Definitivamente, fue odio a primera vista.
En cuanto Henry vio al rubio y guapo veterinario de hermosos ojos azules, metro ochenta y cinco de estatura, cuerpo de infarto con marcados músculos, porte atlético y sonrisa de ensueño, no tardó ni un segundo en declararse su más acérrimo enemigo. Henry empezó a gruñir como un desquiciado en el preciso momento en que el atractivo espécimen masculino se acercó a él. Yo, por mi parte, lo observé con atención desde el maltrecho camastro sin perderme ni un instante sus estúpidos movimientos.
El hombre se acercó poco a poco a Henry, quien seguía simulando estar enfermo, pero en esta ocasión mezclaba sus falsos gemidos de agonía con algún que otro gruñido de advertencia hacia el incauto que osaba aproximarse con intenciones dudosas.
El veterinario se agachó en el suelo a la altura del saco de pulgas mentiroso y no tuvo otra idea mejor el muy idiota que acercar la mano despacio hacia Henry para que la oliera. Ese chucho sarnoso no olía siquiera las salchichas antes de engullirlas, mucho menos una sucia mano que había estado vete a saber dónde, con lo escrupuloso que era el muy condenado.
Estaba convencida de que le mordería. Pensé que lo mejor era advertirle sobre las malévolas intenciones del baboso animal. Al ser veterinario, seguro que sabría distinguir cuándo un animal estaba fingiendo y escucharía con atención mis palabras. No como esos necios policías que no
cesaban de dirigirme miradas fulminantes por no hacerles caso a ese estúpido animal y sus quejas.
—Yo que usted no lo haría —comenté despreocupadamente sin dejar de ojear una sublime oferta de lencería que había en la página trece.
—No sé si es usted cruel o simplemente insensible, pero este perro está sufriendo y yo debo hacer algo para mejorar su estado, el cual parece no interesarle —me amonestó el guapo y rubio idiota, creyéndose superior.
—¿Cuántas veces tengo que decirlo para que me crean? ¡Está fingiendo! —exclamé finalmente, cabreada con un hombre que podría ser el sueño de cualquier mujer si no fuera porque su masa cerebral era bastante escasa.
—¡Señorita! Tengo la suficiente experiencia con animales como para saber cuándo uno está fingiendo, ¡y este agónico dolor no es un cuento! —sentenció, muy seguro, el rubito.
—¡Y yo llevo años viviendo con este detestable saco de pulgas y me sé cada una de sus despreciables tretas! ¡Y le digo que ésta es una de ellas! —grité enfadada levantándome del camastro dispuesta a agredir a aquel energúmeno antes de que lo hiciera Henry.
—Si no va a hacer nada, será mejor que se aparte, insufrible mujer —señaló el veterinario desde el suelo, donde su mano comenzaba a correr cada vez más peligro, pues los gruñidos de Henry iban en aumento.
—¡Basta! —exclamé, harta de tanta insensatez —. ¡Usted no se va a acercar a Henry, sobre todo porque, si lo hace, le arrancará la mano de un mordisco y la verdad es que no quiero tener que volver a defender a este chucho ante un tribunal! —dije interponiéndome entre ese idiota y el protegido de mi tía, que, para desgracia de todos, aunque se creyera humano, seguía siendo un perro.
—¡Señorita, apártese para que cumpla con mi deber! —exigió el Capitán América.
—¡No! —grité nuevamente, amenazándolo esta vez con la revista de moda, que había enrollado para utilizarla con Henry si se comportaba inadecuadamente. Pero, por el camino que estaban tomando las cosas, tal vez acabaría usándola para aleccionar a ese neandertal.
—¡O se quita de en medio o lo haré yo! — gruñó muy alterado el hasta ahora inocente rubito.
—¡Oh, quiero ver cómo lo intenta! — fanfarroneé ofuscada apretando con fuerza mi improvisada arma.
Nuestras retadoras miradas se cruzaron y todo pasó demasiado rápido. El caos se desató a mi alrededor en cuanto el musculitos me alzó del suelo para apartarme de su camino y yo desaté el mal genio característico de los Chaves sobre su persona golpeando sin piedad su cabeza con la revista de moda. Henry, mi eterno enamorado, no dudó en atacar al hombre que tanto le había desagradado desde un principio mordiendo su pierna y negándose una y otra vez a soltar su agarre.
Los agentes no tardaron mucho en entrar en la celda para contener el desorden. Cinco hombres inútiles que nos rodeaban, quietos como estatuas, sin saber qué movimientos realizar mientras un inepto se negaba a dejarme en el suelo a pesar de estar siendo agredido.
