando por que éstos no me llegaran a tentar demasiado, porque entonces tal vez cometería la locura de intentar ser el hombre que ella necesitaba




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