lunes, 22 de enero de 2018

CAPITULO 66






—¡No! ¡Le digo por enésima vez que no estoy interesada en ningún hombre! ¡Y por el sonido de su juvenil voz debería avergonzarse de sus atrevidas palabras! ¡Yo podría ser su abuela! — Mirta Chaves interrumpió su discurso y, ante las osadas palabras de ese hombre, espoleadas por un vil anuncio en el periódico, se dispuso a reprenderlo con gran contundencia, decidida a aleccionar a ese jovenzuelo—. ¡Jovencito! ¡Alguien debería lavarle esa sucia boca con jabón! —Definitivamente, algunos hombres no tenían remedio, pensaba la experimentada mujer tras oír alguna obscena propuesta, demasiado atrevida incluso para ella—. ¡De ninguna manera pienso ir en su busca para lavarle ninguna parte de su cuerpo! —gritó Mirta bastante furiosa antes de colgar su teléfono; la anciana parecía haber recibido su merecido por primera vez. »¡No te rías, María! ¡No me hace ninguna gracia! —le señaló acusadoramente a la mujer del servicio, que se desternillaba a su costa, algo que Mirta permitía porque María era más una vieja amiga que una empleada.


—No puedes negar que ese hombre tiene valor y mucha imaginación a la hora de devolverte tus sucias jugadas —repuso María, entre risas—. Obviamente es cosa suya, porque por nada del mundo mi niña osaría tratarte así por mucho que consiguieras enfadarla.


—¡No me gusta que ese joven se crea con derecho a hacer lo que le plazca con mi sobrina! Y todavía no tengo muy claro que no vaya tras su dinero.


—Lo que no te gusta, Mirta Chaves, es que has encontrado un hombre al que no puedes manipular para que haga lo que tú quieras, y eso, querida amiga, te saca de quicio —apuntó despreocupadamente María, disfrutando de una dulce taza de té.


—Todos los hombres tiene un precio. Sólo tengo que averiguar cuál es el de este tipo y alejarlo de Paula —comentó decidida la anciana.


—Pues, al parecer, este hombre no se rige según tus normas, porque te está demostrando con sus rebeldes actos lo poco que le importa tu dinero o posición —dijo María—. Además, no te quejes tanto: en un principio bien que lo elegiste como candidato para Paula tras leer un ridículo artículo de prensa.


—Sí, pero Pedro Alfonso descubrió su verdadera
personalidad cuando pagó con mi dinero todas sus
deudas.


—A ti lo que te molesta es que no pudiste sobornarlo desde el principio con esos diez millones que siempre pones como anzuelo para que los hombres vayan detrás de Paula.


—¡Ese vil y despreciable Pedro Alfonso me dio gato por liebre cuando rechazó mi dinero para luego obtenerlo de la forma más ruin posible, anulando nuestro posible trato! —gruñó indignada Mirta, ignorando las palabras de su amiga—.Eso me puso furiosa, pero la realidad es que no quiero que mi querida niña vuelva a sufrir por culpa de un hombre.


—Y, sin embargo, te contradices al comportarte como un molesto grano en el culo que no cesa de hostigar a Paula con el matrimonio y los hijos —puntualizó atrevidamente María


—Creo que ya es hora de que mi sobrina avance y deje atrás el recuerdo de ese cerdo insufrible, a quien no he despedido de mi bufete porque es un espléndido abogado con muchos clientes importantes y adinerados. Aunque no creas que no he tenido más de una discusión con Hector sobre mandarlo a Siberia...


—Si crees que es hora de que Paula rehaga su vida, tienes que dejarla elegir libremente al hombre adecuado para ella.


—¡Y lo hago! ¡Le he mandado más de una decena de pretendientes para que se decida, aunque, al parecer, ese irritante Pedro Alfonso consigue espantarlos a todos!


—Lo que le has enviado a tu sobrina son decenas de interesados que no harán otra cosa que atosigarla y hacerla dudar de los hombres más aún. ¡Gracias a Dios que ese muchacho se ha librado de la mayoría de ellos!


—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Mirar desde lejos cómo vuelven a hacerle daño a mi pequeña?


—Sí, querida. En eso consiste ser padres: en algún momento tenemos que dejar a nuestros hijos volar por su cuenta.


—¡Me niego! Ya hice caso de tus consejos en una ocasión quedándome al margen y callándome todo lo que pensaba de ese hombre al que ella había elegido y sólo me sirvió para verla sufrir durante años por la pérdida de un idiota que hubiera sido mejor que nunca hubiera conocido. ¡Ahora no pienso mantenerme al margen de esta situación hasta que esté completamente segura de que ese hombre es el adecuado para mi pequeña!


