sábado, 20 de enero de 2018
CAPITULO 58
Pedro estaba más que harto de esa molesta y latosa Mirta Chaves que no hacía otra cosa que ponerle trabas en su camino a cada paso que daba para conseguir conquistar a su sobrina. Entre esa chiflada mujer que le exigía alejarse de Paula y el molesto perro que se creía su protector, eran pocas las oportunidades que tenía de acercarse a su irritable gatita, aunque aprovechaba al máximo cada una de ellas.
Cuando atendió la llamada de la exigente tía de Paula, que esta vez requería resultados acerca de la búsqueda de la casa de Henry, Pedro no se lo pensó dos veces a la hora de convencer a su cuñado de que él sería el hombre idóneo para mostrar las casas que Alan y su padre vendían.
Alan aceptó entregarle las llaves de las propiedades que había reformado sin pensárselo dos veces, quizá porque estaba impaciente por escuchar más de esos jugosos chismes que últimamente circulaban por el pueblo. Su padre, el socio mayoritario, fue, no obstante, un poco más difícil de convencer y Pedro tuvo que utilizar todas sus armas para conseguir esas llaves, incluido el juego sucio en el que era experto desde pequeño.
—¡Papá, venga ya! ¿Qué trabajo te cuesta darme las llaves de tus propiedades? Después de todo, Paula ha venido expresamente a comprar una de tus casas, y vender una no puede ser tan difícil —se quejó Pedro mientras perseguía a su padre incansablemente por todas las habitaciones de su casa rogándole una oportunidad.
—¿Ves? Por eso no te voy a dar esas llaves: ¡serías un pésimo vendedor! ¡Eres demasiado despreocupado!
—Papá, ¡tus casas se venden solas! Conque me aprenda alguna que otra característica y se la diga al azar, tendré la venta asegurada. Además, es por la felicidad de tu hijo pequeño... No sabes lo que me está costando pasar algún tiempo a solas con esa mujer: ¡entre las cotillas del pueblo, sus pretendientes, tía Mirta y el baboso de Henry, no dispongo ni de un mísero minuto de su tiempo!
—¡Pedro, no vas a utilizar mis negocios como excusa para conseguir una de tus conquistas! —lo reprendió severamente Juan Alfonso, sintiéndose ofendido con el comportamiento infantil de su crecido hijo.
—¡No es una más, papá! ¡Es esa chica! —señaló Pedro, recordando la conversación que una vez tuvo con su padre sobre la mujer ideal.
—¡Oh! ¡No me digas que mi benjamín al fin ha encontrado el amor! ¡Ven, siéntate y cuéntamelo todo sobre esa mujer! —le pidió alegremente Juan mientras se dirigía hacia el banco del porche con una fría cerveza para cada uno—. Seguro que es una joven fantástica si ha conseguido finalmente llamar tu atención. ¿Es tan dulce y amable como tú querías cuando eras pequeño? Dime, Pedro, ¿cómo es ella?
—Bueno, Paula tiene muy buenas cualidades... —comenzó a decir Pedro tomando asiento junto a su progenitor—. Aunque ahora mismo no recuerdo ninguna. Es una mujer un tanto arisca que no sé cómo domar, pero me divierto mucho intentándolo. Tiene la mala costumbre de alardear de su dinero cuando alguien la molesta demasiado, y con unas pocas palabras puede conseguir que uno quede como un idiota en unos segundos. De hecho, a su lado quedo como un estúpido la mayor parte del tiempo. Y tiene ese defecto tan desquiciante que siempre odié en las mujeres, ese «ya te lo dije» que pende siempre de su mirada cuando cometo algún error que, según ella, es inadmisible. Y... —A mitad de su discurso, Pedro observó el rostro lleno de satisfacción de su padre, que lo contemplaba con una gran sonrisa, y supo que en esos instantes se estaba regodeando en su victoria.
Pedro se pasó una de las manos por sus cabellos, frustrado, y finalmente se rindió a lo inevitable.
—Vale, papá, tenías razón: me he ido a enamorar de una mujer que no es ni dulce ni cariñosa. Pero tú ya sabías que eso llegaría a pasar, ¿verdad? —preguntó Pedro, molesto con esa sonrisita que su padre no borraba de su rostro.
—Conociendo tu carácter y lo parecido que eres a mí, no lo dudé ni por un momento.
—¡Pues podrías haberme advertido de que enamorarme era jodidamente complicado y que ella se digne a corresponderme, aún más!
—Bueno, hijo, veamos cuáles son tus problemas a la hora de conquistarla. Cuéntame — lo animó Juan, recostándose en el banco del porche decidido a aconsejar a su hijo en los
problemas de corazón.
—Vale. En resumen: su familia no quiere que me acerque a ella, su perro me odia, ella está enfadada conmigo y por su mente aún ronda el recuerdo de un exprometido. ¡Ah! Y creo que también se interpone entre nosotros el dinero...
