domingo, 21 de enero de 2018

CAPITULO 61





Cuando Paula llegó a la siguiente propiedad de la lista, halló ante sí una bonita y apartada casa.


Estaba un poco alejada del pueblo, y tenía una hermosa fachada de un estilo clásico que se adecuaba con el entorno que lo rodeaba, haciéndola parecer parte de éste. La naturaleza viva de los árboles que crecían junto a ella era perfecta, ya que parecía que éstos daban la bienvenida a ese hogar, convirtiéndolos en una parte más de ese maravilloso paisaje de ensueño.


A Paula le encantó ese lugar escondido al que le gustaría nombrar como suyo, pero Henry, el quisquilloso Henry... Ésa era otra historia que todavía estaba por verse.


Cuando Paula le abrió la puerta al chucho, éste salió disparado hacia el exterior. En un principio parecía que ese sitio iba a ser la excepción, como Pedro había señalado. Ella siguió con algo de dificultad a ese baboso por los alrededores de la casa hasta que Henry dio al fin con una enorme caseta para perros que parecía una pequeña imitación de la mansión. Henry la ignoró y se adentró como un rayo por el jardín.


Paula, viendo la gran aceptación que tenía esa propiedad por parte del molesto saco de pulgas, entró en la casa para ver las instalaciones y planificar las posibles reformas que se deberían realizar para que Henry viviera allí de acuerdo con los gustos de su tía.


En cuanto entró por la puerta de esa pequeña mansión, Paula supo que Pedro nuevamente había hecho uno de sus movimientos para que ella cayera bajo su embrujo. Dudó si aceptar la abierta invitación que éste le hacía descaradamente para que ella se arrojara de nuevo a sus brazos, luego vio que el camino de bombones que la dirigían hacia la planta de arriba estaba formado por algunas de sus delicias favoritas, así que se dejó engatusar una vez más por ese hombre y caminó despacio, recogiendo a su paso cada una de las tentaciones de chocolate con las que Pedro osaba sobornarla para que se adentrara en lo desconocido de esos inmaduros juegos de amor.


El dulce recorrido de bombones la condujo hasta una de las habitaciones del segundo piso. En ella, el atrevido conquistador había colocado sobre la moqueta de la vacía habitación un pequeño mantel y sobre éste había dispuesto un pequeño almuerzo como si de una comida campestre se tratase. Y allí, junto a esa tentadora muestra de paz, el hombre que era culpable de todas sus locuras la esperaba de rodillas y con una copa de vino en las manos como si en verdad ella fuera una princesa, y él, un simple vasallo.


—¿Me perdonas, princesa? —preguntó pícaramente Pedro mientras cogía una de sus manos.


—Me lo pensaré —contestó juguetona Paula, cediendo ante la impulsiva muestra de amor de ese hombre y dejándose arrastrar una vez más a sus brazos.


Pedro hizo que Paula cayera sobre su regazo y se dispuso a alimentarla en un tentador juego de caricias y pecaminosos bocados en el que esperaba hacerla olvidarse de todo y ceder al fin a la salvaje locura que se producía entre ellos cuando sus cuerpos cedían a la lujuria.


Paula sonrió ante el atrevimiento de Pedronada de restaurantes caros o aburridas citas rodeados de la decadencia y el lujo de un ostentoso lugar que tan sólo la hastiaba. Con él parecía que todo era siempre distinto, nuevo e inesperado.


—Pensé en invitarte a un restaurante carísimo para almorzar, pero, como mi presupuesto en estos momentos es más bien escaso, decidí arramblar con el contenido del frigorífico de mi madre y prepararte este pequeño almuerzo —explicó despreocupadamente Pedro mientras introducía una uva en la boca de Paula.


Ella, alegre ante la inesperada sorpresa que le demostraba una vez más que ese hombre no era como los demás, no pudo resistirse a morder levemente uno de esos dedos sin poder evitar limpiar con su lengua el jugo de uva que se derramaba por él.


—Paula, he preparado esto para poder hablar seriamente contigo y... —intentó explicarse Pedro mientras ella mordía sugerentemente una fresa —. Y... para poder disculparme debidamente contigo por todo, y... y... ¡Eso es algo que no puedo hacer si no dejas de chupar de esa manera esa maldita fresa con la que me estás volviendo loco! —se quejó Pedro tremendamente excitado después de ver cómo esa mujer era capaz de degustar la más insulsa comida como si de un pecaminoso manjar se tratase.


—Es que las fresas con nata me encantan — declaró despreocupadamente Paula mientras mojaba una nueva fresa en el bol de nata y la lamía obscenamente, deleitándose con su sabor.


—Bueno, como te iba diciendo, creo que estoy preparado para mantener una relación seria y estoy seguro de que tú...


—¡Humm! Estas fresas me vuelven loca, y la nata es exquisita... —comentó sensualmente Paula mientras gemía de placer ante el sabor de su manjar favorito.


