sábado, 6 de enero de 2018
CAPITULO 14
Pedro intentó darse un respiro del lío de clientes insatisfechos por la confusión de citas que había en el vestíbulo, entró en su despacho, se sentó ante un escritorio inundado por un caos de papeles y abrió el primero de sus cajones, que no contenía otra cosa que no fueran chocolatinas de distintas marcas y sabores. Un vicio al que no se olvidaba de recurrir cuando estaba altamente estresado, como en esa ocasión.
O zamparse una chocolatina o tener sexo desenfrenado, no había más solución a su estrés y, por desgracia, aunque Nina estuviera de muy buen ver, no era su tipo y nunca se atrevería a mezclar los negocios con el placer. No después de cómo le iban las cosas. Definitivamente no quería más líos en su clínica.
Cuando estaba degustando el dulce sabor del chocolate almendrado con caramelo y crujiente galleta en su interior, llamaron a su teléfono móvil.
Un aparato que sería de lo más útil si lo llevara encima, pero, como siempre, estaba debajo de la montaña de papeles. Pedro se resignó a abandonar su momento de paz y buscó rápidamente entre la pila de documentos hasta dar con su móvil.
—¿Sí? Pedro Alfonso al habla —contestó tan alegremente como siempre, no fuera a ser uno de los clientes que tanto necesitaba.
—Usted no me conoce, pero soy una mujer muy adinerada.
—Me alegro por usted —comentó Pedro, un tanto molesto por lo que sin duda era una broma telefónica.
—¡Jovencito, no estoy bromeando! Me llamo Mirta Chaves y estoy buscándole un marido adecuado a mi sobrina.
—Señora, llamar a números de móvil aleatoriamente para hallar a algún incauto no me parece muy buena idea, ni siquiera aunque su sobrina sea un bombón.
—¡Mi sobrina es una señorita elegante, bella y distinguida! Y, además, es la única heredera de una cuantiosa fortuna... junto a Henry, por supuesto — señaló la mujer, un tanto ofendida.
—Entonces, señora, déjeme preguntarle algo: ¿por qué su sobrina no está casada aún? ¿Dónde está el gran defecto de ese dechado de virtudes al que no puede emparejar?
—Su carácter es un tanto molesto —replicó la anciana—. Además, se niega en rotundo a casarse y cree que todos los hombres son unos inútiles.
—Ah, y me llama porque usted supone que yo le haré cambiar de opinión por... —intervino Pedro impertinentemente, divertido con la inusual conversación.
—Leí un artículo en un periódico local donde usted aparecía como un hombre de gran corazón, que atendía a los animales gratis a pesar de estar pasando apuros económicos y verse casi en la bancarrota. ¡Ése es el hombre que quiero para mi sobrina!
—Que yo recuerde, el artículo no hacía mención alguna a mis finanzas —replicó Pedro, molesto.
—Señor Alfonso, lo he investigado, ¿o acaso esperaba que le hiciera esta proposición a cualquiera? Mi sobrina necesita a alguien especial y ese alguien, sin duda, es usted.
—Señora Chaves, me siento honrado por recibir esta propuesta, pero no tengo intención alguna de casarme.
—¿Ni por diez millones de dólares?
Tras un instante de pausa, Pedro contestó.
—Ahora no tengo dudas de que esto es una broma telefónica... Venga abuela, ¡dígame!, ¿quién la ha contratado?, ¿mi hermano Jose?, ¿o tal vez mi cuñado Alan? ¡Ya sé! Ha sido Eliana, ¿verdad?
—Señor Alfonso, aunque sea difícil de asimilar, esto no es ninguna broma. Más tarde o más temprano conocerá a mi sobrina. Cuando lo haga, piense en mi propuesta... Tal vez lo ayude a decidir volverse un hombre casadero. Le recomiendo encarecidamente que, cuando conozca a Paula, no le hable de mi proposición. Se molestaría bastante conmigo y soy una vieja y solitaria anciana que sólo la tiene a ella. Y a Henry, por supuesto.
—Señora, prometo que no le contaré esta absurda conversación a nadie. Después de todo, o es una broma pesada o está usted como una cabra...
—¡Jovencito! ¡Es usted demasiado impertinente para mi gusto! Definitivamente se llevará bien con Paula —anunció con firmeza la anciana poco antes de poner fin a la conversación.
Pedro se recostó en su silla pensando en la vieja loca que lo había tentado.
¡Diez millones de dólares! Con esa cantidad de dinero podría pagar todas sus facturas y abrir por lo menos diez clínicas, atender gratuitamente a todos los pacientes que deseara, hacer grandes donativos a algún que otro refugio y terminar de pagar su pequeño hogar. O comprarse uno nuevo, o diez, ¡o cien!
¿Cómo sería esa tal Paula para que ofrecieran tanto dinero por aguantarla? Sin duda alguna su tía mentía y era un trol con faldas... aunque, hoy en día, la cirugía estética podía hacer milagros y... Pero ¿en qué demonios estaba pensando? ¡Todo ese asunto de la llamada telefónica tan sólo había sido una broma! Nadie que estuviera en sus cabales pagaría diez millones para que un desconocido se casara con una hipotética sobrina y, si así fuera, a saber cómo sería esa mujer para que valiera tanto dinero.
Una vez dejada de lado la idea de convertirse en un hombre rico, Pedro volvió a intentar deleitarse con su chocolatina a medio comer, pero nuevamente fue interrumpido por el estridente tono de su móvil. Pedro esperaba que en esa ocasión no fuera otro tarado con alguna loca propuesta
descabellada que hacerle.
—Pedro Alfonso al habla, dígame —contestó de nuevo con una sonrisa en el rostro.
—¡Pedro, tienes que venir a la cárcel! ¡Hemos detenido a un perro que ha resultado estar enfermo! No para de aullar de dolor y creemos que se está muriendo, pero su dueña no hace nada, sólo ojea una y otra vez una revista de moda y nos dice que el animal está fingiendo. ¡Pedro, tienes que venir rápido, no sabemos qué hacer...! ¡Por favor!
—Teo, ¿me puedes contestar a una duda que tengo? ¿Por qué narices habéis detenido a un perro? —quiso saber Pedro, frustrado porque su descanso finalmente hubiese concluido.
—Por agredir a un agente.
—Y su dueña, ¿dónde está en estos instantes?
—En la celda con él.
—Dile que se asegure de que el animal respira correctamente y que compruebe con regularidad su pulso hasta que llegue. Y vosotros no os acerquéis: los perros, en medio de la agonía del dolor, se muestran especialmente agresivos con los desconocidos.
Antes de poner fin a la llamada, oyó cómo Teo ordenaba con desesperación a la mujer que se encargara de su mascota en medio de los agónicos gemidos de sufrimiento del animal, y cómo una tranquila y dulce voz contestaba apaciblemente:
—Está fingiendo...
Quién demonios sería esa insensible joven que se negaba a atender a un inocente animal en lo que podían ser sus últimos instantes de vida, pensaba Pedro mientras abandonaba con celeridad el caos de su clínica para atender a un nuevo paciente por el que, seguramente, tampoco llegaría a cobrar, ya que los fondos de la policía estaban bastante mermados desde hacía un tiempo.
En fin, no se había hecho veterinario para ganar dinero, sino para ayudar a los animales desvalidos que tanto adoraba desde niño.
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