—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Enviando a alguno de tus abogados a espiarla? ¿Contratando a un detective...? —bromeó María con alguna de las descabelladas ideas que su anciana amiga había tenido en los últimos meses.


—No, María, pienso ir yo misma a ver cómo es ese individuo. Después de todo, me ha remitido una invitación que no puedo rechazar... —declaró furiosa la vieja adinerada mientras golpeaba su taza de café contra la mesa donde descansaba el periódico de la mañana. Éste estaba abierto por la sección de contactos, donde se podía leer un escandaloso anuncio en el que su número de teléfono era ofrecido con grandes letras. El provocador reclamo decía así:
Abuelita adinerada y aburrida con ganas de
marcha. Llámame y cuéntame tu escandalosa
propuesta; si me gusta, puede que te regale
diez millones de dólares...


Mirta Chaves se enfadó de nuevo por el escandaloso anuncio cuando su móvil volvió a sonar, mostrando otro número desconocido en su pantalla. Rechazó apresuradamente la llamada sin molestarse en atenderla... después de todo, era la vigésima llamada obscena que recibía a lo largo de la mañana. Luego se dirigió con paso ligero a su despacho, desde donde pensaba llamar a Hector dispuesta a demandar a ese periodicucho si hacía falta con tal de que su nombre y su teléfono fueran eliminados de esas funestas páginas en donde la gente osaba anunciar sus más impúdicos deseos.


Mientras hablaba de su problema con su fiel abogado y amigo, éste le confirmó que el contratiempo sería resuelto a la mayor brevedad posible, y le advirtió de que algunos componentes de la junta directiva del bufete habían tratado de contactar con ella por un asunto importante.


Mirta miró su buzón de voz, segura de que alguno de los representantes de la junta le habría dejado un mensaje contándole esa situación que requería su presencia y, para su sorpresa, se percató de que tenía unos cincuenta mensajes almacenados en él.


—¡Maldito Pedro Alfonso! —gritó airadamente Mirta Chaves, esta vez más que decidida a alejar a ese impresentable lo antes posible de su querida e inocente sobrina. Una sobrina que al parecer aún no había aprendido a juzgar a los hombres adecuadamente... pero para eso estaba ella: para corregir todos y cada uno de los errores de Paula.
Y nadie podía negar que Pedro Alfonso era un gran y tremendo error en la vida de una Chaves.


Eso sí, un error que pronto podría solucionar.


—¡Prepárate, Pedro Alfonso! ¡Voy para allá! — anunció maliciosamente la anciana mientras arrugaba la molesta declaración de guerra de ese joven entre sus manos y la arrojaba a la papelera de su despacho, convencida de devolverle con creces cada uno de sus atrevidos actos.




CAPITULO 65






Juan Alfonso no estaba del todo seguro de que hubiera sido buena idea dejar esa importante venta a su hijo Pedro, a pesar de que éste había hecho un enorme esfuerzo para resolver un complicado examen de más de diez páginas que él mismo le había impuesto, demostrando lo hábil que podía ser para los estudios cuando le daba la real gana.


Juan aún se sentía algo inquieto por haber entregado las llaves de sus casas al más alocado de sus hijos. Jose era el mayor y el niño responsable. Eliana, su niñita perfecta, mientras que Pedro... Pedro era el tarambana, el que siempre hacía lo que quería sin escuchar nunca a nadie.


Juan se había apiadado de él y le había concedido la responsabilidad de llevar a cabo esa venta por tres motivos. Primero, el inamovible y perpetuo gesto de su esposa que se lo exigía, con su típica mirada de «A mí no me tocas ni un pelo hasta que hagas lo que yo digo». Segundo, la inevitable curiosidad que tiene todo padre por conocer cómo es la mujer de la que se enamora su hijo, y, en tercer lugar, la razón más importante: ¿de cuántas formas haría su hijo el idiota antes de que esa joven se decidiera a quererlo? 


Había muchas formas de hacer el imbécil delante de una mujer y, conociendo a su hijo, seguro que Pedro estaba al corriente de todas.


Juan aparcó su vehículo despreocupadamente a un lado del camino, sabedor de que ésa era la casa que Pedro había elegido como la venta más adecuada para la clienta. Dado que Pedro era conocedor de sus gustos, Juan confió plenamente en él y lo señalaron como la mansión con más posibilidades de ser elegida.


Hasta ese momento su hijo había hecho un trabajo espléndido bajo su tutela. Ahora solamente le faltaba por ver cómo acababa cerrando el trato en una elevada cifra que les reportase un gran beneficio.