—De que tú eres la mujer... —Pedro trató de continuar con su confesión, algo que definitivamente no pudo hacer cuando un poco de la jugosa nata que Paula degustaba con tanto placer cayó en su escote, haciendo que su mirada se fijase en la nueva y seductora ropa interior de esa atrevida mujer, que no hacía otra cosa que tentarlo continuamente con sus rígidos y austeros trajes que escondían su atrayente cuerpo y su pecaminosa lencería francesa.


—¡A la mierda mi discurso! —exclamó Pedro mientras le daba la vuelta en su regazo y se enfrentaba a su pícara mirada—. ¡Prefiero disculparme con hechos! —concluyó Pedro rindiéndose al libidinoso dulce que representaba esa mujer que tanto amaba.


Pedro hundió su boca entre sus pechos y lamió atrevidamente la nata de su escote. Luego, sin poder detenerse, arrancó esa austera chaqueta del cuerpo de Paula, haciendo que los caros botones saltaran de ese fino traje en su impaciencia por ver de nuevo las seductoras curvas que ella siempre le ocultaba.


Paula no se resistió a sus avances, sino que lo acercó más a su cuerpo sin poder evitar abrazarlo como si él fuera todo lo que necesitaba en esos momentos. Bajo la chaqueta, apenas llevaba una fina blusa de seda blanca que muy pronto fue descartada de su cuerpo por unas fuertes manos que sólo buscaban su placer.


El fino y atrayente sujetador de encaje fue arrancado de su cuerpo con atrevimiento por la ágil boca de Pedro, que no dudó a la hora de desabrochar el cierre delantero con sus juguetones dientes. Las fuertes manos de Pedro retuvieron la cintura de Paula, mientras su lengua adoraba los jugosos senos y se divertía con los gemidos de deseo que Paula dejaba escapar de sus labios al ser devorada por Pedro con la avidez y el deseo del tiempo que tanto los había distanciado.


Lentamente, él fue alzando su rígida falda hasta mostrar la licenciosa ropa interior que tanto lo atraía. La acomodó en su regazo mientras una de sus manos se adentraba en su húmedo interior en busca de la prueba irrefutable de su deseo.


Mientras, Paula sujetaba con fuerza sus hombros a la vez que se movía insinuantemente contra su erguido miembro en busca de un placer conocido.


Pedro no pudo evitar avivar aún más el deseo de Paula con su ávida lengua y sus traviesos dientes al juguetear con sus erectos y tentadores pezones, que lo retaban sin cesar al moverse solícitamente junto a su rostro cada vez que Paula efectuaba uno de sus insinuantes movimientos en los que se rozaba contra su erguido miembro, aumentando su necesidad.


Finalmente, Paula se rindió al placer cuando uno de los dedos de su amante se introdujo en su interior a la vez que sus senos eran mordidos lujuriosamente, y su clítoris, agasajado con los roces del miembro de Pedro.


Éste la retuvo junto a él mientras ella gritaba su nombre en medio del éxtasis y, cuando su cuerpo descansó lánguido sobre el de su amante, Pedro le dedicó una pícara sonrisa poco antes de empezar a torturarla, guiado por el hambre de los días transcurridos en los que sus cuerpos habían olvidado cómo era el dulce sabor de las caricias.


Pedro la despojó lentamente de cada una de las prendas que continuaban ocultando algunas partes de su cuerpo. Luego la tumbó junto a los manjares como si de una tentadora vianda más se tratase y le dirigió una ladina mirada mientras del bolsillo de su pantalón sacaba un inusitado pañuelo negro.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó Paula, algo confusa cuando él tapó sus ojos, cegándola por completo y agudizando sus otros sentidos.


—Enseñarte lo divertido que puede ser jugar, princesa —susurró tentadoramente a su oído mientras alzaba sus brazos por encima de su cabeza.


—Yo no juego. Eso no es para mí —negó Paula con la cabeza, recordando algo irritada cómo la había traicionado su exprometido retozando vilmente con su amiga, asegurándole en el proceso que todo había sido por culpa suya y de su aburrida vida sexual.


—No me gusta que pienses en otro mientras estás conmigo... —advirtió Pedro, mientras la hacía olvidarse de todo al reprenderla con un leve mordisco en uno de sus pezones.


—Lo siento —se disculpó Paula, apartando su rostro hacia un lado.


—No, no te alejes de mí —pidió Pedroarrebatándole un beso con el que reclamaba su rendición—. ¿Sabes, princesa, que en ocasiones se puede vislumbrar claramente en tu rostro cada uno de tus pensamientos? Y ésta es una de ellas. Si no sabes jugar no es culpa tuya, preciosa mía, simplemente se trata de que el compañero que elegiste para ello no era el adecuado. Me complacerá mucho enseñarte cada uno de mis lascivos juegos y ver cuánto puedes aguantar en el proceso. Ahora no te muevas, princesa, o tendré que empezar de nuevo una y otra vez...