—Bueno, que ella gane un poco más de dinero que tú tampoco es para tanto en esta época, y...
—Papá, nos separan unos diez millones de dólares...
Después de escuchar esa desmesurada cifra, Juan acabó atragantándose con su cerveza.
—¡Joder, Pedro! ¡Pega el braguetazo ya! — bromeó divertido.
—¡Papá! —lo reprendió su hijo—. ¡No me hace ninguna gracia! ¿Sabes cómo me siento ante eso? Al contrario que otros hombres que la persiguen sólo por su fortuna, a mí me intimida su dinero, y el problema es que yo solamente la quiero a ella.
—Bien, pues demuéstraselo.
—¿Cómo? Si hasta su tía cree que únicamente voy tras sus billetes.
—No pienses en lo que ella está habituada a recibir. Dale cosas sencillas que estén a tu alcance y que nunca le hayan ofrecido antes. En cuanto a su tía, cuando esa muchacha se dé cuenta de cuánto la amas, no dudará en hacérselo saber a sus parientes.
—Gracias por tus consejos, papá —respondió Pedro mientras reflexionaba y pensaba en un regalo adecuado para conquistar a Paula, y que estuviera a su alcance—. Ahora más que nunca necesito que me entregues esas llaves.
—Hijo mío, nunca deben mezclarse los negocios con el amor, así que mi respuesta sigue siendo no.
—De verdad que lo siento papá, pero necesito esas llaves —se disculpó Pedro, justo antes de jugar sucio para conseguir su deseo—. ¡Mamá, mi padre se niega a darme las llaves de sus casas reformadas porque piensa que soy un inútil! —gritó Pedro a pleno pulmón, sabiendo que su madre lo oiría desde la cocina.
—¡Juan Alfonso! ¿Cómo puedes decirle eso a nuestro hijo? —lo riñó airadamente Sara Alfonso, amenazándolo coléricamente con el cucharón de madera mientras se dirigía al porche para amonestar con severidad a su marido.
—Sara, yo no he dicho eso...
—Entonces, ¿se puede saber qué le has dicho a nuestro hijo para que esté así? —preguntó Sara, al ver a su afligido hijo, que ahogaba sus penas en una cerveza sentado un tanto cabizbajo en el banco del porche junto a su desaprensivo padre, quien mostraba una sonrisa.
—Sara, eso es mentira. Sólo está así porque yo...
—¡Me ha dicho que no me deja esas llaves que yo necesito para enseñarle una casa a la mujer que amo y con la cual puedo llegar a casarme y darte muchos nietos, mamá!
Con esas palabras, Juan se ganó una fulminante mirada que parecía desterrarlo al sofá de por vida, así que finalmente cedió ante lo inevitable y le mostró las llaves de su preciado negocio, no sin antes vengarse de su embaucador hijo.
—Bien, si quieres vender una de esas casas, tendrás que aprenderte sus dosieres... —declaró con firmeza, poniendo en las manos de su hijo un sinfín de gruesas carpetas, quedando así plenamente satisfecho con la cara de asombro que mostró Pedro ante la idea de memorizar cada uno de esos tomos dedicados a la historia y arquitectura del lugar.
—Cuando los memorices, te daré esas llaves que tanto deseas —lo retó Juan, mostrándole las llaves que estaban tan cerca pero a la vez tan lejos.
—No te preocupes, papá. ¡Lo haré! —afirmó Pedro, algo molesto porque las cosas no hubieran salido como él había planeado, pero totalmente decidido a hacerse con esas llaves que le permitirían pasar un tiempo a solas con la mujer
que amaba.
Cuando Pedro se hubo marchado, no sin antes cerrar con violencia la puerta de su coche mostrando así su descontento ante la sucia treta de su padre, Sara Alfonso se acercó a su marido, intrigada por lo ocurrido.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Sara, confusa con el comportamiento de su hijo, que en ocasiones seguía siendo como el de un niño pequeño.
—Nuestro hijo al fin se ha enamorado — contestó orgullosamente Juan mientras abrazaba a su mujer.
—¿Y esa mujer es tan dulce y amorosa como él deseaba cuando era pequeño? —se interesó Sara, preguntándose sobre el tipo de chica que finalmente había hecho caer en el amor a su hijo, esa irremediable locura de la que él tanto huía.
—Ni por asomo: se parece a ti —anunció despreocupadamente Juan, sin caer en la cuenta de
la gravedad de sus palabras hasta que ya fue demasiado tarde.
—¡A partir de ahora duermes en el sofá! — declaró la airada mujer con rotundidad mientras huía de las excusas de su marido.
—¡Pero Sara...! —se quejó lastimeramente el derrotado hombre, maldiciendo una vez más su estúpida bocaza, que en ocasiones lo delataba.
Juan esperaba que su hijo no fuera igual de ligero con sus palabras o, como él, tendría más de un problema a la hora de tratar con una mujer de difícil temperamento como era su querida Sara.
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