jueves, 8 de febrero de 2018
CAPITULO 79
En el sofá, desde detrás del libro de derecho que intentaba leer, trataba de disimular que mis risitas ante los nefastos avances de Henry solamente provenían del aburrido tomo que tenía entre manos. Tras observar durante horas cómo Henry acababa con la paciencia de ese hombre que intentaba infructuosamente enseñarle, pensé seriamente en la posibilidad de revelarle a Pedro que Henry había tenido cinco entrenadores, todos ellos afamados y prestigiosos, pero que siempre acababan desistiendo ante los malos modales del chucho y de mi querida tía Mirta, que no hacía otra cosa que mimar a ese animal.
Pedro siguió a rajatabla los consejos de ese extenso manual, y milagrosamente consiguió que Henry respondiera a la orden de venir, eso sí, sólo cuando Pedro tenía su premio debidamente preparado. Si sus manos carecían de comida, Henry se volvía a acomodar junto a mí en el sofá e ignoraba por completo las órdenes de su adiestrador, ya fueran cortas y secas, o largas y furiosas.
«Por lo menos está haciendo algo de ejercicio», pensé cuando Henry bufó nuevamente por tener que ir en busca de su comida. No se resistió a ello, pero, eso sí, acudió con mucha lentitud y parsimonia a la irascible llamada de Pedro, que comenzaba a perder la poca paciencia que le quedaba.
Como Henry no tenía ejemplo alguno ante las órdenes más difíciles como eran «¡siéntate!», «¡túmbate!», o «¡dame la patita!», Pedro lo colocaba en posición unas mil veces ante la reticencia del animal. Finalmente, era el propio Pedro quien, tras dar las pertinentes órdenes, le indicaba con su vivo ejemplo lo que tenía que hacer.
No pude aguantar mis carcajadas cuando, ante la última de las órdenes, mientras Pedro permanecía derrumbado en el suelo enseñándole la adecuada posición de «¡túmbate!», Henry corrió hacia la bolsa donde Pedro guardaba las jugosas chucherías para él, cogió una y se la llevó, poniéndola en el suelo justo al lado de su cabeza, felicitando con ello a Pedro por su gran actuación.
Me desternillé de risa ante la furiosa mirada de Pedro, que no hizo otra cosa que levantarse abruptamente del suelo y amenazar de nuevo a Henry con la castración mientras lo perseguía por toda la habitación. Creo que, aunque para mí aquél fue unos de los momentos más divertidos de mi vida, a mi tía no le agradaba demasiado el nuevo método de enseñanza de Pedro, ya que, tras señalarlo con uno de sus viejos y acusadores dedos, gritó, bastante enfadada:
—¡Está usted despedido!
A continuación, mi tía simplemente pasó a mimar al chucho, que se quejaba falsamente del único maltrato que había sufrido: tener que levantar su gordo trasero del sofá.
Pedro apenas se inmutó ante las enfurecidas palabras de mi anciana tía. Simplemente cogió su bolsa y se dispuso a salir de la casa sin mirar atrás. Yo lo observé apenada, pensando que ahora más que nunca necesitaba de su presencia en mi vida, y él, como siempre, no me falló. Volvió sonriente su rostro hacia mí y, delante de todos, declaró:
—Princesa, si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.
Después se marchó sin más, dejándome tan inquieta con su abierta invitación que pensé seriamente en ir en su busca para volver a introducirlo en mi vida, donde tanta falta me hacía.
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