Después de llamar a su hijo mayor, quien le aseguró que su hermano sin duda se encontraría en ese lugar en ese preciso instante, Juan, ni corto ni perezoso, se dirigió hacia la casa para ver con gran orgullo cómo su hijo Pedro finalizaba su arduo trabajo con éxito. Entonces él podría darle la enhorabuena, recuperar las otras llaves de las deshabitadas casas y volvería a su hogar para informar a Sara de sus buenos actos para que ésta dejara por fin de desterrarlo al duro sofá todas las noches.


Con paso decidido, Juan se dirigió hacia la puerta principal, pero, tras tocar durante un rato el timbre y ver que nadie le abría, siguió el camino que llevaba hacia el hermoso jardín trasero, donde encontró una escena que nunca se llegó a imaginar que vería de nuevo... Después de todo, su hijo ya no tenía diez años y, sin duda, se bañaba él solito.


Ahora, la pregunta clave que se hacía Juan era: ¿qué narices hacía Pedro, desnudo, escalando el canalón más próximo a la ventana?


—Sí señor, tal y como me prometiste: tu técnica de venta es única, hijo mío. Eso sí, no esperes que yo la siga y comience a enseñar el trasero a mis clientes. Soy demasiado viejo para eso —declaró Juan Alfonso irónicamente haciendo que su hijo cayera de culo en el frío césped del jardín.


—¡Papá, te lo puedo explicar! —intentó justificarse Pedro, tapando sus vergüenzas con sus dos manos mientras recitaba alguna que otra vana excusa sobre su aventura.


Pedro se encontraba muy alterado por su embarazosa situación, y realmente preocupado por si acaso su padre llevaba encima el móvil con cámara que su hermano le había regalado en su último cumpleaños. Sobre todo porque, conociendo a su familia, su padre no tardaría mucho en utilizarlo para informar a los demás de su hallazgo.


—¡Ha sido todo culpa de ese chucho sarnoso de Henry, que me robó mi ropa mientras estaba en la ducha!


—Ajá, y te estabas duchando por...


—¿Tú qué crees, papá? —señaló desvergonzadamente Pedro a su padre.


—Bueno, sólo tengo una pregunta que hacerte: ¿comprará alguien esta casa, sí o no? —preguntó amenazadoramente Juan mientras sacaba el móvil con cámara que al parecer ya sabía utilizar con bastante habilidad.


—No lo sé papá. El comprador es el perro... —confesó Pedro al fin, firmando su sentencia de muerte.


—Ajá, ¡sonríe! —exclamó alegremente Juan antes de tomarle una foto a su hijo—. Cuando vendas alguna de las casas que he dejado a tu cuidado, la borraré. Mientras tanto, piensa que ésta puede ser la felicitación que enviemos a todos las próximas Navidades.


—¡Joder, papá! ¡Podrías ayudarme un poco, para variar!


—Ya lo he hecho y mira cómo has quedado. Además, ya te dije en una ocasión que nunca hay que mezclar los negocios con el placer.


—Por supuesto, papá, está claro que me he acostado con Paula sólo para venderle la casa... —comentó irónicamente Pedro.


Y como sólo podía pasarle a un hombre con tanta mala suerte como él, Paula apareció a su espalda justo cuando esas ofensivas palabras salían de su boca.


—¡Mierda, Paula! Yo sólo le estaba intentando explicar a mi padre que...


—Que has hecho una espléndida venta. Aunque tu forma de vender es un tanto inusual, no puedo decir que no esté satisfecha —anunció petulantemente Paula mientras le arrojaba la sábana entre la que los dos se habían amado—.
Añadiré los gastos de tu ropa de mercadillo al dinero de la compra de la casa —añadió insolentemente, firmando con despreocupación un cheque que depositó en las manos de Juan Alfonso.


—Ha sido un placer hacer negocios con usted, aunque no puedo decir lo mismo de su hijo — concluyó Paula, bastante enfadada, apretando firmemente la mano de Juan—. ¡Oh, qué bonita foto! —comentó maliciosamente Paula mientras observaba con atención el móvil de última generación de Juan.


—Me gusta mucho este teléfono, pero creo que es demasiado complicado para mí. En estos momentos ni siquiera sé cómo borrar una foto. — Juan intentó desviar hábilmente el tema para no enfadar a su cliente.


—¡Oh, no se preocupe! Ya le ayudaré yo a borrarla —se ofreció Paula.


—¡No papá, no lo hagas! —advirtió Pedro a su padre, consciente de las maldades de las que era capaz esa mujer cuando estaba enfadada. Pero sus súplicas llegaron demasiado tarde y, cuando le arrebató el móvil de su padre a Paula, su vergonzosa venganza ya había sido llevada a cabo.


