martes, 13 de febrero de 2018

CAPITULO 95





Fue Paula la que alzó esta vez sus brazos alrededor de mi cuello y me atrajo hacia ella.


Besó mis labios con una dulzura que pocos podían admirar en ella, y con sus delicadas manos exigió que eliminara la barrera que representaba mi ropa entre nuestros desnudos cuerpos.


Cuando forcejeó torpemente con mi camiseta, yo me despojé de ella arrojándola sin miramientos a un lado mientras dirigía una de sus manos hacia donde mi pecho latía descontroladamente por cada una de sus caricias. Le repetí una vez más cuánto la amaba y ella aceptó nuevamente cada una de mis palabras.


—¿Sabes que mi corazón sólo late así de desesperado cuando tú estás conmigo? —confesé, ganándome de nuevo una de sus sonrisas—. Ninguna otra mujer lo ha hecho enloquecer como tú —revelé, queriendo pedirle que no se alejara nunca de mi lado, pero, en ese instante, las palabras de una anciana mujer hicieron eco en mi mente y me callé, besando con desesperación las manos que pronto me llevarían a la locura. Sobre todo cuando comenzaron a acariciar mi pecho con esas afiladas uñitas a las que tanto les gustaba dejar marcas en mi piel.


Rodé en la cama sin abandonar su agarre y coloqué a mi hermosa diosa encima de mi excitado cuerpo para deleitarme mejor con cada una de sus curvas. Sus senos desnudos, con los pezones erguidos por la excitación de nuestros cuerpos, fueron una tentación que no pude resistir, y me acomodé para deleitarme con su sabor sin dejar de sonreír ante los gemidos de placer que escapaban de sus labios. Jugueteé con ellos a mi antojo besándolos, lamiéndolos, mordiéndolos...


Al percatarme de que Paula se comenzaba a mover sobre mí con más inquietud, dirigí una de mis manos a través de su ropa interior y la hallé húmeda y preparada para recibirme. Le quité sin dudar el resto de las escasas prendas que ocultaban su cuerpo a mi ávida mirada y yo me despojé rápidamente de lo que quedaba de mi ropa. Paula me recorrió con sus ardientes ojos llenos de deseo y comenzó a acariciarme muy despacio con la fina línea de sus uñas: desde el cuello fue bajando despacio por mi pecho, luego por mi cintura y más allá. Cuando llegó a mi erecto miembro, me excité aún más, agrandando con el deseo de la espera mi protuberante erección.


El recorrido que hicieron sus uñas fue repetido a continuación por las delicadas yemas de sus dedos... Ahí me estremecí de placer, expectante ante su siguiente paso, que no fue otro que cubrir todo mi cuerpo con deliciosos besos.


Cuando por último fue su lengua la que continuó con estos ardorosos juegos, mi cuerpo por poco explotó de goce en el instante en que Paula rodeó con ella mi pene, y yo, como
cualquier hombre, llegué a mi límite. Así que, simplemente, me adentré en su interior con una feroz embestida.


Paula gimió inquieta, por lo que cesé los rudos embates que exigía mi cuerpo. La volví a colocar, como la diosa que era, encima de mí y acaricié su excitado clítoris a la vez que mi boca nuevamente devoraba el pecado que representaban para mí sus jugosos senos. Ella no tardó mucho en alzarse sobre mí, exigiendo que me moviera en su apretado interior y yo le permití marcar el ritmo con su necesitado cuerpo.


Cuando Paula comenzó a moverse descontroladamente, acallé su boca con mi mano, sabiendo que pronto le sobrevendría un potente orgasmo. Ella, sin poder remediarlo, mordió mi mano en el momento en el que llegó a la cúspide de su placer, pero yo me negué a apartarla de sus labios porque entonces fui yo quien dirigió el placentero ritmo y, cogiendo con brusquedad su cadera con mi otra mano, seguí el instinto de mis impetuosas embestidas, que me decían que ella era todo lo que necesitaba.


Paula apenas terminó de gritar mi nombre por el orgasmo anterior cuando éste nuevamente acudió a sus labios, y en el momento en que sus dientes volvieron a marcar mi piel, yo me derramé en su interior, derrumbándome ante el asombro de un placer del que nunca volvería a disfrutar si la dejaba marchar, porque nadie nunca podría compararse a la mujer que llevaba grabada tanto en mi corazón como en mi alma.


