jueves, 8 de febrero de 2018

CAPITULO 80





Pedro desahogaba sus penas en el bar de Zoe, donde esperaba a su entrañable hermano y a su inestimable cuñado. Ambos le eran imprescindibles a la hora de quejarse de todo lo que le iba mal en su vida amorosa, algo de lo que, sin duda alguna, se enterarían tarde o temprano en ese pueblo de chismosos.


Como las viejas cotillas solían exagerar bastante lo que sus enredadores oídos escuchaban, él había decidido contarles de primera mano a sus dos colegas lo que le ocurría, a ver si en esta ocasión le ofrecían un consejo que valiera la pena seguir para tratar tanto a tía Mirta como a su querida Paula, que tanto lo desesperaba.


Después de que tía Mirta lo expulsara de la casa sin haber logrado obtener con su trabajo de entrenador más que alguna amenazante mirada, tanto del sarnoso animal como de su dueña, Pedro se marchó directo hacia el afamado bar de Zoe, donde nada había cambiado desde sus años de niño, cuando iba a ese lugar a disfrutar de una jugosa  comida y un entretenido ambiente.


Con el dinero que esa vieja le dio como finiquito por su trabajo, se había pagado una deliciosa comida y, ahora, mientras esperaba en la barra la aparición de sus amigos, veía cómo el ambiente familiar gratamente acogedor de las mañanas, con sus grandes mesas de inmaculados manteles blancos y bonitas flores, era retirado para dar paso a mesas rústicas de madera y un sombrío ambiente de luces más atenuadas, apto sólo para adultos que, con sus bromas y ganas de divertirse, o tan sólo con sus quejas y depresivos caracteres, hacían de ese local la vía de escape de su rutina.


Su hermano fue el primero en llegar y derrumbarse en un taburete a su lado mientras pedía una refrescante cerveza para que le ayudara a pasar el mal trago de escuchar sus lamentaciones una vez más.


—Bien, ¿y a ti qué te pasa ahora? —preguntó un tanto desganado Jose Alfonso, cansado de su quejumbroso hermano menor, ya que él también tenía algún que otro problema en el amor de los que en esos momentos únicamente quería olvidarse.


—Tía Mirta me ha echado de casa, ese cabrón va aún detrás de Paula, el perro me odia y Paula todavía sigue enfadada conmigo, o yo con ella, no tengo muy claro quién está más furioso con quién en esta ocasión.


—¡No me jodas! —exclamó Alan, que en ese instante se incorporaba a la conversación, al parecer bastante afligido por los problemas de su amigo.


Pedro se volvió agradecido hacia su cuñado, decidido a contarle alguna más de sus desdichas a esa grata persona que parecía tomarse en serio sus problemas, cuando le vio sacar de su cartera cincuenta dólares y pasárselos a su hermano un tanto enfurruñado.


—Te dije que sólo aguantaría una semana. Pero tú te empeñaste en que serían dos y pasa lo que pasa... —se jactó Jose, mientras se regodeaba en su victoria a la vez que cogía el dinero.


—¿Y tú no podías haber aguantado un poco más en la casa? —Alan fulminó con una de sus reprobadoras mirada a su amigo, que observaba asombrado cómo todos hacían apuestas sobre su inestable vida, que, al parecer y en esos momentos, carecía de privacidad alguna.


—¡No me puedo creer que hagáis apuestas sobre mi vida amorosa! —comentó un indignado Pedro, acusando a esos viles sujetos con una de sus frías miradas.


—¿En serio? —ironizó Alan mientras alzaba una de sus cejas, recordándole que él mismo no había hecho otra cosa que apostar sobre su relación con Eliana desde la adolescencia en ese mismo bar.


—No me diréis que mi relación con Paula está anotada en esa fastidiosa pizarra de Zoe, ¿verdad? —inquirió Pedro, dispuesto a averiguar la verdad que se escondía detrás del aparente desinterés de sus amigos por sus problemas amorosos.


