lunes, 15 de enero de 2018
CAPITULO 43
—Bueno, Jose, ¿has vuelto a ver a Monica? — preguntó Alan, bastante interesado con un tema del que su cuñado nunca soltaba ni una sola palabra, ni siquiera a sus mejores amigos.
—Eso es algo de lo que no pienso hablar con vosotros por mucho que intentéis emborracharme —declaró el médico tras su novena cerveza.
—Has vuelto a verla... —afirmaron Pedro y Alan al unísono al ver su reticencia a hablar sobre una mujer que el destino siempre se empeñaba en volver a cruzar en su camino.
—Creo que no hemos venido aquí a hablar de mí, sino de Pedro y sus problemas, que ahora son... —replicó Jose, tratando de cambiar rápidamente de tema, sabiendo que, una vez que Pedro comenzara a quejarse de sus males, sería muy difícil hacerlo callar.
—¡Me siento sucio! ¡Veréis! Me acosté con una mujer y... ¿sabéis qué hizo ella después de que pasáramos la noche juntos? ¡Pagó todas mis deudas con el banco! —exclamó Pedro, dirigiéndose a sus amigos un tanto ofendido por la situación, y bastante borracho tras su décima cerveza en el lugar de reunión.
—Podría haber sido peor —comentó Jose jovialmente, intentando animar a su alicaído hermano.
—¿Ah, sí? ¿ Y cómo?
—Podría haberte dejado dinero en la mesita de noche. Entonces sí que te hubieras sentido como toda una guarra.
—O podría haberte dicho que todo era un error poco antes de salir disparada de la cama —apuntó Alan, recordando los desaires sufridos en alguna ocasión por parte de su mujer.
—En realidad, ella no me dijo nada. Simplemente, a la mañana siguiente, ya no estaba y mis deudas habían sido saldadas.
—Bueno, ¿de qué te quejas? Por suerte, como es uno de tus líos de una noche, ya no tienes que volver a verla. Pero yo tengo que volver a casa con tu hermana, así que... ¿me puedes explicar qué narices estamos haciendo en un local de estriptis? —preguntó Alan, molesto por el sitio elegido para la reunión de la noche.
—Tenía que revisar a la serpiente que Rubí usa en su número, ya que está algo decaída. Además, ¿de qué te quejas? ¿No estamos teniendo la apacible reunión de chicos que me pediste? — respondió Pedro con alegría, señalando jocosamente a las mujeres que bailaban sensualmente en el
escenario, bastante ligeritas de ropa.
—Con la emoción añadida de que si Eliana se entera de esto, pedirá cita con Pedro para tu castración —comentó Jose alzando su cerveza junto con la de su hermano mientras se burlaban de Alan.
—No sé cómo os puedo seguir llamando amigos, sois unos hijos de...
—¡Eh, cuidado! Que estás hablando de tu suegra, y si Eliana se entera... —bromeó de nuevo Jose, poniendo fin rápidamente a las quejas de Alan.
—Respecto a lo de que no volveré a verla, lo dudo mucho —interrumpió Pedro las chistosas bromas con sus lamentos, volviendo al tema de la conversación.
—¿Por qué? ¿Quién es? —quiso saber Alan, interesado por conocer la identidad de la mujer para poder burlarse de su amigo.
—¡No me jodas! —exclamó escandalosamente Jose al percatarse de quién era la dama en cuestión tras ver la cara de arrepentimiento de su hermano. Jose se levantó con brusquedad de su incómoda silla, algo tambaleante debido al alcohol ingerido, y señaló acusadoramente a su hermano con uno de sus dedos sin soltar en ningún momento la cerveza.
—¡Tú...! ¡Tú te has acostado con Paula Olivia Chaves! —sentenció, poniendo fin al enigma.
—¿Quién es esa Paula? —preguntó Alan, como siempre perdido en su mundo.
—Su ayudante —aclaró Jose, dirigiéndole una fría mirada a su hermano con la que sin duda censuraba su comportamiento.
—¿La rubia de gran pechonalidad? —inquirió Alan, haciendo con sus manos el inconfundible gesto de «tetas grandes» que todo hombre sabía reconocer.
—No, la otra. —Jose se volvió hacia su amigo, algo irritado por tener que contárselo todo.
—Pero ¿hay otra? —preguntó Alan, finalmente perdido.
—¡Joder, Alan, nunca te enteras de nada! Paula vino al pueblo, la detuvieron a ella y a Henry y los dos fueron castigados por el juez a trabajar para Pedro en su clínica.
—Vale, hasta ahí me he enterado, pero ¿quién es Henry?
—Un insoportable baboso que no la deja en paz ni un momento y con el que tengo que tener toda la paciencia del mundo para soportar su comportamiento —replicó Pedro.
—Entonces, Henry es... —insistió de nuevo Alan, intentando saber algo más de esa interesante historia.
—Henry es un perro —respondió Jose a su desorientado cuñado.
—Vale, queda claro que ese tío es de lo peor, pero ¿me podéis explicar qué papel tiene en toda esta historia?
—No, Alan: Henry es un perr... —trató de dejar claro el bueno de Jose antes de volver a su asiento.
—Mejor olvídalo. Ya lo entenderá cuando lo vea —interrumpió Pedro, un tanto molesto con su perdido amigo—. Ahora lo importante aquí es coger una borrachera que me haga olvidar que me he comportado como un idiota frente a esa mujer.