Cuando ella se acurrucó contra mi pecho como una complacida gatita y me confesó una vez más su amor, supe lo que tenía que hacer, ya que mi conciencia no paraba de gritarme cuál era mi deber, pero una vez más hice caso a mi corazón que me rogaba: «Tan sólo un minuto más».



CAPITULO 94





Después de que esa exacerbada anciana me echara de su mansión, tuve ganas de colarme por la puerta trasera para llevarme a Paula a su habitación y escuchar una vez más esas palabras que tanto había deseado oír. Pero, como la seguridad de ese hogar era algo extrema y hasta el más leve movimiento era detectado por alguna de esas cámaras que tan celosamente había instalado Víctor, desistí enseguida de adentrarme otra vez en esa casa de locos y utilicé mi tiempo para tratar de convencer a ese forzudo vigilante de mi lamentable situación.


Al ser Víctor un hombre enamorado como yo, se apiadó de mis lloros y me aseguró que me permitiría asistir esa noche a la invitación que mi amorosa mujercita me había lanzado antes de ser arrastrada por la celosa tía Mirta al que era su deber.


Así pues, me fui a perder el tiempo poniendo al día mis facturas sin dejar de observar ni un instante el lento transcurrir de las manecillas del reloj de mi despacho, deseando que llegara la noche para poder colarme en la cama de Paula, para mostrarle lo mucho que me había gustado su efusiva confesión.


Tanto me daba que esa revelación hubiera sido expuesta ante otro en el calor del momento, lo que más me importaba era que Paula lo había dicho para defender lo que sentía ante un hombre que intentaba alejarla de mí.


Me molestaba mucho que ese tipo que formaba parte del pasado de Paula quisiera reaparecer en su vida e insistiera con gran terquedad en recordar una relación que siempre había estado vacía. Cada vez que lo veía cerca de ella, tenía que refrenar mis puños para no enterrarlos en su rostro, y en más de una ocasión tuve que morderme la lengua para no decirle todo lo que pensaba de él y ser invitado a abandonar esa gran mansión antes de lo que me gustaría.


Pero, después de escuchar esas palabras de Paula, ya no tenía por qué tener miedo de que el recuerdo de ese indeseable se interpusiera entre nosotros. Tampoco me importaba lo que pensara su familia o que su perro me gruñera a cada minuto.


Lo único que deseaba en esos instantes era apretarla entre mis brazos y devolverle esas palabras para expresarle mi cariño con el mismo ardor con el que ella había gritado el suyo.


Al llegar por fin la noche, hice caso de los consejos de Víctor, quien me había sugerido que aparcara mi vehículo en un lugar apartado del camino y que, en cuanto llegara a la entrada de la propiedad, me arrastrara por el suelo para evitar los sensores. Y allí estaba yo, ensuciando mis mejores ropas con el mojado césped y la tierra húmeda. Ahora me encontraba, literalmente, reptando por el suelo para conseguir pasar la noche con una mujer que me volvía loco y que, sin duda, me llevaría a hacer el necio en más de una ocasión.


Sin embargo, ya que había conseguido salvar la mayoría de los obstáculos que se interponían en mi camino, me resultaba irónico que el mayor de ellos fuera mi propia conciencia, que me señalaba que las sabias palabras que dejó caer tía Mirta en su despacho seguramente eran ciertas y que, si yo realmente la quería y además pretendía convertirme en un hombre digno de ella, tendría que dejarla marchar.


Pero, como en la mayor parte de mi vida había sido bastante egoísta, no pude resistirme a tenerla una noche más entre mis brazos y grabar mi nombre en su cuerpo con el tacto de mis caricias a la vez que hacía que mis sinceras palabras de amor le imposibilitaran olvidarse de mí.


Al fin llegué hasta la parte trasera de la casa, serpenteando con bastante habilidad.


Cuando alcé mi rostro, encontré a Víctor deleitándose con un tentempié mientras observaba con una burlona sonrisa mi estúpida situación. Se dirigió hacia mí sin dejar de carcajearse por el camino y me tendió amigablemente la mano para ayudarme a volver a una posición más o menos
digna.


— ¿Se puede saber por qué no saltan los sensores? —lo increpé, un tanto disgustado.


—Simplemente desconecté la alarma — respondió Víctor con ligereza, procediendo a devorar de nuevo su sándwich.


—Y, si ibas a hacer eso, ¿por qué no me lo dijiste desde un principio y me hubiera evitado el ir arrastrándome por todo el camino hasta aquí? — le recriminé, molesto, mientras intentaba ponerme presentable para Paula.


