viernes, 19 de enero de 2018
CAPITULO 55
Habían pasado unos días desde que a Pedro se le ocurrió enseñar a todos lo bien que se llevaba con Paula mostrando en su desnuda espalda las marcas de las uñas de esa mujer. Desde entonces, sus clientes femeninos se habían multiplicado, tanto las jóvenes que no cesaban de insinuarse sensualmente mientras le susurraban al oído lo largas que tenían sus uñas hasta las mujeres más ancianas, que lo miraban reprobadoramente sin dejar de acariciar a sus mimados gatos en busca de algún jugoso chisme.
Por su parte, Pedro descansaba en su despacho eludiendo su trabajo mientras disfrutaba de un frío refresco. Estaba molesto con Paula, que después de enfrentarse a la prueba de su deseo no hacía otra cosa que esconderse de él detrás de unos viejos archivos llenos de polvo, además de tomarse su venganza, pues todo su alijo de chocolatinas había desaparecido de un día para otro siendo sustituido por un surtido de esas sanas zanahorias enanas que ni loco pensaba tocar.
Por suerte, la pérdida de sus amados chocolates era su único problema. Bueno, ése y el malhumor permanente de Paula. Las habladurías sobre él y su página web habían desaparecido con gran celeridad, aunque Pedro todavía se preguntaba si no hubiera sido mucho mejor deshacerse de esos rumores de alguna otra manera que no hubiera involucrado a Paula, porque ésta tenía un humor de perros y, cuando no estaba escondiéndose de él, simplemente le gruñía su descontento.
Ahora no tenía que lidiar únicamente con ese chucho sarnoso que seguía insistiendo en llamar a su clínica con sus quejas matutinas y en destrozar sus muebles, a pesar de sus amenazas, cada vez que algo de lo que Pedro le decía le molestaba. No, ahora también tenía que conseguir amansar a una arisca gatita bastante enfurruñada.
Mientras planeaba qué hacer para calmar a esa fiera, Pedro buscó una vez más en Google el nombre de su clínica. ¡Gracias a Dios que esa bochornosa publicidad había desaparecido! Aunque su foto aún rondaba por ahí, en alguna que otra página extraña que sus amigos se dedicaban a buscar tan sólo para reírse de él, y del inadecuado nombre de su lugar de trabajo, que Pedro estaba decidido a cambiar.
Por pura curiosidad, Pedro escribió el distinguido nombre de su elegante princesa para ver qué aparecía en Internet. Tal vez hallase alguna coincidencia asombrosa con la que él también pudiera reírse de ella.
Cuando comenzó su búsqueda, únicamente vio su extenso currículum, plagado de títulos y másters otorgados por algunas prestigiosas universidades.
Se deprimió un poco cuando vio por fotos de viejas noticias la mansión donde vivía y el lugar en el que trabajaba, que no tenían ni punto de comparación con su minúsculo piso y su cochambrosa clínica. Luego se puso celoso ante las fotos de su compromiso, donde Paula sonreía felizmente mostrando en sus ojos ese brillo especial que sólo surge cuando se está enamorado.
Finalmente, decidido a dejar esa estúpida idea de lado, ya se disponía a abandonar la Red cuando una famosa página de citas que exhibía en uno de sus anuncios el nombre «Paula» llamó su atención, haciendo que se le ocurriera una idea.
Pedro se registró en la web Only you con la infantil y vengativa idea de localizar a una persona poco agraciada que tuviera el mismo nombre que Paula y así poder burlarse de ella y del distinguido apellido del que tanto presumía. Pero, cuando se adentró en sus archivos, se sorprendió al encontrar un perfil de Paula como candidata.
En él se podía observar a una atractiva mujer con un tentador traje de baño tomando el sol junto a una elegante piscina y, aunque en la foto no posara sensualmente ante la cámara como sí hacían otras candidatas, sino que Paula más bien dormitaba en una hamaca, nadie podía negar que era la mujer más sensual que había visto en su vida.
Sin dudarlo un instante, Pedro pinchó en un enlace de «Álbum de fotografías», donde las candidatas podían dejar imágenes de sus mejores momentos. Entre ellas había fotos de su salvaje gatita bastante llamativas, tomadas a lo largo de toda su vida.
Se notaba que eran antiguas y que estaban escaneadas con algo de torpeza; aun así, Pedro no pudo resistirse a observar con atención cada una de ellas: Paula vestida de Mamá Noel en sexto curso, Paula con la toga de su graduación, Paula disfrazada de princesa a los diez años... y la que sin duda no podría borrar de su mente, Paula vestida de animadora, con una de esas minúsculas falditas con las que, a partir de ese momento, tendría más de un tórrido sueño.
