martes, 6 de marzo de 2018

CAPITULO 105





Ese día Paula se había levantado decidida a escuchar finalmente las palabras de Pedro.


Éste se empeñaba en tratar de explicar las dudas que tenía acerca de una relación que ya se había acabado... pero, aunque había intentado evitarlas con insistencia, Paula sentía que, si no escuchaba lo que ese hombre tenía que decirle, entre ellos siempre quedaría un vacío y una pregunta sin respuesta.


Todo había pasado tan rápido esa mañana que Paula no tuvo tiempo de verlo, ni mucho menos de hacer una llamada para quedar con él. Su tía se había levantado bastante enfadada por la trastada que esos niños habían llevado a cabo con Henry y, pese a que el perro no hubiera sufrido daño alguno, una partida que estaba prevista para las seis de la tarde se había adelantado a esa misma mañana, después del desayuno.


Así que Paula había estado muy ocupada organizándolo todo y gestionando que la nueva casa quedara debidamente cerrada y cuidada mientras ningún Chaves hiciera acto de presencia en aquel lugar.


Después de escuchar los gruñidos de desagrado que tanto tía Mirta como ese chucho dirigían a ese recóndito pueblo, Paula dudó de que alguno de ellos se decidiera a volver a poner un pie en él por muchos años que pasaran. Pero ella, a pesar de lo mucho que había protestado y gritado, a pesar de las faenas que habían perpetrado contra ella los habitantes del lugar, al pensar en la posibilidad de marcharse sin volver su vista atrás, no dejó de rememorar los buenos momentos que había vivido allí, todos ellos gracias a una única persona: Pedro Alfonso.


Éste no era un hombre fácil de olvidar y, pese a las palabras que Pedro le había dirigido, alejándola así de su lado, ella no quería borrarlo de su mente por mucho que le doliera, porque él había sido el único hombre al que había amado de verdad.


La mañana pasó tan rápidamente que, cuando quiso darse cuenta, Paula ya estaba en el interior de la enorme limusina junto a tía Mirta y ese chucho lastimero que no cesaba en sus quejas. Mientras su tía y Hector ultimaban algunos negocios que se habían mantenido parados por su ausencia, Paula no podía dejar de observar a través de los cristales empañados por la leve llovizna cómo, poco a poco, se iban alejando de Whiterlande y, sin poder resistirlo, algunas lágrimas empañaron su rostro por todo lo que dejaba atrás para seguir a sus seres queridos y hacer frente a los deberes que comportaba su digno apellido.


En momentos como ése, Paula pensaba que lo daría todo por no portar ese apellido que tantas responsabilidades conllevaba y tanto la alejaba de su mayor deseo, que no era otro que ese alocado veterinario al que, después de todo, nunca dejaría de amar.


Mientras veía el camino, absorta en sus pensamientos, más de una vez estuvo tentada de llamarlo. Pero sus dedos no tuvieron el valor de contactar con él para decirle... ¿Qué? ¿Que no había cumplido su promesa? ¿Que se marchaba sin oír sus palabras? ¿Que se alejaba de él para siempre?


Paula temía que, si hacía esa llamada, si pronunciaba esas palabras en voz alta, todo sería más real, y la distancia que los separaba se haría aún más grande. Sus manos temblaban, indecisas, cuando el suntuoso coche de tía Mirta se acercó a ese cartel que tanto había odiado cuando llegó a Whiterlande, que realmente no hacía otra cosa que dar la bienvenida a quienes llegaban al pueblo, pero que para Paula ahora sólo hacía más definitiva su marcha.


Sus borrosos ojos estuvieron a punto de no advertir una vaga imagen que, aun después de observarla con atención, parecía una estúpida locura: Pedro Alfonso, con su moto, junto al cartel de entrada al pueblo y portando un ramo de flores un tanto mustio la esperaba a ella, sin importarle el frío que hacía, el agua que lo empapaba o el tiempo que tendría que esperar hasta que ella pasara junto a él. Su rostro mostraba una gran determinación: ese hombre estaba decidido a ser escuchado y ella, finalmente, no podía negarse a oír esas palabras.


—¡Para el coche, Víctor! —gritó Paula de repente y, ante el asombro de tía Mirta, bajó con celeridad de la enorme limusina sin que ésta pudiera hacer nada para detener sus pasos.


Cuando llegó junto a Pedro, no pudo resistir sus ganas de abrazarlo y, mientras él la envolvía en la seguridad de su cuerpo reteniéndola con fuerza junto a sí, como si se resistiera a dejarla marchar, Paula escuchó al fin cada una de las dudas de Pedro y supo que no podría hacer otra cosa que seguir amándolo con más intensidad todavía, ya que sus palabras le demostraban que Pedro nunca había dejado de quererla.


—Mis dudas son muchas, Paula, y no tengo tiempo para exponerlas todas. Pero una de ellas es que dudo sobre si dejarte marchar, porque no sé si te olvidarás de mí tan pronto como cruces esa estrecha línea que separa nuestros caminos. Tal vez te olvides pronto de mi rostro entre tanto glamuroso abogado, o de mis regalos, que nunca serán tan especiales como los que te ofrecerán esos hombres de la ciudad. Puede que desdeñes los momentos que pasamos juntos porque tal vez estés demasiado ocupada con tu nueva vida para recordarlos. Y mis palabras, que nunca son especiales, posiblemente sean relegadas al fondo de tus recuerdos ante los hermosos y elegantes halagos de hombres que saben cómo tratarte y a los que estás acostumbrada desde tu infancia.
»A pesar de todos mis miedos, sé que debo dejarte partir, porque la duda más grande que me perseguiría toda la vida es si no te arrepentirías en algún momento de haberte quedado a mi lado y haber dejado escapar esta oportunidad que ahora se presenta en tu carrera. Por ello te alejo de mí, Paula, pero esto no es una despedida, sino un hasta pronto. No me olvides, como yo nunca podré olvidarte. Y ten presente que un día iré a por ti. — Tras estas palabras, Pedro la besó ardientemente, recordándole lo mucho que la amaba y cuánto la añoraría.


Paula no intentó quedarse junto a él porque sabía que Pedro nunca le permitiría cometer ese error, así que simplemente murmuró un silencioso «Hasta pronto», mientras se alejaba de un hombre al que nunca podría olvidar.


A medida que se distanciaba de él, Paula observó que en el rostro de Pedro las gotas de lluvia se mezclaban con sus lágrimas, permitiéndole expresar abiertamente lo mucho que le dolía dejarla marchar. Ella contempló finalmente a un hombre que sin duda la amaba, y sonrió con desgana ante lo irónico de la situación: cuando al fin había encontrado lo que tanto deseaba, tenía que alejarse de él para no arrepentirse nunca de haber elegido amarlo.



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