martes, 13 de febrero de 2018

CAPITULO 94





Después de que esa exacerbada anciana me echara de su mansión, tuve ganas de colarme por la puerta trasera para llevarme a Paula a su habitación y escuchar una vez más esas palabras que tanto había deseado oír. Pero, como la seguridad de ese hogar era algo extrema y hasta el más leve movimiento era detectado por alguna de esas cámaras que tan celosamente había instalado Víctor, desistí enseguida de adentrarme otra vez en esa casa de locos y utilicé mi tiempo para tratar de convencer a ese forzudo vigilante de mi lamentable situación.


Al ser Víctor un hombre enamorado como yo, se apiadó de mis lloros y me aseguró que me permitiría asistir esa noche a la invitación que mi amorosa mujercita me había lanzado antes de ser arrastrada por la celosa tía Mirta al que era su deber.


Así pues, me fui a perder el tiempo poniendo al día mis facturas sin dejar de observar ni un instante el lento transcurrir de las manecillas del reloj de mi despacho, deseando que llegara la noche para poder colarme en la cama de Paula, para mostrarle lo mucho que me había gustado su efusiva confesión.


Tanto me daba que esa revelación hubiera sido expuesta ante otro en el calor del momento, lo que más me importaba era que Paula lo había dicho para defender lo que sentía ante un hombre que intentaba alejarla de mí.


Me molestaba mucho que ese tipo que formaba parte del pasado de Paula quisiera reaparecer en su vida e insistiera con gran terquedad en recordar una relación que siempre había estado vacía. Cada vez que lo veía cerca de ella, tenía que refrenar mis puños para no enterrarlos en su rostro, y en más de una ocasión tuve que morderme la lengua para no decirle todo lo que pensaba de él y ser invitado a abandonar esa gran mansión antes de lo que me gustaría.


Pero, después de escuchar esas palabras de Paula, ya no tenía por qué tener miedo de que el recuerdo de ese indeseable se interpusiera entre nosotros. Tampoco me importaba lo que pensara su familia o que su perro me gruñera a cada minuto.


Lo único que deseaba en esos instantes era apretarla entre mis brazos y devolverle esas palabras para expresarle mi cariño con el mismo ardor con el que ella había gritado el suyo.


Al llegar por fin la noche, hice caso de los consejos de Víctor, quien me había sugerido que aparcara mi vehículo en un lugar apartado del camino y que, en cuanto llegara a la entrada de la propiedad, me arrastrara por el suelo para evitar los sensores. Y allí estaba yo, ensuciando mis mejores ropas con el mojado césped y la tierra húmeda. Ahora me encontraba, literalmente, reptando por el suelo para conseguir pasar la noche con una mujer que me volvía loco y que, sin duda, me llevaría a hacer el necio en más de una ocasión.


Sin embargo, ya que había conseguido salvar la mayoría de los obstáculos que se interponían en mi camino, me resultaba irónico que el mayor de ellos fuera mi propia conciencia, que me señalaba que las sabias palabras que dejó caer tía Mirta en su despacho seguramente eran ciertas y que, si yo realmente la quería y además pretendía convertirme en un hombre digno de ella, tendría que dejarla marchar.


Pero, como en la mayor parte de mi vida había sido bastante egoísta, no pude resistirme a tenerla una noche más entre mis brazos y grabar mi nombre en su cuerpo con el tacto de mis caricias a la vez que hacía que mis sinceras palabras de amor le imposibilitaran olvidarse de mí.


Al fin llegué hasta la parte trasera de la casa, serpenteando con bastante habilidad.


Cuando alcé mi rostro, encontré a Víctor deleitándose con un tentempié mientras observaba con una burlona sonrisa mi estúpida situación. Se dirigió hacia mí sin dejar de carcajearse por el camino y me tendió amigablemente la mano para ayudarme a volver a una posición más o menos
digna.


— ¿Se puede saber por qué no saltan los sensores? —lo increpé, un tanto disgustado.


—Simplemente desconecté la alarma — respondió Víctor con ligereza, procediendo a devorar de nuevo su sándwich.


—Y, si ibas a hacer eso, ¿por qué no me lo dijiste desde un principio y me hubiera evitado el ir arrastrándome por todo el camino hasta aquí? — le recriminé, molesto, mientras intentaba ponerme presentable para Paula.


—Considéralo una pequeña venganza por tu patético consejo de esta mañana.


—Recuérdame que no te dirija ninguna más de mis sabias palabras.


—¡Ja! Con tu bocaza, dudo que puedas quedarte callado. Bueno, mira allí: ésa es la ventana que da a la habitación de Paula — replicó Víctor, señalándome la estancia del segundo piso que quedaba junto al canalón—. Te dejaría entrar por la puerta, pero el chucho vigila de cerca a Paula, y tía Mirta se queda dormida en el salón con la televisión encendida, así que... espero que sepas escalar.


—No te preocupes... ¡Eso es pan comido! — dije, muy confiado.


