Ahora que se hallaba delante de la casa de Mirta Chaves, Pedro no sabía cómo adentrarse en esa pequeña mansión para pedirle un tiempo con su sobrina, ya que quería aclarar todas las dudas que los rondaban a ambos.
Con toda seguridad, tal y como le había comentado Eliana, lo mejor sería recordarle a esa anciana todo lo que había hecho por ese chucho y lo mucho que amaba a Paula para obtener su favor, así que tomó aliento para poder enfrentarse una vez más al beligerante temperamento de los Chaves y, en el momento en el que alzaba su mano para llamar a la puerta, ésta fue abierta por la mismísima Mirta Chaves, que lo acribillaba con una de sus ofendidas miradas declarándolo culpable de todos sus males.
—¡Gracias a usted han secuestrado a mi querido Henry! —lo acusó la anciana antes de que Pedro pudiera abrir la boca para efectuar petición alguna.
—¿Cómo que Henry ha sido secuestrado? Si hace un rato que lo he dejado con mi hermana — preguntó confuso, pensando quién podía ser el tarado que se atrevía a raptar un perro con tan pocos modales como Henry, además de un escaso pedigrí.
—¡Sí! ¡Han raptado a mi pobre niño! ¡Hace unos minutos llamó su hermana relatándome lo ocurrido! Me dijo que habían dejado una nota en su porche donde pedían un absurdo rescate por él. ¡Sólo tenía usted que hacer un trabajo muy simple: vigilar a Henry! ¡Y ha fallado! —le recriminó tía Mirta, haciéndolo sentir culpable.
—No se preocupe, ya me aseguraré yo de encontrar a Henry y traerlo de vuelta sano y salvo —sentenció Pedro, decidido a no fallarle una vez más a esa anciana.
—¡Ah, no! ¡Ni loca dejaré que usted se encargue solo de esto! —decidió la anciana. Y luego, sin más palabras, dirigió su rostro hacia el interior de la casa y gritó una orden a la espera de que fuera cumplida con la mayor prontitud—.
¡Paula Olivia Chaves, acompaña a este despistado hombre a recuperar mi perro y, si es verdad que lo han secuestrado, te doy permiso para que pagues lo que creas necesario por un Chaves!
—Tía, ¿les puedo pagar a los secuestradores para que se lo queden? —ironizó Paula antes de salir de la casa y toparse con Pedro, un hombre al que todavía no estaba preparada para ver y que hizo que su sonrisa se borrara muy pronto de su cara.
—¡No bromees con esas cosas, jovencita! ¡Ve y trae a Henry a casa lo más pronto posible! — ordenó tía Mirta, cerrando la puerta a sus espaldas y lavándose las manos de ese cuestionable asunto.
—Hola, princesa, ¿cómo estás? —preguntó Pedro, intentando entablar conversación con su suspicaz mujer.
—Todo lo bien que se puede estar después de que el hombre que aseguraba amarme me aleje de su vida.
—¡Joder, princesa! ¿Es que no vas a dejar que me explique?
—¡Ahora no hay tiempo! Tenemos que salvar a Henry... y, como el lugar del secuestro ha sido la casa de tu hermana, creo que deberíamos empezar por ahí.
—Perfecto. Vamos en mi moto, que es más rápida y fácil de manejar —propuso Pedro, lanzándole el casco a su compañera—. Pero, antes de que acabe el día, quiero tu promesa de que escucharás lo que tengo que decirte.
—¿Y por qué debería hacer eso, Pedro? — preguntó escéptica, mirando recelosa la gigantesca moto.
—Porque, si la situación es la que yo pienso, sin duda alguna voy a ser el primero en encontrar a ese chucho y en darles una severa lección a sus secuestradores.
—¿Crees que Henry está a salvo? Ya sabes que está herido... ¿Y si, los que se lo han llevado, son conocidos del esposo de Lorena y quieren vengarse o...? —divagó Paula, poniéndose en lo peor.
