domingo, 7 de enero de 2018
CAPITULO 17
—Parece ser que por fin has aprendido cuál es tu lugar, hermanito —bromeó Jose Alfonso al ver a Pedro sentado en el suelo de un apartado rincón de la estancia.
Mientras Pedro ojeaba una revista absorto en sus pensamientos, no le quitaba ojo a la joven inconsciente que ocupaba la cama de la estrecha celda.
—Muy divertido, hermanito; acompañaría gustoso tus bromas si no fuera porque llevo una hora encerrado en este estrecho calabozo a la espera de que aparecieras, vigilado por un perro que se cree superior a la raza humana y una bella durmiente que, cuando despierta, se convierte en una bruja.
—No creí que fuera algo de urgencia por los síntomas que me describió Teo, y me encontraba algo ocupado quitándole la escayola a la señora Matson, así que decidí dejar el cuidado de la chica en tus manos. Por lo que veo, aún no ha recuperado la conciencia, tal vez me equivoqué...
—No te preocupes. Se recuperó hace rato y parecía estar en perfectas condiciones porque me gritaba como una posesa; luego vio la sangre de mi pierna y volvió a desvanecerse. Creo que es una de esas féminas con fobia a la sangre.
—Vaya, no sabía que tú también necesitaras de mis cuidados. ¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Jose, confuso, al observar la herida en la pierna de su hermano.
—Eso me ha ocurrido —indicó Pedro enfurruñado señalando al insolente Henry, que en esos momentos osaba hacerse el inocente ante terceras personas.
—¿Te mordió el perro o ella? —bromeó Jose mientras atendía su herida.
—Fue el chucho. Ella intentó dejarme ciego con esta cosa. Por suerte pude desarmarla — informó Pedro alzando la arrugada revista de moda.
—¡Vaya, hermanito! ¡Veo que al fin has encontrado una mujer que no cae rendida a tus pies! —comentó Jose mientras sonreía con satisfacción a su libertino hermano.
—Bueno, se desmayó encima de mí, así que literalmente sí que cayó a mis pies —repuso Pedro, observando con intensidad a la inconsciente mujer que en esos instantes no parecía tan arisca.
—Cuando volvió en sí, ¿pudiste comprobar si se encontraba bien?
—Como intentó atacarme de nuevo, creo que no me equivoco si te aseguro que está en perfectas condiciones. Aunque quizá habría que ponerle la antirrábica. Y comprarle un bozal.
—Pedro, ¿no será que, después de andar todo el día con animales, no sabes cómo tratar a una mujer?
—A las mujeres las trato con delicadeza y educación. A esa fiera salvaje, ni con un látigo sería capaz de domarla. Tiene un carácter de mil demonios. Y un guardián un tanto altivo que cree que sus pulgas tienen más alcurnia que yo.
—Y probablemente la tengan... —apuntó insultantemente la hasta ahora desvanecida mujer.
—¡Cuidado, Jose! ¡No te acerques! Tal vez muerda, y un mordisco de ella seguro que es más peligroso que el del chucho. Después de todo, su lengua destila veneno.
—Por suerte para usted, mi tía me llevó a prestigiosos colegios para que aprendiera a ser una dama, así que mi distinguida educación me impide decir lo que pienso de un hombre como usted —dijo orgullosamente la altiva princesa de hielo, recuperada por completo de su desmayo.
—Qué desperdicio de dinero por parte de su tía —replicó impertinentemente Pedro, haciendo enfurecer a la estirada señorita.
Paula Olivia Chaves se levantó del lecho altamente ofendida y, con paso decidido, se encaminó hacia el joven veterinario. Como la revista ahora descansaba en las manos de Pedro, ya no podía valerse de ella para amenazar a tan energúmeno neandertal, así que alzó uno de sus dedos de forma arrogante y golpeó con insistencia el pecho de ese inepto, a la vez que enumeraba todos y cada uno de los errores que había cometido ese estúpido hombre.
—¡Pedazo de obtuso, mentecato ignorante! ¿Acaso no le advertí de que el perro estaba fingiendo? ¿No le dije que no se acercara para que no le hiriera? ¿No me interpuse entre Henry y usted para que no saliera lastimado? Y así es como me lo agradece... —expresó enfurecida mientras se enfrentaba a unos enojados ojos azules.