—¡Zoe, saca la pizarra! Pedro nos ha pillado... —gritó Jose Alfonso, haciendo que un gran y decepcionado «¡oooh!» de la multitud reunida resonara por el local.


Zoe, una mujer un tanto mayor pero que se conservaba aún como si apenas hubiera sobrepasado los cuarenta, con su pelo rojizo recogido en un entrañable moño y de rollizas
curvas, sacó la inmensa y vieja pizarra que siempre guardaba en su cocina a la espera de algún oportuno cotilleo merecedor de alguna que otra singular apuesta.


En la apuesta de la semana todo el pueblo había apostado sobre el día en el que Pedro sería fulminantemente despedido por tía Mirta. Al parecer, el bote acabaría en las manos de su fastidioso hermano, al cual miró resentido por sus infantiles acciones. Como apuesta del mes estaban anotados distintos días en los que haría nuevamente el ridículo por esa mujer, y sus ojos se abrieron de par en par ante la inusual apuesta fija, que sólo finalizaría cuando Paula abandonara el pueblo.


El gran bote, en llamativas letras mayúsculas, decía así: «¿QUIÉN ESTÁ MÁS CERCA DE ABLANDAR EL CORAZÓN DE PAULA?».


Lo que más asombró a Pedro era que su competidor ante tal premio no era otro que Henry, y lo más surrealista de todo era que casi todo el pueblo había apostado contra él y a favor del perro.


—¡Vamos, no me jodáis! ¿Me vais a comparar a mí con un perro? Porque, por si no lo sabéis, Henry es un puñetero perro, un animal de cuatro patas, ¡un jodido chucho! —aclaró Pedro, molesto ante la multitud que lo miraba bastante pensativa ante el descubrimiento de quién era ese personaje.


—¡Ah, claro! ¡Ahora me encaja todo lo que me decías sobre él! —declaró Alan, viendo al fin la luz.


Bien, ahora que todo estaba claro, seguramente esa estúpida apuesta sería eliminada de la pizarra de Zoe, ya que era lo más razonable del mundo.


Pero los insensatos habitantes de Whiterlande no eran para nada razonables, ya que los muy hijos de... doblaron sus apuestas.


Al parecer, pensaban que un amigable animal podría llegar antes al tierno corazón de Paula que él. ¡Cómo se notaba que no conocían las malas pulgas de ese altanero bicho!


—¡Vamos, por lo menos podíais haberme puesto como rival a su exnovio, no a un puñetero perro! —gritó Pedro, indignado, dando paso a más de un murmullo por parte de la multitud.


—El exnovio de Paula... ¿no será ese amable muchacho que ha llegado recientemente al pueblo, verdad? ¿O sí? —preguntó Zoe, bastante interesada en añadir un poco de emoción al juego.


—Sí —murmuró Pedro a regañadientes, pensando que debería haber cerrado su enorme bocaza antes de ocurrírsele la brillante idea de hablar sobre ese sujeto al que todos los habitantes de Whiterlande sólo sabían alabar.


—¡Ese chico es maravilloso! Se acercó a mí para ayudarme con mis cargadas bolsas sin conocerme en absoluto. ¡No como otros...! —dijo alegremente una de sus ancianas maestras, que todavía le tenía manía, por lo que Pedro siempre intentaba evitarla lo máximo posible.


—¡Dejó una propina descomunal! —alabó una de las nuevas camareras de Zoe, aún resentida con Pedro porque en una ocasión dejó como propina un paquete de chicles, ya empezado.


—La verdad es que ha hecho un gran donativo al hospital para la nueva ala dedicada a los niños más enfermos... —informó Jose, hundiendo una vil puñalada en su espalda.


—Pues a mí no me cae nada bien. Es demasiado amigable con todas las mujeres... — declaró visiblemente furioso Alan, recibiendo a cambio un suspiro de cada fémina del bar que recordaba la sonrisa de ensueño de ese individuo.


—¡Pues hala! ¡Decidido! ¡El exnovio de Paula se une a la pizarra de apuestas! —anunció Zoe ante el alborozo de todos y, en esta ocasión, ante el asombro de Pedro, las apuestas pasaron a dividirse entre ese chucho y el exnovio.