Cuando vi la sangre de ese tipo corriendo por su pierna, decidí poner fin a aquel absurdo antes de desmayarme, ya que la visión de la sangre siempre me alteraba de esa manera. Además, si yo caía inconsciente, seguro que esos asnos acababan acribillando al pobre Henry para que soltara la pierna del rubio desagradable.
—¡Suficiente! —grité un tanto histérica metiéndole finalmente la revista en el ojo al energúmeno que se negaba a soltarme,
consiguiendo con ello liberarme de su agarre y poner mis pies en el firme suelo. »¡Y tú, Henry, suéltalo si no quieres probar el suplemento de las pasarelas en tu estúpida persona! ¡Y basta de cuentos! ¡Saldremos de aquí en cuanto podamos y punto! ¡Como sigas molestando, informaré a tía Mirta sobre todo lo que comes y te daremos pienso nada más! ¡Y del barato! —amonesté seriamente al arrogante can, el cual me dirigió una despectiva mirada por encima del hombro y se alejó altaneramente hacia un rincón de la estancia. »En cuanto a usted... —dije, amenazando aún al sorprendido veterinario que se hallaba tumbado en el suelo como resultado de mi ataque—... ¡cuando digo que Henry está fingiendo, es que está fingiendo! —lo reprendí con severidad antes de arruinar toda mi heroica intervención desmayándome sobre el guapo rubio, después de ver nuevamente la sangre de su pierna.
***
—¿Está fingiendo? —preguntó otra vez Teo Philips a Pedro mientras éste depositaba con delicadeza a la mujer en el destartalado camastro de la celda.
—No, el desmayo no es simulado —concluyó Pedro al ver el cuerpo inerte de tan activa fémina.
—¿A qué se puede deber?
—Teo, la verdad, no tengo ni idea. Yo trato con animales, así que, a no ser que quieras que le ponga la antirrábica o la desparasite, llama a mi hermano. Él es el médico.
—¿Y si, mientras Jose viene, se muere o le da un ataque?
—¡Por Dios, Teo, no le va a pasar nada! Tal vez sea un simple desvanecimiento por falta de alimento o por deshidratación si no ha comido nada desde que la detuvisteis.
—Ha devorado un bocadillo hace poco y ha bebido regularmente. ¡Yo trato a mis detenidos con dignidad!
—¿De verdad? Teo, será mejor que llames a Jose. Yo me quedaré con ella hasta que se recupere. Por cierto, ¿cómo se llama? Será mejor que sepa su nombre por si se despierta desorientada e intenta morderme.
—Pedro, ella no es un perro —señaló el jefe de policía.
—Pero tiene dientes y es bastante agresiva. Quién sabe lo que puede ocurrir... —recordó Pedro haciendo mención al ataque recibido por esa gata salvaje unos minutos antes.
—Se llama Paula Olivia Chaves, y el perro, Henry Lancelot Chaves II.
—¡Joder con el chucho, con razón se lo tiene tan creído! ¿Crees que, si le hago una reverencia, dejará de gruñirme cada vez que me acerco a ella? —dijo Pedro mientras señalaba a la altiva mujer que, en su inconsciencia, no parecía tan distante.
—Yo diría más bien que aprovecharía para morderte el trasero. ¡Pero alégrate, Pedro: tu trasero sería mordido por un heredero de alta alcurnia! O eso es lo que dice ella.
—¿Crees que podría sacarle algo de pasta si lo denuncio? En estos instantes estoy un poco corto de fondos —bromeó Pedro, resuelto a que Teo se tranquilizara.
—No lo sé. Pregúntale a la chica cuando despierte. Después de todo, es la abogada de tan prestigioso chucho —informó Teo poco antes de salir de la celda, dejando a Pedro a solas con dos peligrosos animales de alto pedigrí.
—Ahora entiendo tu mal humor, princesa. No obstante, no me gustan demasiado las gatas salvajes —comentó Pedro mientras apartaba con delicadeza el pelo de Paula de su hermoso y delicado rostro—. Aunque contigo podría llegar a cambiar de opinión —declaró, observando con atención las exuberantes curvas que ocultaba el caro traje de diseño.
Un gruñido de advertencia proveniente de uno de los rincones de la pequeña celda le advirtió de que, definitivamente, no tenía permiso para tocar a tan aristocrática mujer.
—Cálmate, chucho, tengo un escalpelo y sé cómo utilizarlo. Tan sólo hoy, he castrado a cinco como tú. Si no quieres ser el sexto, será mejor que dejes de amenazarme. Además, si le pasa algo a tu dueña, ¿quién va a cuidarla? ¿O es que acaso crees que lo puedes hacer mejor que yo? —preguntó
irónicamente Pedro a tan notorio animal.
