martes, 9 de enero de 2018

CAPITULO 21




—Bueno, Henry, y ahora, ¿qué hacemos? — preguntó Paula a su compañero de fatigas en cuanto se alejaron de la puerta de la comisaría disfrutando nuevamente de su merecida libertad.


El cánido alzó su estirada faz, la miró con gesto interrogante durante unos segundos y luego pasó a olisquear y perseguir su cola.


—Vale, eso significa que te importa un comino lo que nos pase. ¡Perfecto! ¡Como siempre, tendré que arreglar todos tus líos! —se quejó una vez más Paula mientras apuntaba en la agenda de su móvil las opciones a seguir—. Creo que lo primero será encontrar a alguien que nos lleve al lugar donde está estacionado nuestro vehículo. Aunque parece un pueblo pacífico, quién sabe lo que pueden hacerle los bárbaros lugareños a un vehículo tan lujoso. Lo segundo será encontrar un sitio para dormir, y dudo de que mi móvil de última generación sea capaz de señalarme siquiera la existencia de algún hotel aceptable en este pueblucho de tres al cuarto, así que, para nuestra desgracia, tendremos que pedir ayuda a ese rubio presuntuoso.


Henry, que hasta el momento permanecía impasible ante el monólogo de la chica, cesó de perseguir su trasero y gruñó con desaprobación.


—Me es indiferente lo que opines. Ésa es nuestra única opción, ¿o prefieres volver a llamar a tía Mirta?


Ante la idea de volver a escuchar las reprimendas de la anciana una vez más, el chucho se tumbó deprimido en la acera junto a los pies de Paula y comenzó a llorar desconsolado.


—No me vengas ahora con tus gimoteos, ¡todo esto es culpa tuya! Si no hubieras intentado morder al policía, nada de esto hubiese sucedido —lo reprendió ella con firmeza, aumentando así el nivel de sus lamentos—. Además, lo quieras o no, estamos obligados a trabajar para ese insufrible tipo durante tres meses, ¡así que hazte a la idea!


Henry refunfuñó y manifestó algún que otro gruñido de descontento con la situación en la que se encontraban, abandonó su pasividad junto a los pies de Paula y comenzó a rodearla una y otra vez en pequeños círculos, sin duda alguna contándole todas y cada una de sus quejas con el alterado tono de sus ladridos.


—Me da igual lo que pienses de todo esto. Y te lo advierto desde ya... —replicó firmemente Paula señalándolo con su acusador dedo—: ¡No pienso permitir que empeores la situación en la que nos encontramos, así que, a partir de ahora, tendrás que ser amable con ese hombre! Nada de protestas, ni gruñidos y, sobre todo, ¡nada de mordiscos! Como vea tus dientes dirigirse a algo que no sea tu comida, te juro que te encierro en una residencia canina. ¡Y no pienses ni por un momento que será una de esas caras casas de veraneo con spa para perros! ¡Será de las baratas, en las que amontonan a los sacos de pulgas como tú que no hacen otra cosa que atraer un montón de problemas!


El altanero perro se detuvo súbitamente tras escuchar la advertencia de Paula, abrió los ojos como platos, tremendamente ofendido, y bufó disgustado mientras volvía a tumbarse a los pies de su abogada simulando ser el apacible cliente que nunca llegaría a ser.


—¡Así me gusta, que entres en razón y te comportes como un buen chico! Ojalá los demás fueran tan fáciles de convencer como tú, Henry... —suspiró la chica mientras masajeaba su frente, dolorida por la incipiente jaqueca que le producía el tener que volver a hablar con ese neandertal.


Quién sabía, quizá la masa cerebral de ese hombre se había estabilizado y ahora no era tan estúpido.


—De modo que así es como quieres tú a tus hombres, ¿eh, princesa? Obedientemente a tus pies y lamiendo tus zapatos —dijo burlonamente el necio veterinario, demostrándole que sus conjeturas estaban muy lejos de ser ciertas.


Todavía era más idiota que cuando lo conoció y eso, definitivamente, no decía nada bueno de su persona.


Henry alzó durante unos instantes la cabeza con ese gesto interrogante y ofuscado que Paula tanto conocía... ese leve movimiento de su cabeza, en el que miraba fijamente a su presa y luego a ella preguntándole: «¿Puedo morderle ya?». 


