lunes, 5 de marzo de 2018
CAPITULO 102
Pedro se derrumbó una vez más sobre la mesa del jardín de casa de sus padres mientras le contaba a su hermana Eliana todas sus desdichas en el amor. Y ella, como buena hermana, aguantaba pacientemente las quejas de ese lastimoso hombre sólo porque era parte de su familia, y también porque Alan aún no había vuelto de su recado y sus padres habían desaparecido para realizar unas repentinas y sospechosas compras en cuanto vieron llegar a Pedro.
Definitivamente, su esposo se estaba vengando de ella por haberlo mandado a buscar algún que otro apetecible antojo a horas tan inquietantes, como un dulce recién hecho a las tres de la mañana o una sandía en pleno invierno.
Su embarazo no la convertía en la mujer más sociable del mundo, y menos aún cuando parecía una ballena varada a punto de reventar y las hormonas afectaban a su siempre perfecta apariencia y exquisitos modales.
Cuando su hermano llegó en su moto, una barata imitación de una Harley Davidson, llevando con él la molesta carga de un chucho quejica, Eliana apenas había prestado atención a su presencia, sabedora de que, seguramente, vendría a hablar con su amigo de toda la vida.
Pero, en el momento en el que Alan salió como una bala de la casa más que dispuesto a cumplir con todos los encargos que ella le había estado solicitando desde hacía días, sospechó que allí pasaba algo.
Finalmente, después de más de una hora escuchando al quejumbroso de Pedro hablar sobre su amor imposible y los lamentos de un perro que le hacían eco en más de una ocasión con sus deprimentes alaridos, Eliana estaba más que harta de todo.
Rápidamente, se marchó a la cocina para preparar una limonada para su hermano. Tal vez, si bebía algo, podría callarse durante unos instantes.
Y si eso no servía, siempre podría ahogarlo con ella o dejarlo inconsciente con la jarra... cualquiera de esas opciones era válida siempre que cesaran sus lamentaciones.
Mientras estaba en la cocina, Eliana pensó que al fin tendría un poco de paz, ya que las palabras de Pedro no llegarían hasta ella, pero éste continuó relatándole toda su historia, esta vez gritando a pleno pulmón para que no pudiera perderse nada de tan interesante relato.
Por unos instantes, Eliana pensó seriamente en la posibilidad de taponar sus oídos y pasar de todo. Pero, como su hija Helena estaba intentando jugar con ese vago animal que había traído su tío junto con el adorable niño de los vecinos, que siempre corría detrás de ella cuando llegaba a casa de sus abuelos, decidió dejar de lado la idea de aislarse de todo ruido sabiendo que muy pronto tendría que vociferar una de sus chillonas advertencias a su traviesa hija. De modo que, en lugar de eso, Eliana se concentró en silenciar solamente al culpable de su incipiente dolor de cabeza, que no era otro que su hermano.
—... Y así salvé a Henry... y, después de todo lo que hice, se niega a escucharme. Sólo viene a la clínica cuando he salido a almorzar o he tenido que hacer alguna de mis visitas domiciliarias. Se me acaba el tiempo y no sé qué hacer para que me escuche... ¿Tú qué opinas, Eliana? —preguntó Pedro, un tanto cabizbajo, a su entrañable hermana menor.
—Que eres idiota —contestó duramente Eliana, colocando con brusquedad delante de su hermano una deliciosa limonada—. Oblígala a que escuche tus palabras, chantajéala, sobórnala, amenázala si hace falta, pero que escuche todo lo que tienes que decirle antes de que abandone este pueblo, porque, de lo contrario, tanto tú como ella os arrepentiréis toda la vida de ese silencio que quedó entre vosotros cuando podríais haberos dicho tanto.
—¿Y cómo la obligo, según tú, a escucharme?