Henry ignoró sus burdas palabras y pasó altivamente junto a Pedro sin dejar de gruñirle en ningún instante. Se dirigió con paso insolente hacia Paula. Cuando estuvo junto a ella, se alzó sobre sus dos patas traseras y, apoyándose en el viejo camastro, comenzó a lamer su distinguido rostro a la vez que gimoteaba como un poseso.
—Henry, saco de pulgas, déjame en paz — susurró la joven mientras poco a poco despertaba de su inconsciencia.
Pedro observó incrédulo cómo Paula volvía en sí tras los lametones de ese baboso cuadrúpedo.
—¡Princesa, por fin has despertado de tu sueño! Intenté reanimarte, pero Henry se me adelantó —bromeó Pedro al ver cómo Paula limpiaba las babas de su rostro con las mangas de su elegante y caro traje de marca.
—Qué raro, yo creía que eras tú el que me estaba reanimando. Por eso me desperté —insinuó Paula, destruyendo la arrogante sonrisa de Pedro.
—Princesa, no sé con qué tipo de hombres has estado hasta ahora, pero, si yo te besara, definitivamente no me confundirías con ningún otro. Ni siquiera con los personajes de alto pedigrí con los que sueles salir —declaró ese sujeto, acercándose peligrosamente a Paula y desoyendo los gruñidos de su rival.
—Yo nunca saldría con un hombre como tú — comentó engreídamente Paula repasando con desaire la imponente figura del orgulloso veterinario.
—¿Como yo? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que nunca saldrías con un hombre guapo, divertido, atractivo y enérgico? —se mofó Pedro, intentando ocultar con ello lo molesto que estaba por esa despectiva afirmación.
—Yo nunca saldría con un hombre que solamente es capaz de sonreír, que siempre se lo toma todo como una broma y que desoye los consejos sensatos porque siempre cree tener razón...
—Espera un momento, has hablado conmigo... ¿durante cuánto tiempo: un minuto, dos? ¿Y ya crees saberlo todo de mí? Para tu información, princesa, tú tampoco eres mi tipo: una mujer altiva, arrogante y amargada que seguro que dentro de unos años se convertirá en una solterona que vivirá sin más compañía que la de un viejo y gordo gato... Perdón, tal vez debería decir perro —comentó Pedro con malicia tras los gruñidos de Henry—. Una mujer así no es atractiva para mí en absoluto.
—¡Prefiero eso a convertirme en una descerebrada que sigue a un ignorante neandertal creyendo todas sus mentiras, convirtiéndose solamente en una más de las estúpidas mujeres de su harén! —exclamó ella furiosa, recordando a otro estúpido y alegre hombre despreocupado de su pasado.
—¡Espera un momento, preciosa! ¡A ti te han dejado...! Sí, es eso ¿verdad? ¡Por eso estás tan amargada! Después de conocer tu dulce carácter, únicamente puedo felicitar al agraciado hombre que supo salir corriendo a tiempo de no acabar junto a una bruja de lengua afilada.
—¡Retira eso! —gritó histérica Paula, cogiendo nuevamente la revista de moda dispuesta a hacérsela tragar a ese ser despreciable si eso era lo que hacía falta para que se callara.
Cuando Paula se levantó decidida a presentar batalla, recordó la herida de la pierna de ese detestable troglodita, lo revisó convencida de que ya habría puesto medios para curar tan inconveniente molestia antes de atenderla y se sorprendió al ver que la pernera de su pantalón aún estaba manchada de sangre y la herida no había sido atendida.
—Tu herida... —comentó Paula temerosa, señalando la pierna de Pedro.
—No te preocupes, sólo es superficial — replicó despreocupadamente el hombre observando con atención cómo el rostro de Paula se tornaba pálido como el de un fantasma.
—Sangre... —señaló aterrada poco antes de volver a caer como un peso muerto en los brazos de Pedro.
—Bien, ahora sé con certeza que tu desmayo no era fingido —murmuró él depositando nuevamente a Paula en el duro colchón de la celda.
A la espalda de Pedro resonaron unos gruñidos de advertencia que lo hicieron desistir de acomodarse junto a la señorita Desdén, a la espera de que recuperara la conciencia. Así que se dirigió hacia el frío suelo de la celda y se sentó en él para ojear la revista de moda femenina a ver si tenía suerte y veía a alguna modelo guapa en bañador o ropa insinuante mientras aguardaba a que la bella durmiente se despertara.
Henry no dejó de vigilarlo en todo momento y, mirándolo por encima del hombro, se subió a la estrecha y pequeña cama donde yacía Paula. Se tumbó junto a ella y no apartó sus ojos acusadores de Pedro mientras le gruñía envalentonado desde su privilegiada posición.
—No te preocupes, saco de pulgas: ¡es toda tuya! —informó Pedro enfrentando la mirada amenazadora de su declarado enemigo.
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