—¿Qué has hecho esta vez? —preguntaron al unísono Alan y Jose, acostumbrados a las grandes meteduras de pata del veterinario, debidas todas ellas a su gran bocaza.
—Veréis, es que no sé lo que me pasa cada vez que estoy con ella. No soporto que otros se acerquen a Paula. Cada vez que alguno de los solteros del pueblo está junto a ella, me dan ganas de dejarles claro a hostia limpia que ella me pertenece, aunque en verdad Paula no es nada mío. Y esa cara de tristeza que en ocasiones aparece en su rostro... No puedo olvidarla ni un momento. Solamente deseo hacerla reír. Y lo peor de todo es que me comporto como un adolescente inmaduro siempre que ella está delante, sobre todo ahora que sé lo que usa bajo esos austeros trajes.
En fin, todo esto, junto con mi frustración por ser salvado económicamente por su dinero, me ha hecho meterme con ella de la forma más vil posible. Le dije que nadie querría estar con ella a no ser que fuera por su dinero, algo que es realmente falso, ya que en estos instantes no deseo otra cosa que estar a su lado.
—¡Por fin! Después de tanto tiempo, ¡al fin puedo hacerlo! —exclamó Alan, sorprendiendo a todos al levantarse de su asiento para hacer un bailecito de lo más ridículo.
—Te metería un billete en el tanga si no fuera porque has quedado en ridículo frente a todas estas profesionales tan cualificadas —ironizó Pedro, haciendo que Alan se diera cuenta de las airadas miradas que las strípers le dedicaban—. ¿Se puede saber qué narices estás haciendo? —añadió finalmente, irritado por la manera en que se tomaba su amigo su preocupante situación.
—Éste es el bailecito de triunfo que me dedica tu hermana siempre que tiene la razón en algo y yo me equivoco. Y tú, amigo mío, te has enamorado —señaló Alan continuando con su bailecito de la victoria—. ¡Y ahora es mi turno de meterme contigo! —comunicó su cuñado, tremendamente satisfecho con la situación, ya que sus amigos se divertían mucho a su costa cuando desvariaba de amor por su querida Eliana.
—¡No me jodas! —exclamó Pedro, ahogándose con su cerveza—. Jose, dime, ¿qué tengo?, ¿un parásito o algo parecido que me hace comportarme como un idiota? —rogó Pedro, buscando una salida.
—Por una vez, estoy de acuerdo con Alan, hermanito. Creo que tienes todos los síntomas de un hombre enamorado.
—¿Y se puede saber cuáles son esos jodidos síntomas? —planteó un preocupado Pedro a su sonriente hermano.
Después de mirarse con atención el uno al otro sin saber cómo contestar a esta importante cuestión, dirigieron sus interesadas miradas al único hombre casado del grupo. Alan finalmente se sentó resignado, suspiró ante la idea de dejar pasar alguna que otra broma sobre Pedro y comenzó
a contar lo maravilloso que era sentirse enamorado.
—Vamos a ver... Primero: tienes ganas de arrancarle la cabeza a todo bicho viviente que se acerque a ella.
—Bueno, sí, eso ya os lo he contado. Aunque no creo que sea para tanto.
—Ya te diré yo si es para tanto cuando uno de esos solteros que visitan la clínica consiga una cita con tu Paula y vaya en serio con ella.
—Ella es una empleada muy eficiente que nunca coquetea con nadie. Pero, por si a alguno de esos energúmenos se le ocurre acercarse a ella, siempre tengo a mano mi escalpelo...
—A eso, querido amigo, se le llama «celos».
—¡Vale! Soy un poquito celoso con respecto a Paula, pero eso no significa que la ame.
—Pasemos al segundo punto: no soportas que nadie la haga llorar o la entristezca.
—Sí, pero ya sabes que soy así con todo tipo de animales abandonados, así que ésa no vale —se quejó Pedro, cada vez más asustado por la realidad que le explicaba su amigo.
—Tres: te hace enfadar tanto que en ocasiones quieres matarla...
—Tú también me haces enfadar y definitivamente no te amo —señaló Pedro, animado al haber hallado un fallo en las cavilaciones de su amigo.
—No me has dejado terminar: la mitad de las veces quieres matarla, pero son muchas más las que quieres llevártela a la cama —continuó Alan —. Y el último y definitivo: que sólo la deseas a ella. Nadie más puede sustituirla, ni en tu mente ni en tu corazón.
—¡Mierda! Estoy jodido... —musitó Pedro, admitiendo finalmente la verdad de sus sentimientos.
—No hermano, ¡estás enamorado! —Jose sonrió con alegría, brindando a la salud de Pedro por su gran descubrimiento de lo que era el amor.
—En ocasiones, estar jodido y enamorado es lo mismo, Jose —apuntó sabiamente Alan, brindando por sus dos cuñados, a los cuales ya les tocaba sufrir por amor.
—Creo que ésta es una de ellas —confirmó Pedro, pasando las manos por sus cabellos con bastante frustración.
—Bueno... y ahora que sabes que estás enamorado de esa mujer, ¿qué piensas hacer? — inquirió Jose, bastante interesado por el camino que seguiría su irresponsable hermano, quien no lo defraudó.
—¡Pienso beber hasta que se me olvide!— informó Pedro alzando su cerveza entre los gritos de aliento de sus amigos, que, sin duda y a esas horas de la noche, estaban tan borrachos como él.
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Qué manera de reírme imaginándome el baile de triunfo de Alan. Me fascina esta historia.
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