Dispuesto a saber por qué motivo se alejaba Paula de él aludiendo a que no quería saber más de los hombres y luego se inscribía en ese tipo de páginas, Pedro ojeó las cualidades que ella describía en su perfil. En cuanto comenzó a leer ese amasijo de mentiras, no pudo remediar escupir toda su bebida en su teclado mientras intentaba no ahogarse por la sorpresa. Pedro soltó a un lado su refresco dispuesto a rebatir cada una de esas cualidades que describían a Paula, y no pudo evitar recitar cada una de ellas en voz alta.
—«Soy una mujer dulce, cariñosa, que nunca me enfado ni reprendo a un hombre por sus errores. Una mujer que siempre me lo tomo todo con calma y no muestro mal genio ante ninguna difícil situación. Una perfecta ama de casa a la que no le importa recoger todo lo que desordenes con una hermosa sonrisa en mis labios, y adoro a los perros, sobre todo a mi querido Henry, para el cual sólo puedo tener amables palabras» —leyó Pedro haciendo una mala imitación de la femenina voz de Paula.
»“Soy una mujer”, ése es el único punto que no puedo poner en duda —comenzó a replicar Pedro, con ironía—. Pero lo de “dulce y cariñosa”... eso aún no lo he visto, ya que seguro que lo esconde tu arisca actitud. Respecto a que “siempre me lo tomo todo con calma y no muestro mal genio ante ninguna difícil situación”, todavía me resuenan los oídos por tus airados gritos, y no, definitivamente no tienes mal genio: tienes el peor. —Pedro continuó con su sarcástico monólogo, alucinando con lo que estaba leyendo y lo poco parecido que era con la realidad que él conocía—. “Una perfecta ama de casa a la que no le importa recoger todo lo que desordenes con una hermosa sonrisa en mis labios”... ¡Y una mierda! Cuando te dije el otro día que me ayudaras a ordenar el armario de mi casa, trajiste una bolsa de basura y una caja de cerillas. Eso sí, la sonrisa no se apartaba de tu rostro, aunque era un tanto perversa. Por último, lo de “adoro a los perros”... Sin duda lo haces, pero, eso sí, tus “amables palabras” son siempre bastante bruscas, sobre todo las dedicadas a ese molesto saco de pulgas... aunque no puedo culparte por ello, la verdad.
Después de desahogarse dirigiéndole a su ordenador cada una de sus quejas por ese absurdo conjunto de flagrantes mentiras que era el perfil personal de Paula en esa página de contactos, Pedro, decidido a demostrarle a esa ingrata mujer que él era el hombre adecuado para ella, rellenó sin pérdida de tiempo su perfil y luego realizó el test de compatibilidad, dispuesto a repetirlo las veces que hicieran falta hasta que el resultado le saliera perfectamente apropiado para Paula, aunque fuera tan sólo una estúpida máquina quien lo dijera.
Tuvo que hacer ese jodido test treinta veces hasta que el artilugio lo emparejó con ella.
Finalmente, exhausto de tantas preguntas sin sentido como «¿Cuál es tu comportamiento sexual?», «¿Cuál es tu color favorito?», «¿Cuántos hijos quieres tener?», «¿Cuál es tu comida preferida?» o «¿Qué harías ante una infidelidad?...», Pedro se dispuso a abandonar esa página que nada más que le traía dolores de cabeza cuando vislumbró un apartado que por poco le pasó desapercibido: «Anuncios».
Se adentró en esa sección de la web y, después de leerlo, no tuvo dudas de que Paula no era la creadora de ese perfil, ya que en el texto se describía lo que Paula más odiaba que destacaran de su persona: su soltería y su inmensa fortuna.
El anuncio decía así:
No me llames ni me mandes un correo electrónico: ¡simplemente ven a verme! ¡Valgo algo más de diez millones de dólares y estoy soltera!
Un poco más abajo, y en letras bastantes llamativas, se especificaba:
Absténgase Pedro Alfonso.
—¡Maldita tía Mirta! —murmuró Pedro, furioso y dispuesto a relatar a Paula la descabellada idea que su tía había puesto en marcha.
Luego se lo pensó mejor. Tal vez él pudiera evitarle ese disgusto espantando a todos sus pretendientes. No sería muy difícil, ¿verdad?
Después de todo, ¿quién demonios veía esos ridículos anuncios?
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