lunes, 22 de enero de 2018

CAPITULO 65






Juan Alfonso no estaba del todo seguro de que hubiera sido buena idea dejar esa importante venta a su hijo Pedro, a pesar de que éste había hecho un enorme esfuerzo para resolver un complicado examen de más de diez páginas que él mismo le había impuesto, demostrando lo hábil que podía ser para los estudios cuando le daba la real gana.


Juan aún se sentía algo inquieto por haber entregado las llaves de sus casas al más alocado de sus hijos. Jose era el mayor y el niño responsable. Eliana, su niñita perfecta, mientras que Pedro... Pedro era el tarambana, el que siempre hacía lo que quería sin escuchar nunca a nadie.


Juan se había apiadado de él y le había concedido la responsabilidad de llevar a cabo esa venta por tres motivos. Primero, el inamovible y perpetuo gesto de su esposa que se lo exigía, con su típica mirada de «A mí no me tocas ni un pelo hasta que hagas lo que yo digo». Segundo, la inevitable curiosidad que tiene todo padre por conocer cómo es la mujer de la que se enamora su hijo, y, en tercer lugar, la razón más importante: ¿de cuántas formas haría su hijo el idiota antes de que esa joven se decidiera a quererlo? 


Había muchas formas de hacer el imbécil delante de una mujer y, conociendo a su hijo, seguro que Pedro estaba al corriente de todas.


Juan aparcó su vehículo despreocupadamente a un lado del camino, sabedor de que ésa era la casa que Pedro había elegido como la venta más adecuada para la clienta. Dado que Pedro era conocedor de sus gustos, Juan confió plenamente en él y lo señalaron como la mansión con más posibilidades de ser elegida.


Hasta ese momento su hijo había hecho un trabajo espléndido bajo su tutela. Ahora solamente le faltaba por ver cómo acababa cerrando el trato en una elevada cifra que les reportase un gran beneficio.


Después de llamar a su hijo mayor, quien le aseguró que su hermano sin duda se encontraría en ese lugar en ese preciso instante, Juan, ni corto ni perezoso, se dirigió hacia la casa para ver con gran orgullo cómo su hijo Pedro finalizaba su arduo trabajo con éxito. Entonces él podría darle la enhorabuena, recuperar las otras llaves de las deshabitadas casas y volvería a su hogar para informar a Sara de sus buenos actos para que ésta dejara por fin de desterrarlo al duro sofá todas las noches.


Con paso decidido, Juan se dirigió hacia la puerta principal, pero, tras tocar durante un rato el timbre y ver que nadie le abría, siguió el camino que llevaba hacia el hermoso jardín trasero, donde encontró una escena que nunca se llegó a imaginar que vería de nuevo... Después de todo, su hijo ya no tenía diez años y, sin duda, se bañaba él solito.


Ahora, la pregunta clave que se hacía Juan era: ¿qué narices hacía Pedro, desnudo, escalando el canalón más próximo a la ventana?


—Sí señor, tal y como me prometiste: tu técnica de venta es única, hijo mío. Eso sí, no esperes que yo la siga y comience a enseñar el trasero a mis clientes. Soy demasiado viejo para eso —declaró Juan Alfonso irónicamente haciendo que su hijo cayera de culo en el frío césped del jardín.


—¡Papá, te lo puedo explicar! —intentó justificarse Pedro, tapando sus vergüenzas con sus dos manos mientras recitaba alguna que otra vana excusa sobre su aventura.


Pedro se encontraba muy alterado por su embarazosa situación, y realmente preocupado por si acaso su padre llevaba encima el móvil con cámara que su hermano le había regalado en su último cumpleaños. Sobre todo porque, conociendo a su familia, su padre no tardaría mucho en utilizarlo para informar a los demás de su hallazgo.


—¡Ha sido todo culpa de ese chucho sarnoso de Henry, que me robó mi ropa mientras estaba en la ducha!


—Ajá, y te estabas duchando por...


—¿Tú qué crees, papá? —señaló desvergonzadamente Pedro a su padre.