—Señorita, nada de eso hubiera pasado si usted hubiese educado a su perro en condiciones y se hubiera hecho cargo de él —declaró con petulancia el insufrible veterinario.
—¡No es mi perro! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? ¡Es el perro de mi tía! —declaró Paula una vez más, pues antes había sido ignorada.
—Entonces, su tía es una mujer muy descuidada que no sabe nada acerca de cómo educar a una niña mimada como usted... y mucho menos aún de cómo hacerlo con un chucho sarnoso venido a menos.
—¡No se atreva a meterse con mi tía! ¡La única que tiene derecho a hablar mal de ella soy yo! — gritó Paula a la vez que apretaba con fuerza los puños, tentada de agredir a alguien nuevamente ese día. Pero, como eso sólo le hubiese acarreado más preocupaciones, desistió de ello y bajó la cabeza intentando contar hasta veinte y respirar profundamente. Pero nada de ello le sirvió para tranquilizarse cuando el rubio impertinente alzó su rostro con una de sus fuertes manos y le sonrió lleno de satisfacción.
—¡Vaya! Veo que por fin he conseguido silenciar esa lengua tan venenosa... —se jactó alegremente Pedro ante el silencio de la enervante joven.
—Creo que nunca debería olvidar sus propios consejos... —advirtió Paula con el brillo de malevolencia característico de los Chaves en sus insolentes ojos.
—¿Cuál de ellos? —alardeó un altivo Pedro ante el silencio de su triunfo.
Y la joven le contestó mostrándole con amabilidad y sublime educación cuál había sido su error: mordió su impertinente mano con fuerza, ante el asombro de todos, y luego se alejó dignamente no sin antes advertir a Henry.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no muerdas la inmundicia que encuentres a tu paso? Si sigues haciendo eso, sin duda enfermarás — anunció con ironía mientras se limpiaba la boca con la manga del caro traje de diseño.
Después simplemente se sentó con una sonrisa de eterna suficiencia en los labios mientras se resignaba a esperar la nueva condena por su imprudente agresión, pero es que ese hombre, definitivamente, era capaz de sacar lo peor que había en ella y, por lo visto, también de Henry, ya que no dejaba de gruñirle amenazadoramente desde su rincón.
Por lo menos Henry y ella estaban totalmente de acuerdo en una cosa: saldrían cuanto antes de ese roñoso pueblo y, en cuanto pudieran, pondrían la mayor distancia posible entre ese estúpido hombre y ellos. Porque, si se veía obligada a pasar un poco más de tiempo con él, quién sabe lo que su loco y alterado temperamento le llevaría a hacer.
—¿Lo has visto? ¿Lo has visto? ¡Me ha mordido! ¡Te dije que era peligrosa! Rápido, Jose, ¡ponme la antirrábica antes de que me pegue su mala leche!
—Lamento decirte, hermanito, que creo que te lo tenías merecido —contestó alegremente Jose mientras le dirigía una mirada amable a la agresora.
—De los dos, usted es el listo, ¿verdad? — preguntó Paula, interesada al observar a un hombre de apariencia muy similar a la del desquiciante veterinario, pero cuya persona era, sin duda, más madura y adecuada.
—Yo soy médico. Mi hermano, veterinario. Creo que eso lo explica todo —se burló Jose de su indignado hermano.
—¡Eso sólo quiere decir que, mientras tú atiendes a la señora Matson, yo atiendo a...!
—La señora vaca —intervino Paula impertinentemente.
—¡Y eso me lo dice la abogada que tiene como cliente a un perro! —señaló Pedro sonriendo finalmente al recordar la extraña situación de esa molesta mujer.
—Ese perro me paga mis caros trajes de marca, mi nuevo dúplex y mi BMW. ¿Le puedo preguntar lo que le paga la señora vaca cuando va usted a visitarla? —preguntó jocosamente Paula, burlándose de la impertinencia de ese tipo que aún no sabía cuál era su lugar, algo que sin duda ella no tardaría en mostrarle. Su sitio estaba bajo sus caros zapatos de mil dólares o, en su defecto, a cientos de kilómetros de ella.