—Considéralo una pequeña venganza por tu patético consejo de esta mañana.


—Recuérdame que no te dirija ninguna más de mis sabias palabras.


—¡Ja! Con tu bocaza, dudo que puedas quedarte callado. Bueno, mira allí: ésa es la ventana que da a la habitación de Paula — replicó Víctor, señalándome la estancia del segundo piso que quedaba junto al canalón—. Te dejaría entrar por la puerta, pero el chucho vigila de cerca a Paula, y tía Mirta se queda dormida en el salón con la televisión encendida, así que... espero que sepas escalar.


—No te preocupes... ¡Eso es pan comido! — dije, muy confiado.


Después de caerme tres veces de culo y de que Víctor se ofreciera burlonamente a traerme una escalera, subí decidido a no ser menos que mi amigo y cuñado Alan, que había hecho eso muchas veces en el pasado para colarse en la habitación de mi hermana Eliana.


¡Y a la cuarta fue la vencida!


¡Al fin me encontraba en la habitación de mi amada Paula! O eso era al menos lo que yo creía hasta que me acerqué sigilosamente al lecho, donde por poco me dio un infarto cuando observé de cerca a un anciano con una especie de mascarilla verde en la cara y en parte de su calva.


Por suerte, sus ojos estaban tapados con un antifaz y sus ronquidos eran demasiado ruidosos como para que mi presencia lo hubiera molestado.


Me sentí realmente tentado de tirarle algo al idiota de Víctor por la ventana, pero, como yo era un intruso allí y tenía mejores cosas que hacer, atravesé sigilosamente la habitación en la que me encontraba y, tan silencioso como el mejor ladrón, abrí la puerta y me adentré en al pasillo.


Pensé que me llevaría un rato encontrar a Paula hasta que recordé la devoción que mostraba ese chucho por ella. Así que, tras girar en uno de los pasillos, hallé a Henry tumbado ante una de las puertas, durmiendo a pata suelta mientras gemía en sueños, lo más seguro persiguiendo su cena, ya que tía Mirta lo había vuelto a poner a régimen.


Abrí silenciosamente la puerta y, sin que ese perro se inmutara en absoluto, pasé por encima de él.


—¡Menudo guardián estás hecho! —susurré reprobadoramente mientras lo veía darse la vuelta con algo de dificultad y acomodar otra vez su gordo trasero.


Cuando por fin llegué junto a la cama, me acerqué con sigilo, asegurándome de que esta vez no me había equivocado en absoluto, y encendí la lámpara de la mesita de noche. Paula, que parecía ser la única persona de sueño ligero en esa casa, comenzó a despertarse de su plácido sueño.


—¿Pedro? —preguntó, algo confusa, apartando las sábanas y mostrándome un diminuto pijama de Snoopy.


Aunque esperaba ver alguna sexy prenda de lencería destinada a atraerme, la verdad era que ese escueto pijama no me decepcionó. Nunca creí posible que me excitara tanto ese insulso personaje animado hasta que llegué a ver lo reveladora que podía ser su ropa y me enardeciera sólo con pensar en acariciar el lugar donde reposaba la cabeza de ese perro de dibujos animados, que en esos instantes era «apto sólo para mayores».


—Sí, princesa, soy yo —confirmé mientras me sentaba junto a ella.


—Creí que ya no vendrías —comentó, intentando despertarse de su somnoliento estupor.


—Entonces, ¿por eso le has cambiado la habitación al bello durmiente? —le pregunté, recordando que la habitación en la que me hallaba no era donde ella y yo habíamos hecho el amor.


—Sí. Hector no paraba de darme la lata sobre algo de un sueño reparador y finalmente cedí ante la perspectiva de librarme de un nuevo dolor de cabeza.


—¡Gracias a Dios que no me metí en la cama con él para seducirlo en la oscuridad! ¿Sabes que ese tipo usa una mascarilla verde en la calva?


—¡Ah, conque ése es su secreto! —exclamó distraídamente Paula, olvidándose de mi presencia seguramente para planear cómo robarle la mascarilla a ese anciano y conseguir que sus zapatos brillaran igual que su hipnótica calva.


Harto de sus maquiavélicas ideas sobre cómo arrebatarle ese mejunje a Hector, me hice notar cuando la tumbé en la cama debajo de mi cuerpo y la miré a los ojos exigiendo escuchar nuevamente esas palabras que para mí aún parecían ser un sueño.