—¡Por Dios, Pedro! ¿Acaso no has salvado al perro de esa anciana amargada? Eso significa que te debe una, así que exígele hablar a solas con su sobrina. Ninguna de las dos podrá negarse y tú tendrás una oportunidad de exponer todas tus quejas a la persona adecuada y no a tu hermana y tu sobrina, que es demasiado pequeña para oír alguno de tus escabrosos relatos —reprendió severamente Eliana a su loco hermano, que incluso en el amor era un atolondrado.
—Gracias, Eliana, creo que voy a seguir tus consejos. Los de Alan no sirven para nada, no sé cómo pudo llegar a conquistarte.
—Era terriblemente insistente y me demostró que me amaba como nadie podría hacerlo jamás. Esa clase de hombres son los que finalmente te roban el corazón.
—Como eres mi adorable y perfecta hermanita, no te importará cuidar de este chucho por mí durante unas horas, ¿verdad? —dejó caer Pedro y, sin esperar respuesta alguna, se subió a su moto y salió disparado antes de escuchar contestación alguna a su petición.
—¡Jodido hijo de...! —maldijo Eliana mientras observaba el panorama que le esperaba: ella, sola y embarazada, al cuidado de dos niños bastante inquietos y de un baboso y quejica animal.
En esos instantes supo que era el momento adecuado para hacer una llamada a su marido y exigirle que volviera al hogar con o sin alguno de sus antojos.
—¡Mamá, quiero una bici nueva! —Una vez más, la pequeña Helena, de cinco años, se quejaba de su terrible desdicha causada por el accidente sufrido por su vehículo, aunque fue de nuevo ignorada.
—No, Helena. No te pienso comprar otra bicicleta. Así tal vez te lo pensarás dos veces antes de intentar volver a jugar a esa estupidez de justas medievales con ella. Podrías haber resultado herida —negó decididamente Eliana mientras se adentraba en la casa siendo perseguida de cerca por su insistente hija.
—¡Pero mamá! Lo vi en la tele... ¡Y a Roan ya le han comprado otra!
—Me es indiferente lo que tenga el vecino. Mi respuesta sigue siendo no. Para que aprendas la lección, tus pagas irán a parar a la hucha del cerdito y, cuando tengas el suficiente dinero como para arreglar tu bicicleta, romperemos la hucha y la llevaremos a reparar —intentó razonar la mujer con su obtusa hija.
—¡Pues se la pienso robar a Roan! —anunció Helena, molesta con que la solución a su problema tardaría demasiado para su gusto.
—¡Pues pienso castigarte cuando lo hagas! — advirtió Eliana.
—¡Jo, mamáaa...! —gritó una vez más Helena, mientras se agarraba a la pierna de su madre suplicando por enésima vez ante la injusticia que se había cometido con ella.
Eliana simplemente siguió andando, en dirección al teléfono. Cuando descolgó el auricular, y tras marcar un conocido número al que ya había dedicado muchas quejas en los últimos días, simplemente gritó algunas más a través de él.
—¡Alan Taylor, vuelve ahora mismo a casa! Estoy cuidando de tu enrabietada hija, de Roan y del rico heredero de cuatro patas que me ha dejado mi hermano aquí, y te aviso de que en estos momentos no estoy de muy buen humor. ¡Si no quieres que me tome la venganza por mi mano, más vale que estés aquí antes de quince minutos o créeme cuando te digo que te acordarás de ésta!
Después de la llamada, Helena, esa revoltosa de rizos negros y ojos azules, salió al jardín, donde el niño molesto que siempre la perseguía tiraba de nuevo un palo a Henry; al contrario de lo que hacían los perros en todas las películas de animales que habían llegado a ver, ese chucho no perseguía palito alguno... Simplemente levantaba la cabeza un tanto molesto y les dirigía una mirada llena de reproche que parecía decir: «El palito lo coges tú». Luego volvía a su posición de tumbado perenne y no se movía del lugar lo más mínimo, a no ser que fuera para rascarse o lamerse alguna de las partes de su cuerpo durante unos segundos.