Aunque Paula se sintió tremendamente tentada de mirar hacia otro lado mientras Henry mordía el culo de ese mentecato, finalmente desistió de su venganza, pues sólo le acarrearía un millar de problemas, así que negó con la cabeza y señaló al suelo. El can refunfuñó antes de volver a apoyar su testa plácidamente sobre los arruinados zapatos de Paula, pero en ningún momento dejó de observar con atención al enemigo, a la espera de que ella cambiara de opinión.


—Como tenemos que trabajar juntos durante tres meses gracias a tu amable intervención interrumpiendo al juez, estoy dispuesta a ignorar tus insultos y quejas con tal de no aumentar mi condena y pasar el mínimo tiempo posible en este pueblucho. De manera que si fueras tan amable de indicarme dónde puedo encontrar un taxi o alguna empresa de alquiler de vehículos para llegar hasta mi coche, dejaré de importunarte con mi presencia —comentó despreocupadamente Paula, sin prestarle la más mínima atención a ese molesto sujeto mientras revisaba las llamadas de su móvil, todas ellas pertenecientes a su alocada tía.


—Siento comunicarte, princesa, que, según esa horrenda sentencia, yo soy el encargado de vigilar cada una de tus acciones. No puedes desplazarte a ningún sitio sin mi compañía o aprobación y no estoy dispuesto a dejar que tú o ese chucho escapéis de vuestro castigo. Sobre todo porque el viejo gruñón que hace las veces de juez me ha advertido de lo que puede llegar a pasarme si eso ocurre. Así que olvídate de ir a ningún lado. Después de un duro día de trabajo en la clínica y el extra de lidiar contigo y con esta alimaña, estoy demasiado cansado como para atender tus caprichos.


—Pero mi coche... —se quejó Paula, dejando a un lado su móvil y prestándole suma atención a ese hombre que se acababa de convertir en su carcelero.


—Tu coche estará en perfectas condiciones mañana por la mañana, que es cuando iremos a recogerlo. Casi nadie pasa por la desolada carretera que da a la entrada al pueblo, y mucho menos los gamberros del lugar, a los que tu vehículo, sin duda, les traerá sin cuidado.


—Sabes que ese BMW cuesta más que tú y tu estúpida clínica juntos, ¿verdad? —preguntó vanidosamente Paula, guardando finalmente su móvil dispuesta a usar todas sus habilidades de persuasión para hacer entrar en razón a ese obtuso sujeto.


—Mire, señorita Millones, ni por todo el oro del mundo vas a conseguir que yo te acompañe a algún sitio el día de hoy. Y, si pretendes ir tú sola, ya puedes prepararte para andar unos cuantos kilómetros con esos bonitos zapatos —replicó Pedro burlonamente señalando sus altos, elegantes e inadecuados zapatos de tacón.


«Calma, calma: respira hondo y tranquilízate —se repetía Paula una y otra vez, mientras hacía un gran esfuerzo por no agredir de nuevo a ese desquiciante hombre—. Recuerda que eres una Chaves y lo que eso conlleva. Educación, calma y...»


—Lo mejor será que hoy descansemos y, mañana por la mañana, iremos a recoger tu coche antes de ir a trabajar. Además, a estas horas todo el pueblo estará enterado de tu altanero comportamiento con Colt y conmigo, y te puedo asegurar que no vas a recibir muchas muestras de ayuda, sobre todo después de agredirnos con tu afilada lengua de solterona avinagrada. Pero, si quieres ir sola, tú misma, princesa —informó Pedrorecorriendo a Victoria con una jocosa mirada.


—¡Mi comportamiento fue ejemplar dadas las circunstancias! —exclamó Paula con orgullo, alzando su distinguido rostro y olvidado sus educados modales, que en momentos como ése no le servían para nada.


—¿Que tu comportamiento fue qué...? Princesa, si ésas son tus buenas maneras, de verdad que no quiero verte cuando pierdas los formas.