—¡Idos a la mierda! —gritó indignado el sujeto de apuestas, disponiéndose a marcharse hasta que tropezó con su padre, que entraba aceleradamente a la carrera en el bar de Zoe.


—¡Joder, Pedro, quítate de en medio, que sólo tengo cinco minutos para apostar antes de que tu madre se entere!


Pedro abrazó a su padre y luego lo dejó pasar seguro de que él, sabedor de sus más profundos sentimientos hacia Paula, le mostraría su apoyo equilibrando la balanza hacia su nombre.


—¡Zoe, apúntame cincuenta dólares por Henry! —gritó Juan Alfonso, poniendo con firmeza su dinero sobre el mostrador.


—¡Porque no tengo ni un duro, que, si no, apostaría por mí mismo, ya que yo sé mucho más del corazón de Paula que un estúpido capullo que sólo le produjo dolor y que un chucho sarnoso que no le trae más que problemas! ¡Ya veréis cómo seré el único que conseguirá ablandar su corazón! —declaró fervientemente Pedro antes de marcharse del lugar dispuesto a demostrarles a todos que él era el único merecedor del amor de esa chica.


Cuando Pedro se alejó del bar, furioso, Zoe pudo al fin dar la vuelta a la pizarra y mostrar las verdaderas apuestas, donde casi todos apoyaban al niño bonito de Whiterlande, aunque todavía no tenían muy claro cómo podría conseguir Pedro ese milagro. Pero, sin duda, era muy divertido ver cómo lo intentaba.


—Entonces, ¿por quién apuestas, Juan? — preguntó Zoe alegremente mientras sujetaba el billete de cincuenta entre sus dedos.


—Sin duda por el loco de mi hijo, que está tan enamorado de esa mujer como yo de mi Sara cuando la conocí.


—¿Crees que hará el idiota tanto como hiciste tú? —sondeó Zoe, bastante interesada en su respuesta.


—Indudablemente, ya que es un Alfonso— respondió sonriente.


—Pues nada, añadimos tu apuesta a la pizarra —confirmó Zoe, metiendo ante todos el dinero en el bote.


—Papá, yo no haré el idiota como Pedro¿verdad? —inquirió Jose, un tanto preocupado por la respuesta de su padre ante las inquietantes preguntas de Zoe.


—¿Eres un Alfonso?


—Sí —contestó Jose, confuso ante la pregunta de su progenitor.


—Entonces, hijo mío, ya he contestado a tu pregunta —anunció con alegría Juan mientras se reía abiertamente de su preocupado hijo y golpeaba su espalda con entusiasmo a la espera de que le tocara a él rellenar esa indiscreta pizarra, algo que no tardaría en suceder ahora que Monica Peterson había regresado a Whiterlande dispuesta a quedarse.


La pequeña Monica, esa joven tímida que Juan había visto en más de una ocasión rondando su casa en las escandalosas fiestas de pijamas que organizaba su hija Eliana en plena adolescencia... Juan había observado en aquellos días cómo seguía Monica, con ojos soñadores, a su hijo mayor, a pesar de que éste siempre intentara evitarla. Aunque luego, tras ignorarla, la mirada de Jose la buscaba incansablemente cuando Monica se encontraba lejos de él.


Al parecer, después de tanto tiempo, la situación entre ambos no había cambiado y Juan aún se preguntaba qué historia esconderían, porque, aunque su hijo se negara rotundamente a hablar sobre esa mujer, su rostro se llenaba de una enorme tristeza cada vez que alguien la nombraba.


En fin, muy pronto todo Whiterlande conocería su historia, ya que esa pizarra siempre parecía perseguir las locuras de amor de los que llevaban su apellido y se enamoraban tan insensatamente como él mismo hizo en una ocasión.



1 comentario:

  1. Naaaaaaaa, ese Henry es lo más, cómo lo altera a Pedro jajajajajaja. Me río a carcajadas.

    ResponderEliminar