Eran los sujetos como él los que Paula tanto detestaba. A simple vista suponían una tentación, y su simpatía llevaba a una mujer a olvidarse de lo esencial: los hombres eran animales traicioneros por naturaleza. Ese atractivo espécimen intentaba parecer amable y honrado, pero seguro que era un mujeriego empedernido al que no le importaba aplastar los sentimientos de cualquier mujer.
Sólo porque ella no había entrado en su rol de chica indefensa, él la había tratado como todos los demás estúpidos que la rodeaban en su día a día: con burlas crueles e intentos de aplastar su autoestima creyéndose superiores a ella.
Pero si por algo eran conocidos los Chaves era por su determinación a no dejarse pisotear por nadie, y mucho menos por el quitapulgas de un pequeño pueblucho... Y pensar que en algún momento llegó a intentar ayudar a ese idiota para que Henry no lo mordiera. ¡Estúpida! ¡Estúpida!
Ya debería haber aprendido la lección: los guapos de brillante sonrisa, sin duda, eran los peores.
Teo Philips no tardó en interrumpir el tenso ambiente que no habría tardado mucho en explotar si no fuera por la conversación apacible de Jose, que intentaba alejar a ambos de los apasionados insultos que tanto parecían adorar.
—¡Víbora! ¡Prefiero mil veces carecer de dinero que ser un amargado como usted!
—Yo no soy una amargada, pero dudo de que usted llegue a tener alguna vez ni siquiera la décima parte del dinero de Henry.
—¿Me está comparando con un perro? —gritó Pedro, indignado.
—No, eso sería algo desafortunado para Henry. Además, ¿de qué se queja? ¡Usted me comparó con un reptil!
—¡Bruja!
—¡Neandertal!
—¿No sería mejor para todos que os calmarais un poco? —intentó mediar Jose para hacerlos entrar en razón—. Vamos, que os estáis comportando como chiquillos y...
—¡No te metas! —gritaron a la vez los dos antagonistas, poniéndose por primera vez de acuerdo en algo.
—¡Por fin ha vuelto Walter! —comentó en ese momento casi sin aliento el viejo Teo mientras se adentraba rápidamente en una celda que en esos instantes se hallaba un tanto sobrecargada—. Le hemos explicado todo lo ocurrido y quiere ver a los acusados ahora.
—¡Bien! ¡Por fin podré salir de este fastidioso agujero! —dijo Paula, molesta por la tardanza del todopoderoso Walter—. ¡Vámonos, Henry! Muy pronto estaremos a kilómetros de distancia de este horrendo lugar —expresó insolente, mientras el soberbio perro la acompañaba hacia la salida de su confinamiento.
Los hermanos Alfonso no apartaron sus ojos de la atractiva visión que era observar el altivo pero atrayente caminar de la orgullosa diosa que se alejaba muy convencida de su victoria.
Pedro estaba dispuesto a alejarla de sus pensamientos para siempre, cuando recordó algo que tal vez podía llegar a alegrarle el día.
—Oye, Jose, ¿Walter no es el anciano juez que nos castigó a un año de trabajos de limpieza en su casa por romperle una ventana con nuestra pelota de béisbol cuando yo tenía diez años?
—El mismo. Es ese anciano al que nadie puede hacer entrar en razón en cuanto se le mete algo en la cabeza. Aún recuerdo que se negó a aceptar el dinero de nuestros padres y nos hizo trabajar noche y día por esa ventana.
—¿Ése es el juez excéntrico que, si se aburre, se inventa castigos insólitos para los insolentes que osan hacerlo trabajar?
—Sí, ése es. El juez Walter obligó a Jenquis a vestirse de mujer durante seis meses para que dejara de meterse con las camareras de Zoe, ¿recuerdas?
—Ese hombre irascible que odia que lo alejen de su caña de pescar... —expresó en voz alta Pedro.
—Sí, y he oído que hoy estaba pescando en su lugar favorito. No sé si verdaderamente Teo no lo encontraba o es que no se atrevía a alejarlo de su hobby por miedo a las represalias.
—¡Oh, esto no me lo pierdo...! —se entusiasmó Pedro, frotándose las manos ante la idea de ver el resultado del juicio de la princesita arrogante a la que de nada le serviría el dinero frente a la presencia del viejo y cascarrabias juez tan temido en su infancia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Qué manera de reír con esta historia jaja.
ResponderEliminar