Después de caerme tres veces de culo y de que Víctor se ofreciera burlonamente a traerme una escalera, subí decidido a no ser menos que mi amigo y cuñado Alan, que había hecho eso muchas veces en el pasado para colarse en la habitación de mi hermana Eliana.


¡Y a la cuarta fue la vencida!


¡Al fin me encontraba en la habitación de mi amada Paula! O eso era al menos lo que yo creía hasta que me acerqué sigilosamente al lecho, donde por poco me dio un infarto cuando observé de cerca a un anciano con una especie de mascarilla verde en la cara y en parte de su calva.


Por suerte, sus ojos estaban tapados con un antifaz y sus ronquidos eran demasiado ruidosos como para que mi presencia lo hubiera molestado.


Me sentí realmente tentado de tirarle algo al idiota de Víctor por la ventana, pero, como yo era un intruso allí y tenía mejores cosas que hacer, atravesé sigilosamente la habitación en la que me encontraba y, tan silencioso como el mejor ladrón, abrí la puerta y me adentré en al pasillo.


Pensé que me llevaría un rato encontrar a Paula hasta que recordé la devoción que mostraba ese chucho por ella. Así que, tras girar en uno de los pasillos, hallé a Henry tumbado ante una de las puertas, durmiendo a pata suelta mientras gemía en sueños, lo más seguro persiguiendo su cena, ya que tía Mirta lo había vuelto a poner a régimen.


Abrí silenciosamente la puerta y, sin que ese perro se inmutara en absoluto, pasé por encima de él.


—¡Menudo guardián estás hecho! —susurré reprobadoramente mientras lo veía darse la vuelta con algo de dificultad y acomodar otra vez su gordo trasero.


Cuando por fin llegué junto a la cama, me acerqué con sigilo, asegurándome de que esta vez no me había equivocado en absoluto, y encendí la lámpara de la mesita de noche. Paula, que parecía ser la única persona de sueño ligero en esa casa, comenzó a despertarse de su plácido sueño.


—¿Pedro? —preguntó, algo confusa, apartando las sábanas y mostrándome un diminuto pijama de Snoopy.


Aunque esperaba ver alguna sexy prenda de lencería destinada a atraerme, la verdad era que ese escueto pijama no me decepcionó. Nunca creí posible que me excitara tanto ese insulso personaje animado hasta que llegué a ver lo reveladora que podía ser su ropa y me enardeciera sólo con pensar en acariciar el lugar donde reposaba la cabeza de ese perro de dibujos animados, que en esos instantes era «apto sólo para mayores».


—Sí, princesa, soy yo —confirmé mientras me sentaba junto a ella.


—Creí que ya no vendrías —comentó, intentando despertarse de su somnoliento estupor.


—Entonces, ¿por eso le has cambiado la habitación al bello durmiente? —le pregunté, recordando que la habitación en la que me hallaba no era donde ella y yo habíamos hecho el amor.


—Sí. Hector no paraba de darme la lata sobre algo de un sueño reparador y finalmente cedí ante la perspectiva de librarme de un nuevo dolor de cabeza.


—¡Gracias a Dios que no me metí en la cama con él para seducirlo en la oscuridad! ¿Sabes que ese tipo usa una mascarilla verde en la calva?


—¡Ah, conque ése es su secreto! —exclamó distraídamente Paula, olvidándose de mi presencia seguramente para planear cómo robarle la mascarilla a ese anciano y conseguir que sus zapatos brillaran igual que su hipnótica calva.


Harto de sus maquiavélicas ideas sobre cómo arrebatarle ese mejunje a Hector, me hice notar cuando la tumbé en la cama debajo de mi cuerpo y la miré a los ojos exigiendo escuchar nuevamente esas palabras que para mí aún parecían ser un sueño.


—Quiero que me repitas esas palabras que tanto tiempo he deseado escuchar —le exigí mientras recorría su cuello con cálidos besos, haciendo que Paula gimiera de deseo—. Quiero oír otra vez de tus labios esos sentimientos que hasta ahora te has negado a confesarme —declaré, mientras la despojaba de su camiseta, revelando la desnudez de su cuerpo—. Quiero que declares con tanto ardor las palabras que le manifestaste a ese cretino y que a mí me has negado el placer de escuchar por tanto tiempo —reclamé, mientras alzaba sus brazos por encima de su cabeza y enfrentaba sus ojos, suplicantes de deseo, con los míos, que reclamaban una respuesta.


—Te quiero, Pedro Alfonso —admitió finalmente Paula, convirtiéndome en el hombre más feliz del mundo.


—¡Y yo te amo con locura, Paula Olivia Chaves! —respondí a mi vez, recibiendo de ella la más maravillosa de las sonrisas, una que sólo podía mostrar una mujer profundamente enamorada.


Ése era el preciso momento en el que nuestras palabras estaban de más, donde dejamos que nuestros cuerpos hablaran como habían hecho desde el principio, demostrando que siempre había sido el amor lo que nos había unido.




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