domingo, 11 de febrero de 2018
CAPITULO 88
Cuando me desperté, me hallaba entre unos brazos fuertes y confortables que ya conocía, acurrucada junto a un hombre cuyas palabras siempre me llegaban al alma. Lo abracé enérgicamente con la esperanza de no haberlo perdido y el miedo a que hiciera preguntas sobre mi vida, preguntas ante las que no quería enfrentarme todavía, aunque ya era hora de afrontarlas.
En mitad de mi efusivo abrazo, él me envolvió con cariño, demostrándome que ya había despertado y, cuando alzó mi rostro y nuestros ojos se encontraron, supe que era hora de responder a alguna de las cuestiones que seguramente rondaban por su mente después de haber hablado con Manuel.
—¿Qué quieres saber sobre mí? —pregunté, indecisa, sin saber por dónde empezar a hablarle.
—Quiero que me cuentes sólo lo que tú quieras contarme —anunció pacientemente Pedro, acomodándome en su regazo.
Yo me negué a mirarlo, por miedo a ser juzgada, y jugué nerviosamente con mis manos mientras comenzaba con mi historia, sin saber cómo me sentaría hablar nuevamente de ello después de tantos años.
—Conocí a Manuel en el bufete de mi tía. Yo era una simple becaria, y él, una nueva y flamante incorporación. Manuel fue el primero que me dirigió amables palabras en mi lugar de trabajo, pues yo apenas hablaba con nadie y siempre estaba sola.
—¿Por qué? —interrumpió Pedro confuso—. ¿Acaso no estaban contentos de tener a alguien tan eficiente como tú a su lado?
—Soy una Chaves, y no todos se sienten cómodos con ese apellido. Al principio algunos me hacían la pelota exageradamente, y por ello esperaban ascensos o regalos que yo no podía darles. Cuando se dieron cuenta de ello, se ofendieron ante el desperdicio de tiempo que significaba cultivar mi amistad. Otros decían que no me merecía mi puesto, a pesar de que yo era una de las que más se esforzaba y más horas extras trabajaba, y los que no estaban contentos con su posición simplemente buscaban cómo hacerme la vida imposible con montañas de trabajo... Casi abandoné en las primeras semanas allí, pero entonces mi tía me llevó a un lado y me recordó algo. —Rememoré, sonriente, la cara de mi tía en aquella ocasión mientras me aleccionaba sobre cómo era la vida en realidad.
—¿Qué es lo que te dijo tu tía? —preguntó Pedro, muy interesado.
—Que yo era una Chaves y, como los Chaves siempre triunfábamos ante la adversidad, debía tener presente en todo momento la fuerza de mi apellido. Y así lo hice: les recordé a todos quién era yo, ganándome con ello más miradas desagradables, pero la verdad es que me quedé muy a gusto mientras lo hacía. —Sonreí ante el recuerdo de las asombradas miradas que me dirigió más de uno de los altos cargos al hacerles saber cuál era su lugar.
—¿Cómo comenzaste a salir con ese idiota? — se interesó Pedro, dándome un abrazo de consuelo que me concedió fuerzas para seguir con mi historia.
—Como Manuel fue el único que me dedicaba palabras cariñosas, caí en un estúpido enamoramiento adolescente. Lo seguía a todos lados, lo ayudaba con sus casos y, finalmente, cuando me pidió salir, fue como un sueño para mí, un sueño que me cegó y no me permitió ver todo lo que ocurría a mi alrededor. Y por mucho que mi tía intentara hacerme abrir los ojos a la realidad, yo siempre los cerraba.
—¿Le hiciste caros regalos como a mí? — preguntó Pedro, interesado en saber cómo había sido su relación.
—No... bueno sí... Pero contigo es totalmente distinto: tú eres muy distinto... —intenté explicarme, un tanto desesperada, con el miedo a perderlo bien patente en mí.
—En una ocasión me dijiste que le habías comprado una mansión, ¿por qué? —inquirió el siempre sonriente Pedro, con un rostro impasible en el que yo no podía descifrar ninguno de sus sentimientos.
—Yo empecé a regalarle cosas que le gustaban y que no se podía permitir, pero, cuando mi tía me llamó la atención sobre ello, paré. Ahí empezaron algunos de nuestros problemas: cuando le regalaba cosas simples, me decía que no lo quería y me exigía más, y yo, como una tonta, dispuesta a demostrar mi amor, se las daba. Lo último fue una cara casa donde debíamos pasar nuestros días y donde me engañó con una supuesta amiga mía, mostrándome la realidad de nuestra relación en un solo instante. La única enamorada era yo... — finalicé, mirando sus tiernos ojos, que no dejaban de observarme pensativos.
—Tú no lo amabas, Paula. Lo que tenías con él no era amor —declaró con firmeza Pedro, sorprendiéndome con su seca respuesta.
—¿Cómo puedes decir que no lo quería? ¡Lo di todo en esa relación y...! —Salté de su regazo, enfurecida por sus palabras antes de que él volviera nuevamente a interrumpirme con sus sabias palabras.
—No, Paula: tú diste todo tu dinero en esa relación... una relación que en ningún momento tuvo amor alguno. Un noviazgo que sólo era perfecto porque era parte de tus sueños y te negabas a ver la realidad de la situación. Amar es ver los defectos del otro y aceptarlos, es apreciar cada parte de esa persona y no idealizarla, es intentar cambiar para estar a la altura de quien amas, como también es desquiciarte con algunas cosas de esa persona, pero, aun así, no desear que cambie...
—¡Vaya! ¿Y cómo es que te has vuelto tan sabio en el amor últimamente, Pedro Alfonso, si apenas hace unas semanas ni siquiera sabías cómo era estar enamorado? —le recordé, un tanto molesta por su presunción.
—Me acabé enamorando de una arisca gatita, y así es como me siento cada vez que estoy junto a ella.
—¿Y cómo sabes que me amas? —pregunté, confusa ante la profundidad de sus sentimientos.
—Como me dijo en cierta ocasión una sabia mujer: «Cuando estés enamorado, simplemente lo sabrás», consejo que al parecer ella rehúsa seguir. Ahora te daré yo otro: olvida de una vez ese estúpido pasado, si no, vas a perder un futuro con un hombre que te ame de verdad y que no sea una mera ilusión de una joven atolondrada. —Ante mi asombro, ésas fueron las palabras más serias que me dirigió un hombre que nunca olvidaba mostrar una sonrisa en su rostro.
Luego, ante mi enfado por la verdad de esas palabras que me catalogaban como una idiota, quise irme, pero él simplemente me abrazó y se negó a dejarme marchar por muy furiosa que yo estuviera o por más airadas que fueran mis palabras. No me soltó y, cuando dejé de forcejear entre sus brazos y finalmente me calmé, me besó con dulzura y me recordó lo más importante de esa charla.
—Te amo —confesó una vez más a mi oído, tumbándome en ese viejo sofá.
Y esta vez fui yo quien lo atrajo hacia mi cuerpo y se negó a dejarlo marchar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario