jueves, 8 de febrero de 2018

CAPITULO 78





Pedro estaba hasta las narices de ese saco de pulgas que no hacía otra cosa que tocarle las narices a cada instante. 


Mientras él se paseaba de un lado a otro del salón repasando los consejos de un famoso entrenador, Henry lo miraba aburrido tumbado plácidamente en el sofá y dedicándole algún que otro bostezo a su ir y venir, a la vez que le advertía con su altanero semblante de que no iba a hacer ni puñetero caso a sus estúpidas órdenes, por muy firmes y claras que éstas fueran.


Pedro, dispuesto a realizar el trabajo que se le había asignado, había acabado comprando un costoso libro de adiestramiento, que apenas se podía permitir, sólo para intentar enseñarle a ese chucho cuál era su lugar. Y el resultado siempre era el mismo: Henry no le hacía ningún caso... ni a él, ni a los irrefutables métodos de ese adiestrador que, según los expertos, era capaz de domar al sabueso más rebelde.


Pedro llevaba ya una semana durmiendo en ese sofá, que a decir verdad era mucho más cómodo que su maltrecha cama, y desayunando junto a la amargada tía Mirta, que no hacía otra cosa que intentar que abandonara su hogar.


También estaban Víctor, un obseso de la seguridad, y el apacible anciano que parecía ser Hector, al que todo le daba exactamente igual salvo las insufribles órdenes de la anciana, que obedecía sin rechistar.


Luego estaba su preciosa Paula, aún molesta con su brusca forma de despertarla del desmayo que sufrió, pero que a cada instante buscaba su presencia con su mirada para saber que él estaba junto a ella, y, por último, el despreciable gusano que era ese hombre al que todos los idiotas de ese pueblo habían decidido comparar con él.


Sí, vale que el aspecto de ambos era similar; que los dos dedicaban unas amigables e hipócritas sonrisas a las ancianas, niños y bonitas mujeres; que a la hora de tratar con las personas eran bastante sociables, haciéndose en unos pocos minutos amigos de todos... pero Pedro nunca trataría a una mujer como Manuel Talred había hecho con
Paula.


Pedro creyó que ese tipo no sería rival alguno para él, ya que la historia entre ellos había finalizado hacía años. Pero, aunque ese personaje hubiera dañado a su mujer profundamente con sus acciones, no se podía negar que todavía estaba bastante interesado en ella. Sobre todo cada vez que Paula no se percataba de que sus movimientos eran acechados por una ávida mirada de deseo.


Pedro se sentía cada día más tentado de volver a golpear a ese energúmeno para dejarle claro que nunca más volvería a formar parte de la vida de Paula Chaves, porque ahora era suya, aunque ella intentara ocultarlo todavía tras las dudas sobre su amor.


Al parecer, en lo único que ese chucho parecía estar de acuerdo con él era en el odio que ambos le profesaban a ese indeseable que, aunque intentara disimularlo, solamente iba tras las faldas de Paula nuevamente.


Intentando despejar su mente de la tentación de pedirle prestada la escopeta a su padre para espantar a ese sujeto, Pedro procuró una vez más aleccionar a ese vago animal, que se burlaba constantemente de él y de sus esfuerzos desde su cómodo sitio, desde donde lo miraba con petulancia a la espera de su próxima orden, que, con toda seguridad, ignoraría.


—¡Bien, empecemos por lo básico! «Todos los perros tienen que ser capaces de reconocer su nombre para responder a la orden dada por su dueño, o para prestar atención cuando su dueño lo llame» —leyó Pedro en voz alta, repasando lo más elemental de ese extenso manual de quinientas páginas—. Vale, ¿cómo narices sé si reconoces tu nombre? —preguntó Pedro maliciosamente mientras observaba con gran atención la pasividad del perro—. De acuerdo, vamos allá: Henry, apestas, eres gordo y sin duda el objeto inanimado más incómodo de ver de esta habitación.


Henry alzó su cabeza altivamente, ultrajado por sus palabras, y le dedicó un amenazante gruñido de advertencia poco antes de volver pasivamente a su anterior posición.


—Bueno, pues tu nombre lo reconoces... Ahora toca enseñarte a obedecer. «Las órdenes deben ser cortas y secas, acompañadas por señales visibles. Diga el nombre de su perro y luego dé la orden con firmeza.» ¡Perfecto! —comentó Pedro, dejando el libro sobre una mesa cercana y procediendo a hacerle caso una vez más a ese tomo sobre
adiestramiento canino.
»¡Henry, ven! —ordenó con firmeza, acompañándolo de un gesto de la mano.


El chucho alzó su perruna cabeza al haber oído su nombre y, como vio que no era otro que Pedro quien lo había pronunciado tan ligeramente, volvió a acomodarse no sin olvidarse de dedicarle algún que otro bostezo a su funesta forma de enseñar.


—¡Henry, ven! —volvió a ordenar Pedrorecurriendo al mismo gesto y sin recibir señal alguna de cooperación de parte de ese saco de pulgas. »Bueno, como veo que no me haces ni puñetero caso, tendremos que utilizar un refuerzo positivo.


Pedro sacó de su ajada bolsa de viaje una de las chucherías para perro que tan amablemente ofrecía en su clínica a sus pacientes y, regresando a su posición anterior en mitad de la habitación, volvió a pronunciar la orden con el mismo ímpetu anterior, acompañando esta vez el gesto de su mano con la visión de un jugoso premio.


—¡Henry, ven! —repitió de nuevo, observando con atención cómo ese chucho reaccionaba por primera vez tras ver la jugosa recompensa. Se incorporó y desperezó lentamente cada una de sus patas. Luego bajó con gran parsimonia del sofá. »¡Cuando tú quieras! ¡Sin prisas, que tenemos todo el día! —exclamó Pedro con gran frustración cuando, a menos de cinco pasos de su recompensa, Henry volvió a sentarse para lamerse las pelotas. Finalmente llegó hasta donde él se hallaba y Pedroun tanto reticente, ya que no sabía si el comportamiento de Henry era el adecuado, le dio su premio.
»Bien. Ahora pasaremos a órdenes más precisas. ¡Siéntate! —ordenó a un confuso perro que no sabía de qué narices le estaba hablando.


—Creo que, como no ha tenido mucho contacto con otros perros, no tiene ni idea de lo que debe hacer, por muchas chucherías que le muestres o más gestos que hagas con la mano —opinó Paula mientras se adentraba en la estancia ojeando uno de sus libros de derecho.


—No quiero ninguno de los gratuitos consejos de la mujer que me ha denigrado al puesto de mero adiestrador —cortó secamente Pedro, todavía molesto con las acciones de Paula.


—Era eso o de ama de casa, y tú, querido, eres nefasto en las tareas del hogar.


—¿Y por qué no simplemente la verdad? Soy tu enamorado, tu compañero, tu amante... o el que te follas en ocasiones, si continúas negándote a darme un apelativo más serio como puede ser el de «novio».


—Tú y yo nunca hemos hablado sobre eso, y nunca llegamos a nada.


—¡Joder, Paula, porque tú nunca me dejas hacerlo! Siempre que escuchas una palabra seria salir de mi boca, huyes, y si hace unas noches pudiste oír finalmente una confesión de mis labios fue porque te obligué a ello. A ver cuándo te decides a dejar de negar lo evidente, que es que tú y yo estamos juntos. Y especialmente frente a ese idiota pretencioso que sólo ha vuelto para volver a tenerte de nuevo.


—¡Eso es ridículo, Pedro! Prácticamente tuve que arrastrar a Manuel hasta aquí para volver a verlo, y en ningún caso fue porque quisiéramos estar juntos. Mi trato con él es puramente profesional.


—Ya. Y ahora que el señor Talred se ha acomodado, ¿no te extraña que hayan cesado tan repentinamente sus vagas protestas? —señaló Pedroacercándose a Paula hasta que sus ojos se miraron con firmeza.


—Yo... —Paula vaciló ante las nuevas dudas que Pedro había introducido en su cabeza.


—Sólo te diré una cosa, princesa: de ningún modo te permitiré estar nuevamente con un hombre como él —advirtió Pedro, antes de dedicarle un sutil beso a sus labios—. Ahora simplemente siéntate y observa cómo mis múltiples encantos acaban domando a este fiero animal —indicó, señalando burlonamente al cánino que había vuelto a tumbarse despreocupadamente, pero esta vez en el suelo, con la esperanza de no tener que caminar demasiado si se presentaba de nuevo la oportunidad de obtener otra jugosa recompensa.




No hay comentarios:

Publicar un comentario