lunes, 22 de enero de 2018
CAPITULO 64
Cuando Pedro salió de la ducha envuelto apenas con una pequeña toalla de mano, fue a la habitación en busca de sus ropas, que había dejado tiradas despreocupadamente por toda la estancia por las prisas de tener una vez más el dulce cuerpo de Paula para él, lo que siempre sería una tentación.
En el instante en el que dio con su ropa, o con lo que anteriormente se definía como tal, Pedro comprendió por qué ese saco de pulgas no les había molestado en absoluto durante sus escarceos en la ducha. Simplemente, ese endemoniado perro se había vengando de sus anteriores engaños y así lo mostraba su camiseta, que ahora era un inservible trozo de tela lleno de babas y mordiscos.
Pedro rebuscó por toda la estancia hasta que dio con un camino de trozos de tela desmenuzados que habían sido dejados por ese animal a lo largo de la casa. Tras hallar todos los pedazos de su camiseta, encontró parte de sus pantalones, así como sus calcetines y zapatos vilmente destrozados.
Finalmente, halló en el jardín trasero al culpable de tal hazaña, que estaba intentando ocultar la última de sus prendas, lo que lo declaraba como único responsable de ese delito.
Sus calzoncillos estaban siendo enterrados junto a un viejo roble sin que Henry dejara de gruñirles en ningún momento. Por lo visto, ésa era la única prenda que no se atrevía a morder, aunque sí a estropear con sus impertinentes patitas que no dejaban de cavar una fosa cada vez más profunda para su desterrada ropa interior, única prenda más o menos intacta que tenía Pedro en esos instantes.
El atractivo veterinario se dirigió fríamente hacia ese irascible chucho y, tal y como había aprendido en uno de los libros de adiestramiento canino que se había leído, utilizó una voz firme y clara acompañada por un gesto de la mano... aunque a Pedro no le quedó muy claro si éste era el adecuado, ya que el chucho se limitó a gruñirle y a seguir con lo suyo.
—¡Jodido perro de la narices! ¡Te he dicho que vengas! —gritó airadamente después de ordenarle unas diez veces que fuera junto a él y ser ignorado totalmente por ese baboso animal.
Bastante enfadado, Pedro dejó a un lado la poca paciencia que le quedaba y se dedicó a perseguir a ese chucho inmundo por el jardín, prácticamente desnudo. Al final, en una de las carreras, la toalla que llevaba enrollada se le desprendió de la cintura y el mugriento perro, que no había corrido rápido en su vida, fue más veloz que Pedro a la hora de recogerla del suelo y adentrarse en la casa.
Luego, regodeándose en su victoria, cerró la puerta con sus cortas patas traseras, dejándolo a él desnudo y fuera del que, al parecer, había finalmente escogido como su nuevo hogar.
—¡Jodido perro de las narices! —gritó Pedro muy enfadado, dirigiéndose hacia la puerta delantera rogando porque ésta permaneciera abierta o porque Paula se hubiera dado cuenta de su ausencia y fuera a socorrerlo una vez más. »¡Por favor, que no me vea nadie más hacer el ridículo de esta manera! —suplicó Pedro en voz baja mientras se resignaba a hacer nuevamente el idiota delante de aquella mujer por culpa de ese perro.
Pero sus ruegos parecieron no ser atendidos, ya que el sonido de un coche irrumpiendo en las inmediaciones del lugar llamó su atención. Sobre todo porque ese coche nunca pasaría desapercibido para él.
—¡Mierda, papá! ¡Joder, tú no!
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