martes, 6 de febrero de 2018
CAPITULO 71
En el momento en el que el beso finalizó y sus ojos volvieron a encontrarse, Pedro la arrastró hacia la habitación en la que juntos habían explorado sus más íntimos deseos, acalló sus protestas con profundos y apasionados besos y la dirigió hacia la cama, donde estaba decidido a mostrarle con su cuerpo cuánto la amaba.
Ella silenciaba siempre sus francas palabras, pero nunca podía hacer nada por contener las sinceras caricias que Pedro le prodigaba a su cuerpo y que gritaban la verdad de sus sentimientos con cada uno de sus besos: que él la amaba por encima de todo. Pero Paula sólo se permitía escuchar esas palabras cuando ambos caían bajo el aturdimiento de un abrumador deseo.
Pedro la tumbó entre las blancas sábanas de su lecho, y luego la desnudó con lentitud, besando con gran satisfacción cada una de las partes de su cuerpo que quedaba expuesta a su ávida mirada.
Empezó por sus pies, despojándolos de esas feas zapatillas de deporte que tanto le había asombrado ver adornando ese bonito cuerpo que sólo era merecedor de lo mejor. Continuó por los raídos vaqueros, que tan bien se amoldaban a sus interminables curvas, descubriendo con una grata sonrisa esa indecente ropa interior que siempre lo llevaba a la locura.
Pedro besó despacio sus piernas y sus muslos, rozando levemente con sus labios el minúsculo tanga que cubría su feminidad. Luego alzó su camiseta, prodigando dulces besos a su ombligo, y fue subiendo poco a poco por la cintura hacia sus tentadores pechos, que todavía permanecían ocultos bajo un sugerente y minúsculo sujetador de encaje.
La despojó a continuación de su camiseta negra y bajó, con suaves caricias, los tirantes de la pecaminosa ropa interior que ocultaba los jugosos pechos de Paula. Pedro no se molestó en quitar esa molesta prenda de su camino, simplemente la echó a un lado hasta dejar expuestos los senos que tanto lo tentaban, y los mimó con deleite hasta llegar a sus erguidos pezones, que torturó con su
juguetona lengua y sus viciosos dientes, obteniendo numerosos y satisfactorios gemidos de placer de sus labios.
Paula se retorcía invadida por la lujuria de las caricias que Pedro le prodigaba.
Las manos de su amante bajaron por todo su cuerpo hasta llegar a sus inquietos muslos, que abrió lánguidamente, y, tras arrancarle de un violento e impulsivo tirón el minúsculo y sexy tanga, Pedro acarició con ardor su clítoris, notando en su ahora húmeda mano la evidencia del deseo de Paula.
Mientras su boca no dejaba ni un instante de torturar sus pechos, la impetuosa mano de Pedro introdujo un dedo en su interior marcando el ritmo de su goce. Paula intentó moverse contra la mano de Pedro para llegar a la culminación de su placer, pero su malicioso amante se negó a darle lo que tanto anhelaba, pues impidió cada uno de sus movimientos con su fuerte agarre y detuvo sus caricias cuando tanto las necesitaba.
—Dime qué quieres, Paula —ronroneó ronca y maliciosamente Pedro, imposibilitando con sus fuertes manos que ella moviera sus caderas hacia el éxtasis.
—¡A ti, sólo a ti! —gritó finalmente Paula, rindiéndose a lo inevitable.
Tras escuchar estas palabras, Pedro se apartó por unos momentos de su amante para deshacerse rápidamente de su ropa y, mirando sus suplicantes ojos, se hundió con firmeza en su cuerpo de una fuerte embestida que reclamaba a esa mujer para sí y para toda la eternidad.
Pedro entrelazó sus poderosas manos con las de su pareja y, mirando con determinación esos bonitos ojos marrones, le expresó sus sentimientos adorando su cuerpo con el candor del suyo.
Paula se negó a mirar la verdad de esos ojos azules que tanto la tentaban, pero, cuando él le susurró dulcemente al oído esas palabras que ella tanto había intentado evitar, nada pudo hacer para que sus ojos no se enfrentaran finalmente a la verdad.
—Te quiero —confesó firmemente decidido Pedro a los oídos de esa excitante mujer sin dejar de adorar en ningún momento su cuerpo con cada uno de sus apasionados movimientos.
Paula volvió su rostro, sorprendiendo al hombre que había confesado tan censurables palabras a su roto corazón, y en ese instante comprendió que éste estaba comenzando a curarse, porque no le importó escucharlas de nuevo, aunque todavía no era capaz de decir en voz alta lo que sentía.
Él pareció percibir su dilema cuando simplemente besó sus labios e incrementó sus fuertes arremetidas para que de su boca sólo brotaran gemidos de placer, cuando finalmente su cuerpo se rindió llegando a la cúspide del éxtasis junto a ese necio que la amaba, aunque ella todavía no estuviera preparada para ello.
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