—Ese chucho no sirve para nada —se quejó Helena señalando al animal, que hizo caso omiso a sus protestas.
—Creí haber conseguido que se moviera un poco para ir a por uno de los palos, pero solamente cambió de postura para rascarse una oreja.
—¡Deberías avergonzarte de llamarte perro! ¡Se supone que tienes que jugar con los niños y entretenerlos! —lo aleccionó Helena, poniendo los brazos en jarras mientras lo reprendía.
El chucho únicamente bostezó ante la reprimenda de la airada niña y volvió a acomodar su cabeza sobre sus cortas patitas.
—Déjalo, es imposible que eso se mueva para otra cosa que no sea rascarse su trasero —señaló Helena, molesta con el inactivo animal cuando vio cómo su amigo tiraba nuevamente el palo hacia un lado.
—Bueno, creo que te será imposible conseguir una nueva bici. Si este chucho tuviera pedigrí, podríamos ganar dinero llevándolo a concursos... Eso es lo que hace mi tía Gilda con su caniche y siempre presume de tener muchos premios y cosas así.
—Bueno, he oído decir a mamá que es un rico heredero, ¿eso es lo mismo que tener pedi... de eso que dices? —preguntó Helena, ilusionada con la posibilidad de conseguir al fin su bici nueva.
—¡Ni por asomo! —negó Roan—. Eso solamente significa que su familia tiene mucho dinero. Pero dudo de que a nosotros nos den algo sólo con pedírselo.
—¡Tengo una idea! —exclamó Helena mostrando una de sus maliciosas sonrisas que siempre los metían en algún problema—. Necesitaremos una revista, una hoja de papel, pegamento, un buen escondite y lo más difícil de todo: ¡conseguir que este chucho se mueva de ahí!
—Ah, por eso no hay problema. Mira —dijo Roan mientras le enseñaba su bocadillo a ese inactivo animal desde una larga distancia. El perro se levantó muy lentamente y caminó con parsimonia hasta llegar donde estaba su apetecible premio, el cual reclamó con uno de sus ladridos.
—¡Perfecto! —dijo Helena, mientras intentaba imitar la risa de los personajes malvados de las películas de acción que tanto le gustaban a su tío Jose.
—Creo que, antes de hacer cualquier cosa, deberías hablar con un adulto —recomendó Roan, haciendo uso de la sabiduría que le proporcionaban sus siete años, tratando de no ser castigado otra vez por las locuras de su amiga.
Tras unos minutos de una inquietante conversación telefónica con un adulto, Helena salió alegremente de la casa anunciando las novedades.
—¡Ya está! ¡Tío Jose dice que nos ayudará!
—¿Y se puede saber qué vamos a hacer? — preguntó el crío, confuso con tanto misterio.
—Vamos a secuestrar a un heredero: ¡a ese heredero! —anunció, señalando al vago animal que por primera vez levantó la cabeza un tanto ofendido y comenzó a gimotear por su lamentable destino.
—Creo que deberíamos comentar tus planes con un adulto algo más responsable... —musitó Roan, tratando de hacer entrar en razón a su alocada vecina mientras masajeaba su frente, preocupado por el futuro castigo del que sin duda no podría librase.
—¿Por qué? Mi papá me ha dicho que también nos ayudaría...
—Tus adultos no son de fiar... —sentenció el vecino, percatándose de que, en ocasiones, l mayores cometían las mismas irreflexivas acciones que los niños, pero sin recibir reprimenda alguna por ello.
—¿Me vas a ayudar o no? —preguntó Helena finalmente, enfadada, colocando sus brazos en jarras, como siempre hacía cuando reprendía a alguien.
Y Roan Miller, un niño que comenzaba a manifestar todos los síntomas de un loco enamorado, respondió de la única manera que éstos sabían hacer.
—Sí, como tú quieras... —dijo finalmente, dando comienzo a toda esa infantil travesura.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario