jueves, 4 de enero de 2018

CAPITULO 7






Mansión de los Chaves, veinte años después...


Yo, Paula Olivia Chaves, una prometedora abogada con un gran futuro por delante, aún no llegaba a comprender cómo me había metido en aquel lío.


Después de terminar mi carrera con excelentes calificaciones en una de las más caras y prestigiosas universidades del país, había acabado trabajando para el bufete de mi tía Mirta. Eso no estaría nada mal si no fuera porque me tocaba representar a esa alimaña rastrera y babosa que era el nuevo protegido de mi tía... un interesado y sucio personaje que apareció un buen día en la puerta trasera de la gran mansión de una vieja adinerada y se aprovechó de su buen corazón.


Todos los días de mi vida, desde que mi anciana y desvalida tía... bueno, tal vez no tan desvalida como aparentaba, pero sin duda alguna se trataba de una anciana que empezaba a chochear... en fin, todos los días le advertía a tía Mirta sobre la malicia de su protegido, Henry, pero ¿ella me escuchaba? No. Tía Mirta miraba a ese conspirador personaje y, tras observar detenidamente sus tristes ojos de macho abandonado, me gritaba: «¿Cómo puedes acusar a
Henry de algo así?», y yo quedaba como la malvada y pérfida sobrina ante todos, mientras él siempre se salía con la suya.


Estaba hasta las narices de tener que cuidar siempre del apestoso de Henry; ese animal no tenía educación alguna y se negaba a aprender hasta lo más básico. Para colmo de males, mi tía me había ordenado que estuviera a disposición de Henry las veinticuatro horas del día, por lo que, desde hacía algo más de un año, no tenía vida propia, sino que tenía que ir siempre corriendo tras ese... ¡ese apestoso!


Todos se burlaban de mí en el bufete, a pesar de que tía Mirta era la accionista mayoritaria y de que su difunto marido fuera uno de los socios fundadores. Yo, por mi parte, levantaba dignamente la cabeza y caminaba orgullosa por los amplios pasillos entre los despachos de abogados, preguntando a los graciosos si ellos tendrían lo que había que tener para tratar con Henry y su mal genio. Entonces me deleitaba al verlos encogerse ante la idea de que mi tía les mandara representar a su protegido, porque Henry, a pesar de su corta edad, ya se había metido en más de un lío judicial por su turbio temperamento.


Henry era joven, paticorto, de ojos tristes y orejas demasiado grandes para su bien. Muy peludo, aunque empezaba a sospechar que sufría de una calvicie prematura porque siempre iba dejando pelos por todas partes. Para mi desgracia, el mimado de mi tía se encariñó conmigo en cuanto me vio y, por más que procuraba dejarle claro que lo nuestro era imposible, él siempre insistía en ir detrás de mí, a todas partes.


En más de una ocasión había intentado quedarse a dormir en mi habitación, pero yo lo había echado furiosa de mi cuarto, prohibiéndole la entrada de por vida. Él, por su parte, parecía no entender las indirectas, ni las directas, y siempre se quedaba quejándose hasta altas horas de la madrugada en la puerta de mi dormitorio para mostrarme su amor.


¡Estaba decidido! En cuanto terminara ese estúpido encargo que me había endosado mi tía, me iría a vivir sola. Con mis veintiséis años, ya era hora de abandonar el nido y dejar tras de mí las locas peticiones de tía Mirta y las innumerables quejas de su protegido.



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