domingo, 4 de marzo de 2018
CAPITULO 100
Pedro llevaba una semana siendo el esclavo de ese chucho.
Después de la visita de tía Mirta, que pareció mirarlo con un poco menos de inquina que en las otras escasas ocasiones en las que habían tenido la desgracia de coincidir, la preocupada mujer se aseguró de pagarle una suma exorbitante por tratar a Henry.
En más de un momento, Pedro se sintió tentado de tirarle el dinero a la cara a esa molesta y altiva mujer y revelarle que Henry no estaba tan mal como aparentaba, pero, después de ver el semblante afligido de la anciana, que parecía no tranquilizarse con nada que no fuera la presencia de Henry en su clínica, aceptó hacerse cargo de ese animal que no hacía otra cosa que molestar con sus continuas quejas.
Los primeros días, Pedro se preocupó por las posibles infecciones que podían producirse, por lo que le hizo las convenientes curas para evitarlo y estuvo atento a los posibles dolores del can. No hubo secreción purulenta, mal olor o fiebre, por lo que se tranquilizó y en los siguientes días examinó atentamente a Henry por si el golpe recibido había producido algún daño adicional a la herida tratada. Le hizo también algunas radiografías para asegurarse de ello.
Ya no faltaba demasiado para que pudiera quitarle los puntos externos y ese maldito collar isabelino con el que Henry se asemejaba más a una lámpara con patas que al molesto chucho que conocía. El perro lo embestía constantemente con él desde que se lo puso, para que se lo quitara, y también lo aprovechaba para mostrar su descontento, golpeando cualquier objeto que se hallara en su camino.
Después de su operación, en tan sólo unos pocos días, Henry había vuelto a ser ese chucho molesto que no sabía hacer otra cosa que incordiar y perseguirlo a todas partes con sus lamentos de amor por su querida Paula, algo que él también querría hacer, pero, como tenía su orgullo, no estaba dispuesto a suplicar a Paula para que oyera sus palabras... aunque ¡cómo que se llamaba Pedro Alfonso que, antes de marcharse de Whiterlande, esa cabezota lo escucharía!
Una vez más, cuando tuvo un momento de descanso de su dura jornada de trabajo, que ya no era tan emocionante desde que Paula no lo acompañaba, se adentró en su despacho para ver qué estaba haciendo esa vez ese saco de pulgas que siempre lo esperaba con alguno de sus gruñidos de protesta que le exigían ser atendido.
Al estar todo en silencio, Pedro intuyó que Henry estaría haciendo alguna de las suyas y, tal y como pensaba, tuvo razón: el cánido roía desconsoladamente el teléfono inalámbrico de su despacho mientras se quejaba por uno de los auriculares de su lamentable situación con algún que otro lamentable gimoteo.
Para su desgracia, en ese teléfono, el único número registrado en marcación rápida era el de Pollos Jumbo, desde donde alguien preguntaba qué número de menú decidía elegir.
Pedro colgó antes de que Henry gimoteara nuevamente al joven encargado de la comida rápida y reprendió al molesto perro, prohibiéndole una vez más morder su teléfono.
—¿Es que no tienes orgullo? ¡Compórtate como un macho alfa y espera a que ella venga a recogerte! Sólo faltan dos días...
Ante esa cantidad de tiempo tan enorme para él, Henry comenzó a quejarse otra vez de su desgracia.
—¡No voy a llamarla! Tengo ganas de hacerlo, ¡pero no! Porque ella me soltará alguna estupidez, yo le gritaré y al final discutiremos de nuevo... — murmuró Pedro, mientras paseaba nervioso de un lado a otro de la estancia a la vez que caía en la cuenta de la ridícula situación que estaba protagonizando explicándole a un perro cada una de sus acciones.
Henry lo miró de forma interrogativa y, alzando una de sus altivas cejas, se dirigió hacia donde Pedro tenía las revistas deportivas que tanto le gustaban y las destrozó con saña sin dejar de dirigirle en ningún momento una de esas miradas que sólo podían significar: «Esto es lo que quiero hacerte a ti».
Cuando se dispuso a destrozar otra de sus preciadas reliquias, antes de que Pedro lo alcanzara, Henry halló ante él uno de esos elegantes ejemplares de moda de pasarela que seguramente Paula habría dejado olvidado. Henry se acordó de ella sin duda, ya que se tumbó junto a ese trozo de papel y, suspirando desamparado, comenzó a gemir de nuevo por su querida Paula.
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