—¿A qué te refieres...? —Las palabras de Paula se cortaron de golpe cuando sintió la fría nata siendo esparcida por sus pezones con una helada cuchara de metal. Éstos se irguieron ante la gélida caricia de ese inanimado juguete en el que se había convertido una simple cuchara de postre.


Pedro siguió esparciendo con lentitud ese pecaminoso dulce por todo su cuerpo: rodeó sus pechos y bajó por su cintura hasta llenar su ombligo con él. Luego abrió sus piernas y pasó la helada nata por sus muslos hasta dar levemente con la dulce nata en su húmedo y receptivo interior, algo que la hizo gemir ante el asombro y la impaciencia de que el hombre al que deseaba comenzara a degustar el tentador postre en el que la había convertido. Por último, para coronar su atrevido juego, colocó un pequeño trozo de fresa en precario equilibrio en cada uno de sus pezones y le advirtió juguetonamente:
—Si las fresas se caen, tendré que volver a empezar...


Después, sin darle tiempo a protestar por su perverso juego, comenzó a degustar la nata depositada en el lugar más pecaminoso. Su lengua torturó su clítoris, dedicándose a lamer todo rastro de ese tentador dulce en el que Paula se había convertido. Ella intentó no moverse demasiado ante las malévolas advertencias de Pedro, pero definitivamente fue algo imposible, ya que él utilizó su lengua para devorar todo su cuerpo.


En el momento en que apenas quedaba nata entre sus muslos, la nata del resto de su cuerpo comenzó a derretirse, por lo que Pedro pasó a lamer lentamente su cintura, su ombligo, sus senos..., y para cuando Paula se creía ganadora de ese tentador juego porque las fresas seguían en su lugar, Pedro la hizo moverse de la manera más ruin,
ya que, mientras descendía nuevamente por su cuerpo, introdujo uno de sus dedos en su interior a la espera de su ávida lengua, que no tardó en aumentar el deseo de Paula. 


Cuando la juguetona lengua de Pedro agasajó sin piedad su
clítoris en busca de su rendición, otro de sus dedos invadió su feminidad, marcando un ritmo avasallador que la hizo convulsionarse hasta el éxtasis, poseída por el placer más exquisito.


Antes de que su cuerpo terminara de ceder al placer, Pedro se adentró en ella de una fuerte embestida, llevándola a un nuevo orgasmo con sus fuertes y poderosas arremetidas que la declaraban como suya.


Pedro le demostró con todo su cuerpo cada una de las palabras que ella no le permitía pronunciar y, mientras ambos se rendían nuevamente al placer, él cogió sus manos entre las suyas por encima de su cabeza no sin antes quitarle la venda de los ojos para que pudiera ver la única realidad que ella siempre intentaba evitar: que él era el único hombre que habría para ella.


—¡Sólo yo, princesa! —reclamó Pedro, tras ver cómo lo observaban sus confusos ojos.


Luego, simplemente la besó declarándola suya con el placer del éxtasis que los envolvió a ambos en un único abrazo.


Cuando Pedro se derrumbó junto a ella mostrándole una de sus sonrisas más pícaras, él no le permitió alejarse y la acogió con fuerza entre sus brazos mientras arropaba sus desnudos cuerpos con una vieja manta.


—Tendríamos que vestirnos antes de que Henry se decida a entrar en la casa y a morderlo todo un tanto enfadado —dijo Paula para alejarse una vez más de sus brazos con vanas excusas.


—No te preocupes: he escondido beicon por todo el jardín. Sin duda alguna, ese chucho tardará un buen rato en encontrar todos y cada uno de mis escondrijos. Además, tú y yo todavía tenemos algo pendiente... Después de todo, las fresas se cayeron, ¿verdad? —preguntó de forma traviesa Pedro, alzándola sobre su desnudo cuerpo.


—Pero...


Todos los pretextos fueron acallados cuando Pedro se adentró de nuevo en su cuerpo y sus labios reclamaron la dulce caricia de un beso que la hacía olvidarse de todos sus problemas excepto de, posiblemente, el más grande de todos ellos: ese hombre que la volvía loca y que comenzaba a amar con lo poco que le quedaba de su herido corazón. Su mente se llenó de temor al pensar en que Pedro podía, o bien reparar su dolor, o aumentarlo como ningún otro había hecho.


Un temor que muy pronto quedó olvidado bajo el embrujo de sus dulces besos y sus tiernas caricias, que siempre le declaraban su amor de la forma más sincera posible. Tal vez era el momento de escuchar sus francas palabras y abrir nuevamente su corazón; tal vez ya era hora de rendirse ante un nuevo amor, que en esta ocasión parecía ser sincero y carecer del engaño que en una ocasión destruyó todos sus sueños en mil pedazos; tal vez...


Así divagaba Paula, dudando aún de la verdad de ese nuevo amor que parecía arrollar todos y cada uno de sus sentidos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario