lunes, 8 de enero de 2018

CAPITULO 18





Walter Thomson observaba con ojo crítico desde su elevado estrado a la extraña pareja de criminales que tenía ante él, un poco molesto por haberse visto obligado a abandonar un hermoso día de pesca cuando estaba muy cerca de conseguir una grandiosa pieza. En sus setenta y siete años de vida, nunca había visto malhechores tan singulares como aquellos dos que lo miraban desdeñosamente desde su baja posición: una señorita bastante elegante y un perro de aspecto soberbio, que esperaban con impaciencia que él diera comienzo a esa pequeña vista en la cual se decidiría la fianza y el día del juicio.


—¿Me pueden explicar qué hace ese chucho aquí? —exigió el estricto juez a Teo Philips.


—Él es uno de los detenidos por agresión a un agente, señoría. El otro es esta señorita —anunció el jefe de policía, ganándose una interrogativa mirada de un hombre que aumentaba su enfado con cada palabra que se pronunciaba y que revelaba lo ridículo de esa absurda situación.


—¿Quién es el estúpido que ha detenido a un perro? —requirió el juez, furioso porque su hermoso día de pesca había sido arruinado por una sandez.


—Colt Mackenzie, señoría —anunció Teo, explicándolo todo en dos palabras.


—Opino, señor juez, que ya hemos esperado bastante en una pequeña celda por una acción que no se hubiese producido si no hubiéramos sido debidamente provocados. Simplemente, impónganos la fianza que considere oportuna y nosotros saldremos rápidamente de aquí, olvidando la ineptidud de sus agentes —intervino en ese momento Paula.


—¡Que yo sepa, señorita, el juez aquí soy yo! ¡Y aún no le he concedido la palabra, así que le ordeno que guarde silencio si no quiere volver a su celda de inmediato! ¿Quién es su abogado, señorita?


—Yo represento a Henry y a mí misma en esta vista previa, señoría.


—¿Me puede explicar alguien quién narices es Henry? —exigió el juez, algo perdido.


—Es el perro, señoría —señaló Teo, recibiendo un airado gruñido del ofendido animal.


—Le rogaría que no lo llamara «perro» — repuso Paula—. A Henry no le gusta que usen con él ese término tan denigrante.


—Y a mí no me gusta que me llamen «viejo gruñón», pero no puedo negar que lo soy — manifestó el juez negándose a otorgarle otro tratamiento a Henry que no fuera el de perro.


—¡Señoría! ¿Quién se atreve a tratarle con un calificativo tan inadecuado...? —Paula intentó suavizar así el ambiente, pero fue interrumpida de lleno por un jocoso impertinente ya conocido.


—¡Mira, Jose! Parece que todavía no ha comenzado lo bueno. ¡Corre, no me quiero perder cómo ese viejo gruñón le da una lección a la víbora estirada!


—¿Decía usted...? —preguntó burlonamente el juez, rechazando por completo los intentos de Paula de atenuar su enfado.


—Mejor ignórelo, señoría. Los necios sólo saben decir sandeces —comentó Paula en voz alta haciéndose oír por todos.


—¿A quién llamas necio, princesita maleducada? —exclamó Pedro, obviando la seriedad de la situación y dirigiéndose con paso ligero a través de la sala hasta enfrentarse a la mirada airada de esa pesadilla de mujer.


—Estoy demasiado ocupada como para pelearme contigo ahora mismo. Si esperas un rato, podré vapulearte con mi superioridad tanto intelectual como económica. Ahora, por favor, retírate —ordenó la princesa, como si de un lacayo se tratase, señalándole la salida.


—¡Con quién narices te crees que estás hablando! —gritó Pedro, furioso, apretando fuertemente sus airados puños—. ¡Yo no soy tu perro!


— No, definitivamente él tiene más modales que tú. ¿No ves que esto es una vista cerrada? ¿Qué narices haces tú aquí? —exigió Paula, levantando su voz y poniéndose a su mismo nivel.


—Te recuerdo que fui agredido por tu perro, y por ti, dicho sea de paso.


—¿Y de quién es la culpa, simio insensible? ¿O es que acaso no advertí mil veces de que Henry estaba fingiendo?


—¡Tú, bruja pretenciosa...!


—¡Tú, cretino ignorante...!


El juez Walter frotaba su distinguido mentón absorto en la pelea y, cuando Walter Thomson hacía eso, era una indudable señal de problemas.


—¿Siempre están así esos dos? —preguntó Thomson al jefe de policía.


—Desde el preciso momento en que se vieron. Parece que fue odio a primera vista —se burló Teo, sin dejar de prestar atención a la interesante disputa de tan divertidos adversarios que parecían tener un vocabulario muy florido.


—¿Qué crees que pasaría si se vieran obligados a convivir juntos durante un tiempo? — preguntó el juez, reflexivo.


—Lo más probable es que estallara una guerra entre ambos.


—Esa pareja me recuerda mucho a nuestra famosa doña Perfecta y nuestro agitador Salvaje.


—Sí, nos divertimos mucho con sus trastadas hasta que descubrieron que estaban hechos el uno para el otro.


—Ahora el pueblo está muy tranquilo y desde hace mucho tiempo la pizarra de Zoe está vacía — apuntó el juez, rememorando el tablero que Zoe colocaba en su bar, donde todos llevaban a cabo apuestas sobre las jugarretas que se hacían dos afamados vecinos del pueblo hacía ya algunos años.

Esa pizarra me hizo muy feliz en más de una ocasión en la que aposté por Alan Taylor el Salvaje —recordó Teo.


—Yo siempre lo hacía por doña Perfecta: esa mujercita era muy imaginativa a la hora de darle su merecido a ese rebelde jovenzuelo —comentó el juez.


Desde que se casaron y formaron una familia, todo está demasiado tranquilo. En ocasiones tienen sus disputas, pero ya no es lo mismo —declaró Teo, un tanto apenado.


—Sí, la gente está bastante aburrida. Tal vez por eso me llamáis a cada instante y no me dejáis pescar en paz en días tan hermosos como éste — gruñó Walter, aún resentido por la pérdida de su amada pieza.


—Walter, piensa muy bien lo que vas a hacer: ella es una niña mimada, y él, el risueño niño bonito de Whiterlande. Nunca serán capaces de aguantar más de una semana juntos.


—Sí, tienes razón, Teo... Que sean tres meses, pues.


—Además, hay un perro de por medio...


—Más emoción para Zoe y su pizarra con este extraño trío.


—Pero Walter, ella sólo está de paso... y Pedro tiene problemas con su clínica.


—Es verdad —reconoció el juez. Tras un instante de meditar sobre el asunto, dijo—: No te preocupes, ¡déjalo todo en mis manos!


Esa simple afirmación hizo que Teo temiera todavía más su sentencia. Pero cuando el juez Walter Thomson alzó el mazo, todo estaba decidido. Con toda seguridad, esos dos iban a ser sentenciados a estar juntos para apaciguar el amargo humor de Walter al haber perdido un espléndido día de pesca. «¿Por qué narices no habré esperado un día más para hacer llamar a Walter?», se lamentó el jefe de policía mientras atendía al ineludible dictamen del juez.


—¡Silencio! —gritó airadamente el magistrado haciéndose escuchar y poniendo fin a la interminable disputa—. ¡Aquí el único que tiene derecho a hablar soy yo! ¿Entendido? —amonestó severamente a los presentes en la sala—. Pedro Alfonso, ¿me puedes explicar qué demonios haces aquí? —exigió, mirando con ojo crítico al sonriente entrometido.


—Sólo quería conocer la sentencia que le impondrá a esta bruja y comprobar si le daba su merecido, señor juez —comentó jocosamente Pedro —. Después de todo, yo soy la víctima aquí: ella y su perro me atacaron.


—Qué raro que un muchacho que no podía alejarse de los problemas, y al que he tenido en más de una ocasión en esta sala, quiera ver ahora el veredicto de uno de mis juicios —replicó irónico Walter sin perder de vista a uno de sus indisciplinados jovenzuelos más reincidentes—. En fin, entonces, si he entendido bien, tú quieres que esta señorita te resarza por su agresión.


—Con una disculpa pública bastará, señoría —afirmó de forma arrogante, observando con suma atención la irritada cara de su rival.


—No, no... —negó el juez Thomson—. Eso no es suficiente, jovencito. Sin duda tus heridas son graves o no hubieras venido hasta aquí, a mi juzgado, a mi sala de audiencias, para interrumpir uno de mis juicios —recordó sobriamente el juez, haciéndole ver finalmente a Pedro que se hallaba en problemas.


—No importa, señoría. Esto... ya no quiero nada... —declaró intentando retroceder antes de que el mazo cayera.


Pero no fue lo suficientemente rápido y el mazo cayó a la velocidad del rayo mientras Walter Thomson, con una malvada sonrisa, decretaba el castigo de los impertinentes que habían osado interrumpirle en su maravilloso día de pesca.



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