—Bueno, sólo tengo una pregunta que hacerte: ¿comprará alguien esta casa, sí o no? —preguntó amenazadoramente Juan mientras sacaba el móvil con cámara que al parecer ya sabía utilizar con bastante habilidad.


—No lo sé papá. El comprador es el perro... —confesó Pedro al fin, firmando su sentencia de muerte.


—Ajá, ¡sonríe! —exclamó alegremente Juan antes de tomarle una foto a su hijo—. Cuando vendas alguna de las casas que he dejado a tu cuidado, la borraré. Mientras tanto, piensa que ésta puede ser la felicitación que enviemos a todos las próximas Navidades.


—¡Joder, papá! ¡Podrías ayudarme un poco, para variar!


—Ya lo he hecho y mira cómo has quedado. Además, ya te dije en una ocasión que nunca hay que mezclar los negocios con el placer.


—Por supuesto, papá, está claro que me he acostado con Paula sólo para venderle la casa... —comentó irónicamente Pedro.


Y como sólo podía pasarle a un hombre con tanta mala suerte como él, Paula apareció a su espalda justo cuando esas ofensivas palabras salían de su boca.


—¡Mierda, Paula! Yo sólo le estaba intentando explicar a mi padre que...


—Que has hecho una espléndida venta. Aunque tu forma de vender es un tanto inusual, no puedo decir que no esté satisfecha —anunció petulantemente Paula mientras le arrojaba la sábana entre la que los dos se habían amado—.
Añadiré los gastos de tu ropa de mercadillo al dinero de la compra de la casa —añadió insolentemente, firmando con despreocupación un cheque que depositó en las manos de Juan Alfonso.


—Ha sido un placer hacer negocios con usted, aunque no puedo decir lo mismo de su hijo — concluyó Paula, bastante enfadada, apretando firmemente la mano de Juan—. ¡Oh, qué bonita foto! —comentó maliciosamente Paula mientras observaba con atención el móvil de última generación de Juan.


—Me gusta mucho este teléfono, pero creo que es demasiado complicado para mí. En estos momentos ni siquiera sé cómo borrar una foto. — Juan intentó desviar hábilmente el tema para no enfadar a su cliente.


—¡Oh, no se preocupe! Ya le ayudaré yo a borrarla —se ofreció Paula.


—¡No papá, no lo hagas! —advirtió Pedro a su padre, consciente de las maldades de las que era capaz esa mujer cuando estaba enfadada. Pero sus súplicas llegaron demasiado tarde y, cuando le arrebató el móvil de su padre a Paula, su vergonzosa venganza ya había sido llevada a cabo.


—¡Me las pagarás! —murmuró Pedro, enfadado con el afilado carácter de esa gatita que estaba más que dispuesto a domar, mientras ésta se alejaba sin preocupación alguna hacia su coche seguida de cerca por ese maldito chucho desoyendo todas y cada una de sus advertencias, que parecían no quitarle el sueño.


—Pero ¿qué pasa, Pedro? Si después de todo ha borrado la foto... —dijo su padre tras recuperar su móvil.


—Sí... tras enviarla a cada uno de tus números de contacto.


—¡Joder! Tu madre es una mujer de carácter, pero la tuya es una...


—No lo digas, papá... no lo digas. Simplemente tiene muy malas pulgas y punto.


—Si tú lo dices... Pero espero que esa mala leche no sea genética o será un infierno tratar con esa familia.


—No te preocupes por mí, papá. En cuanto venga su tía, le daré tu dirección: yo con una Chaves tengo más que de sobra.


—¡No me jodas, espero que esa tía no tenga su mismo carácter!


—No te alteres, el suyo no es igual al de Paula —ironizó maliciosamente Pedro esperando el suspiro de alivio proveniente de su progenitor —. Definitivamente, su tía Mirta es peor que Paula, pero no se puede negar a venir a este pueblo. Hace poco le envié una invitación que estoy seguro que no podrá rechazar...




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