—Quiero que me repitas esas palabras que tanto tiempo he deseado escuchar —le exigí mientras recorría su cuello con cálidos besos, haciendo que Paula gimiera de deseo—. Quiero oír otra vez de tus labios esos sentimientos que hasta ahora te has negado a confesarme —declaré, mientras la despojaba de su camiseta, revelando la desnudez de su cuerpo—. Quiero que declares con tanto ardor las palabras que le manifestaste a ese cretino y que a mí me has negado el placer de escuchar por tanto tiempo —reclamé, mientras alzaba sus brazos por encima de su cabeza y enfrentaba sus ojos, suplicantes de deseo, con los míos, que reclamaban una respuesta.


—Te quiero, Pedro Alfonso —admitió finalmente Paula, convirtiéndome en el hombre más feliz del mundo.


—¡Y yo te amo con locura, Paula Olivia Chaves! —respondí a mi vez, recibiendo de ella la más maravillosa de las sonrisas, una que sólo podía mostrar una mujer profundamente enamorada.


Ése era el preciso momento en el que nuestras palabras estaban de más, donde dejamos que nuestros cuerpos hablaran como habían hecho desde el principio, demostrando que siempre había sido el amor lo que nos había unido.




CAPITULO 93




—¡Tus consejos son una mierda, Pedro Alfonso—afirmaba Víctor, fastidiado, pero alegre por haber logrado que Lorena hubiera dejado por fin atrás su triste balanceo sobre ese viejo columpio.


—Eso es porque nunca has escuchado los de mi cuñado y mi hermano. Si lo hicieras, sabrías que los míos son los mejores. —Pedro sonrió alegremente, tendiéndole una cerveza.


—Recuérdame no seguir nunca los consejos de los Alfonso —reprochó Víctor, disfrutando de su bebida y de la compañía de ese tipo, que cada hora que pasaba le caía mejor, aunque no sabía si era debido a que lo estaba conociendo un poco o a que le estaba haciendo efecto el alcohol.


—Pues te diré una cosa: los Alfonso siempre conseguimos a las mujeres que amamos.


Definitivamente, que ese presumido sujeto le cayera mejor sólo podía ser por el efecto de la cerveza.


—Eso me lo creeré cuando lo vea —replicó Víctor alegremente, acabando con la sonrisa de Pedro cuando le señaló cómo su amada Paula se había encerrado de nuevo tras las puertas del despacho con ese despreciable individuo que una vez fue su prometido.


—Si me perdonas, creo que tengo que volver a marcar mi terreno —manifestó Pedro, decidido a demostrar una vez más a Manuel Talred que él era el único hombre en la vida de Paula y que, por mucho que éste intentara apartarlo de ella, eso nunca ocurriría.


Cuando Pedro llegó a la puerta del despacho, la halló entreabierta. Por unos instantes dudó si adentrarse o no en la estancia e interrumpir la conversación entre Paula y Manuel, que en esos momentos parecía de lo más aburrida, ya que estaba llena de términos legales que él desconocía.


Así que Pedro, decidido a darle un espacio a Paula y a no atosigarla demasiado con sus celos, se quedó fuera. 


Aunque, eso sí, pegó bien su oreja, tal y como hacían esas viejas chismosas de las que él mismo tanto se quejaba últimamente, para oír si en algún momento esa profesional charla sobre su cliente cambiaba hacia temas más personales, los cuales no tendría ningún reparo en acallar.


—Esto se pone difícil. Si nuestra cliente quiere, además de su libertad, su dinero y posesiones, lo tenemos complicado, ya que, después de casarse, Lorena avaló a su marido con gran parte de su patrimonio para refinanciar las deudas de él, y ahora el tipo amenaza con dejar de pagar, con lo que los acreedores ejecutarían los avales y se quedarían con todo. Por si fuera poco, ha interpuesto una demanda contra nuestra cliente por abandono conyugal, que es anterior a la petición de divorcio por maltrato que pusimos nosotros —le explicó Manuel a Paula, intentando que ella rebajara sus expectativas sobre ese juicio.


—Creo que Lorena se merece que intentemos devolverle todo lo que es suyo de todas las maneras posibles.


—Me parece perfecto que todavía mantengas esos sueños idílicos donde todo sale bien, pero la realidad es muy distinta, y es muy posible que esa mujer se quede sin nada. Y más aún si nos empeñamos en atosigar al marido con exigencias que entorpezcan nuestros pasos. Aprende de mis
sabias palabras: es mejor no perder demasiado tiempo en este caso; después de todo, esto no nos llevará a ganar prestigio o dinero alguno.