—¡Me las pagarás! —murmuró Pedro, enfadado con el afilado carácter de esa gatita que estaba más que dispuesto a domar, mientras ésta se alejaba sin preocupación alguna hacia su coche seguida de cerca por ese maldito chucho desoyendo todas y cada una de sus advertencias, que parecían no quitarle el sueño.


—Pero ¿qué pasa, Pedro? Si después de todo ha borrado la foto... —dijo su padre tras recuperar su móvil.


—Sí... tras enviarla a cada uno de tus números de contacto.


—¡Joder! Tu madre es una mujer de carácter, pero la tuya es una...


—No lo digas, papá... no lo digas. Simplemente tiene muy malas pulgas y punto.


—Si tú lo dices... Pero espero que esa mala leche no sea genética o será un infierno tratar con esa familia.


—No te preocupes por mí, papá. En cuanto venga su tía, le daré tu dirección: yo con una Chaves tengo más que de sobra.


—¡No me jodas, espero que esa tía no tenga su mismo carácter!


—No te alteres, el suyo no es igual al de Paula —ironizó maliciosamente Pedro esperando el suspiro de alivio proveniente de su progenitor —. Definitivamente, su tía Mirta es peor que Paula, pero no se puede negar a venir a este pueblo. Hace poco le envié una invitación que estoy seguro que no podrá rechazar...




CAPITULO 64





Cuando Pedro salió de la ducha envuelto apenas con una pequeña toalla de mano, fue a la habitación en busca de sus ropas, que había dejado tiradas despreocupadamente por toda la estancia por las prisas de tener una vez más el dulce cuerpo de Paula para él, lo que siempre sería una tentación.


En el instante en el que dio con su ropa, o con lo que anteriormente se definía como tal, Pedro comprendió por qué ese saco de pulgas no les había molestado en absoluto durante sus escarceos en la ducha. Simplemente, ese endemoniado perro se había vengando de sus anteriores engaños y así lo mostraba su camiseta, que ahora era un inservible trozo de tela lleno de babas y mordiscos.


Pedro rebuscó por toda la estancia hasta que dio con un camino de trozos de tela desmenuzados que habían sido dejados por ese animal a lo largo de la casa. Tras hallar todos los pedazos de su camiseta, encontró parte de sus pantalones, así como sus calcetines y zapatos vilmente destrozados.


Finalmente, halló en el jardín trasero al culpable de tal hazaña, que estaba intentando ocultar la última de sus prendas, lo que lo declaraba como único responsable de ese delito.


Sus calzoncillos estaban siendo enterrados junto a un viejo roble sin que Henry dejara de gruñirles en ningún momento. Por lo visto, ésa era la única prenda que no se atrevía a morder, aunque sí a estropear con sus impertinentes patitas que no dejaban de cavar una fosa cada vez más profunda para su desterrada ropa interior, única prenda más o menos intacta que tenía Pedro en esos instantes.


El atractivo veterinario se dirigió fríamente hacia ese irascible chucho y, tal y como había aprendido en uno de los libros de adiestramiento canino que se había leído, utilizó una voz firme y clara acompañada por un gesto de la mano... aunque a Pedro no le quedó muy claro si éste era el adecuado, ya que el chucho se limitó a gruñirle y a seguir con lo suyo.


—¡Jodido perro de la narices! ¡Te he dicho que vengas! —gritó airadamente después de ordenarle unas diez veces que fuera junto a él y ser ignorado totalmente por ese baboso animal.


Bastante enfadado, Pedro dejó a un lado la poca paciencia que le quedaba y se dedicó a perseguir a ese chucho inmundo por el jardín, prácticamente desnudo. Al final, en una de las carreras, la toalla que llevaba enrollada se le desprendió de la cintura y el mugriento perro, que no había corrido rápido en su vida, fue más veloz que Pedro a la hora de recogerla del suelo y adentrarse en la casa.


Luego, regodeándose en su victoria, cerró la puerta con sus cortas patas traseras, dejándolo a él desnudo y fuera del que, al parecer, había finalmente escogido como su nuevo hogar.


—¡Jodido perro de las narices! —gritó Pedro muy enfadado, dirigiéndose hacia la puerta delantera rogando porque ésta permaneciera abierta o porque Paula se hubiera dado cuenta de su ausencia y fuera a socorrerlo una vez más. »¡Por favor, que no me vea nadie más hacer el ridículo de esta manera! —suplicó Pedro en voz baja mientras se resignaba a hacer nuevamente el idiota delante de aquella mujer por culpa de ese perro.


Pero sus ruegos parecieron no ser atendidos, ya que el sonido de un coche irrumpiendo en las inmediaciones del lugar llamó su atención. Sobre todo porque ese coche nunca pasaría desapercibido para él.


—¡Mierda, papá! ¡Joder, tú no!