—Señor Alfonso, he tenido demasiada paciencia con usted y sus estúpidos consejos. Tal vez esté tan habituado a hablar con los borregos de este pueblo que tenga la absurda idea de que sus palabras ayudan a alguien, pero, desde que le
conozco, su tremenda bocaza solamente ha empeorado mi, ya de por sí, lamentable situación. ¡Así que mejor cállese! ¡Yo misma daré con alguien que me lleve hasta mi vehículo y sin duda encontraré un lugar lo bastante adecuado para Henry y para mí sin sus preciados consejos!


—¡Pues adelante, princesa! —Pedro se rio, haciendo una socarrona reverencia a la desagradecida mujer que ya le traía sin cuidado—. Sólo tengo algo más que decirte...


—No me interesan sus palabras, señor Alfonso; no pienso escuchar ninguna más de sus necedades. Por hoy ya he tenido bastante —cortó tajantemente Paula al idiota que no hacía otra cosa que reírse de ella y de sus problemas.


—Mañana a las seis comenzará tu trabajo, y espero veros a ti y a tu chucho, con esa amable sonrisa y buen humor que te caracteriza —ironizó Pedro mientras le tendía la tarjeta de su clínica, siendo objeto nuevamente de la afilada mirada con la que lo sentenciaba a muerte, o al menos a alguna temible tortura.


Paula cogió con brusquedad la tarjeta y le enseñó la delicada manicura francesa de su dedo corazón a la vez que le obsequiaba con una hipócrita sonrisa antes de marcharse en pos del cumplimiento de su elaborado plan.


Pedro la observó alejarse despacio y no pudo evitar fijarse en cada uno de los movimientos de esa pequeña arpía. Esa mujer tenía algo que lo obsesionaba, que lo intrigaba y lo atraía, y todavía no podía deducir el qué. Ella no era dulce, divertida o amigable, el tipo de mujer que siempre le había gustado. Más bien se parecía a una de esas estrictas profesoras del colegio que tanto lo habían reñido en alguna que otra ocasión.


Paula volvió a sacar ese caro teléfono móvil de su elegante y minúsculo bolso de mano y Pedro se acercó un poco para escucharla murmurar una vez más un extenso y elaborado discurso junto al gordo saco de pulgas que siempre la acompañaba. Sonrió ante la idea de haber hallado una persona que estuviera tan desequilibrada como él y que hablara continuamente con los incomprendidos animales, que en ocasiones parecían saber más de lo que aparentaban.


Pedro oyó por encima su detallada planificación punto por punto, un plan que de poco le serviría en Whiterlande después de que los rumores de los viejos chismosos se hubieran esparcido por todo el pueblo, ya que los residentes del lugar no soportaban que ningún forastero se metiera con ellos, por más dinero y poder que pudieran manejar.


Y, para desgracia de esa delicada fiera, de su educada boquita ya había salido algún que otro insulto o molesta maldición hacia Whiterlande y los que allí habitaban. Si Pedro no se equivocaba, muy pronto los pocos coches de alquiler del pueblo estarían averiados, y los hoteles, llenos o cerrados.


Esa soberbia mujer, que únicamente sabía hacer ostentación de su dinero y de sus tan cacareados buenos modales, de los que sin duda alguna carecía, no tardaría en recibir una merecida lección de lo poco que valían sus billetes en un paraje como Whiterlande, y él simplemente tendría que sentarse alegremente en su despacho a esperar a que ella y ese chucho aparecieran de nuevo ante él, rogándole su ayuda.


¡Y esta vez la haría suplicar un poco antes de dignarse siquiera a levantarse de su silla!


Pedro sonrió optimista mientras se dirigía a su clínica silbando una alegre melodía e imaginándose una decena de veces cómo caería el orgullo de esa princesita mimada cuando volviera con el rabo entre las piernas para pedir su apoyo.


Una ayuda que indudablemente le sería necesaria en un lugar en el que todos la veían como el enemigo. Todos excepto él, porque Pedro sólo la veía como un molesta carga de la que muy pronto se desharía, pero, entretanto, pensaba divertirse de lo lindo bajándole los humos a esa altanera damita que lo alteraba como ninguna otra había hecho.


El porqué de ese hecho no le importaba demasiado en esos instantes en los que miraba una vez más su reloj pensando en los minutos que faltaban para ver a Paula suplicando su auxilio.


Porque esa mujer no sería tan testaruda como para no dar su brazo a torcer cuando tanto lo necesitaba, ¿verdad?



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