—¡Nunca cometería la aberración de aprender la más mínima cosa de ti! Si eres tan bueno en tu trabajo sólo se debe a que siempre juegas sucio y, aunque en estos momentos me conviene tu ayuda, no es así como quiero llevar este caso.


—¡Por Dios, Paula! ¡Con los años te has vuelto más atrevida y apasionada en lo que haces! Casi no me puedo creer que la mujer que se enfrenta ahora a mí sea aquella misma tímida ratita presuntuosa que siempre me seguía a todas partes —comentó atrevidamente Manuel, mientras dejaba a un lado los informes de ese caso y prestaba la máxima atención a la fémina que tenía ante él, quien parecía haber experimentado un gran cambio desde la última vez que se vieron.


—Por aquel entonces yo sólo era una idiota a la que tú sabías manejar muy bien... Ahora no lo soy, y nunca más me dejaré manipular por un hombre como tú, Manuel Talred —repuso con decisión Paula, ignorando la ávida mirada de
los fríos ojos azules de Manuel y sus absurdos avances que nunca llevarían a nada.


—Me tientas a intentar conseguirte de nuevo. Sabes que soy mil veces mejor que ese veterinario de tres al cuarto y que si sales con él es solamente porque se parece a mí —se jactó con arrogancia Manuel, acorralando a Paula contra la montaña de papeles de la mesa.


Si Manuel esperaba su habitual sonrojo, o timidez ante sus avances y una fácil rendición ante sus encantos, se llevó una gran decepción cuando Paula lo apartó de ella como si de alguien insignificante se tratara para luego carcajearse en su cara haciéndole ver la verdad de sus palabras: él ya no tenía cabida en la vida de Paula, una mujer que era indiferente ante él, porque simplemente estaba enamorada.


—Tú no te pareces en la más mínima cosa a Pedro Alfonso. ¡Él es mil veces mejor que tú!


—¡Ah! ¿Y qué tiene de especial ese niño bonito para que te hayas encaprichado de él?


—Sabe cómo hacer que una mujer olvide sus malos recuerdos, sabe hacerme reír y, lo más importante, me ama como nadie lo ha hecho jamás hasta ahora...


—¡Venga ya, Paula! Si el estar contigo era como hacerlo con un bloque de hielo... ¡No me digas que ahora te gusta el sexo! Porque entonces estoy dispuesto a intentarlo de nuevo... —declaró maliciosamente Manuel, acorralándola otra vez, en esta ocasión contra las estanterías del estudio.


«¡Suficiente!», dijo para sí mismo Pedro mientras se adentraba silenciosamente en la estancia decidido a dejar inconsciente a ese sujeto.


Sus pasos se detuvieron en mitad de la habitación cuando escuchó las palabras de Paula.


—¡Tú eras quien me dejaba fría, Manuel! He descubierto que, con el hombre adecuado, el sexo puede llegar a ser maravilloso —dijo Paula, intentando librarse del agarre de ese mamarracho.


—¿Me puedes decir por qué ese hombre es tan especial para ti? —ironizó Manuel, cogiendo las manos de Paula, que lo golpeaban, con una sola de las suyas, y luego alzándolas por encima de su cabeza a la vez que se negaba a dejarla marchar.


—¡Porque lo amo! —confesó fieramente Paula enfrentándose a esos fríos ojos azules que ahora sabía que en ningún momento habían sentido nada por ella, ya que nunca la habían mirado con la intensidad que llegaban a expresar los hermosos ojos de su eterno enamorado.


Pedro quedó paralizado por unos instantes al oír la confesión que tanto había deseado escuchar salir de los labios de Paula. Después simplemente se acercó a Manuel en dos únicas zancadas y lo apartó con fuerza de Paula como si fuera un simple e insignificante obstáculo colocado en su camino.


—¿Me amas? —le preguntó Pedro, pletórico de felicidad, mientras la acogía con fuerza entre sus brazos.


—Sí —contestó sin dudar Paula, un tanto confusa por la súbita aparición de su amante que, como siempre, surgía en el momento más adecuado.


Pedro no necesitó nada más para sentirse lleno de felicidad en esos instantes, así que, para demostrarle a Paula cuánto le agradecía que al fin hubiera tenido el valor de pronunciar esas palabras, la besó con la pasión de un hombre enamorado.


«Aunque tal vez ese beso arrebatador sirva para algo más», pensó Pedro mientras sonreía maliciosamente a la vez que hacía que Paula se inclinara hacia atrás entre sus poderosos brazos y le mordía levemente sus jugosos labios para luego dedicarles sutiles caricias con los suyos.


Cuando ella gimió excitada por el ardor de los avances de su lengua, Pedro agarró con suavidad sus cabellos y la incorporó, separándose de Paula antes de que ambos perdieran el control de sus cuerpos como siempre hacían en los lugares más inadecuados. Cogió con firmeza la mano de Paula y la animó a seguirlo, y ella, como toda mujer enamorada, no le negó nada.


Desde el suelo, pues con el manotazo de Pedro había ido a parar allí, un hombre atónito los observaba alejarse del despacho.


—Ni se te ocurra volver a acercarte a ella. Tú, definitivamente, no das la talla —se burló el veterinario, mirando a esa sanguijuela con una de esas altivas miradas que los Chaves siempre utilizaban.


Pedro no se quedó para oír las protestas de ese tipo que tan poco le interesaban, porque, sin duda, tenía cosas mejores que hacer que pelearse con él, pensaba mientras miraba a su sonrojada mujer, que seguía su acelerado paso hacia la planta superior, donde una cama los esperaba.


Pero su mala suerte o, mejor dicho, sus inoportunas carabinas, se interpusieron en su camino hacia lugares más placenteros. La inquebrantable figura de una furiosa anciana, acompañada por su rechoncho compañero perruno, los esperaban en lo alto de la escalera con los brazos cruzados y un gesto acusador. De una sola y apabullante mirada acabó con toda la excitación del momento y luego, mientras lo separaba de su sobrina, simplemente le ordenó:
—¡Fuera antes de que le eche a los perros!


—¿Qué perros? Si sólo tiene un chucho con sobrepeso... —replicó sarcásticamente Pedrofastidiado por su destierro mientras los ladridos de un furioso y ofendido animal lo perseguían hasta la salida... aunque resultó bastante divertido ver cómo ese orondo animal intentó seguirlo bajando con dificultad la escalera, y, tras los tres primeros escalones, se negó a descender ninguno más, ladrándole intensamente desde la distancia.


—De verdad que necesitas ponerte a dieta — le comentó Pedro a Henry, haciendo que éste se ofendiera más todavía por lo que significaban sus palabras: una nueva dieta de pienso light.


Paula lo acompañó hasta la salida, y besándolo furtivamente antes de que su tía pudiera reprenderla de nuevo por sus acciones, le susurró «esta noche en mi habitación». Tras esa súbita declaración, Pedro oyó a sus espaldas las exaltadas exigencias de una anciana que le sacaban de quicio.


—¡Y tú, jovencita, a trabajar!


—Si en eso estaba cuando me interrumpiste...


—¡Que yo sepa, lo que ibais a hacer no tiene nada que ver con tu caso! —reprendió la rígida anciana a su sobrina.


—¡Oh, pero si sólo me dirigía a la planta de arriba para pedir tu opinión! —respondió Paula de forma inocente, burlándose de su tía.


—Sí, claro —replicó escépticamente Mirta mientras ponía los ojos en blanco—. Pues mi opinión, jovencita, es que no puedes utilizar las habitaciones de arriba para hacer eso.


—Bueno, tía, ahora que me ha quedado claro, vuelvo a mi trabajo —comentó alegremente Paula.


—¿Por qué estás tan contenta? —preguntó Mirta Chaves, confusa por el repentino buen humor de su sobrina.


—Porque no me has dicho nada de las habitaciones de abajo... —dijo desvergonzadamente Paula mientras, feliz, se alejaba de una anciana que no cesaba de perseguirla, dispuesta a recordarle lo que nunca debía hacer.


—¡Ven aquí, señorita insolente! —intentaba reprender severamente Mirta una vez más a su sobrina, pero, ante el estruendo de su risa, desistió por completo


Al parecer, ese hombre había conseguido que su sobrina volviera a reír con alegría y, aunque esto era un punto a su favor, todavía quedaban muchas cuestiones por responder sobre cómo era en realidad Pedro Alfonso. Mirta esperaba que ese joven muy pronto le mostrara la clase de persona que era y que, finalmente, le demostrara que ella no se había equivocado en su primera elección y así, igual que su marido Henry había sido el único para ella, él sería el único para Paula...