—No te preocupes, princesa, lo encontraremos —prometió Pedro mientras la hacía abrazarse fuertemente a él para llegar en tiempo récord al lugar en el que Henry había desaparecido.
Una vez en casa de los padres de Pedro, tras estacionar la moto de forma descuidada y hablar con su hermana, éste cogió entre sus manos la nota de los secuestradores... una nota bastante delatora, como pudo percibir Pedro. Ya sólo quedaba esperar a recibir la llamada de los secuestradores, que sin duda les revelaría el lugar donde estaban esos dos pilluelos que habían osado hacer tal gamberrada.
—¿En serio? ¡No me puedo creer que mi tía no me revelara el contenido de esta nota y que me haya pasado preocupada todo el viaje hasta este lugar pensando en todas las atrocidades que le podrían haber ocurrido a Henry! —se quejó Paula, irritada—. ¡Y tú también podrías haberme dicho algo!
—Te dije que te tranquilizaras, princesa. Además, todavía no estaba seguro de que fuesen ellos. Después de leer esto, no me cabe ninguna duda de que la pequeña y taimada de mi sobrina está jugando esta vez a los secuestros.
El mensaje que Eliana les había entregado un tanto molesta mientras maldecía a su esposo y recitaba los castigos que le haría padecer a su salvaje hija, quien por lo visto había resultado más parecida a su impetuoso marido que a ella, decía lo siguiente:
Tenemos a su chucho. Si lo quiere volver a
ver sano y salvo, pagará la recompensa de
dos bicis nuevas y cien dólares en billetes
pequeños, además de dos bolsas gigantes de
golosinas. Contactaremos con usted para
decirle dónde será llevado a cabo el
intercambio.
Toda la nota había sido hábilmente elaborada con recortes de palabras de distintas revistas con los que habían hecho un maravilloso y amenazante collage.
—Si conozco a mi sobrina, en breve recibiremos su llamada y seguro que delatará dónde se encuentra su escondite. Además, bregar un rato con ese pretencioso animal no les vendrá nada mal como principio de su castigo —anunció relajado y sonriente Pedro mientras disfrutaba de un
refresco en la cocina de sus padres—. ¿Y bien, princesa? ¿Estás decidida a escucharme o tendré que empezar a chantajearte y sobornarte para que acabes accediendo a ello?
—¿Y cómo piensas chantajearme? —preguntó Paula, algo desconfiada por su infantil comportamiento.
—Me negaré a revelarte dónde está Henry hasta que accedas a prestarme atención. En cuanto al soborno... no sé qué más darte, si ya tienes lo más importante de mi persona y aun así te niegas a escucharme.
—Yo no tengo nada tuyo, Pedro —replicó.
—Tienes mi corazón, Paula, ¿o es que acaso no te he dicho ya lo mucho que te amo? —recordó Pedro, intentando hacerse oír. Pero sus palabras fueron interrumpidas por la llamada esperada.
—¡Tenemos a su perro! ¡Si quiere volver a verlo vivo, debe dejar el dinero y las bicis en el árbol de su vecino; si no, le enviaremos una de las orejas de ese chucho por correo! —se oyó a través del teléfono una aniñada voz distorsionada con uno de esos infantiles juguetes de La guerra de las galaxias, que convertían la voz de quien hablase a través de él en la de Darth Vader.
De fondo resonaban las voces de una torpe pelea entre maleantes que les hizo saber a Pedro y Paula que, sin duda alguna, Henry estaba siendo tratado a cuerpo de rey.
—¡Dile que se queje para que crean que le hacemos daño! ¡Si no, no pagarán! —insinuó en un susurro la niña a su compinche.
—¡No quiere: está comiéndose mi bocadillo!
—¡Pues quítaselo!
Después de esa conversación de fondo, al fin pudieron escuchar los penosos quejidos de Henry.
Tras esto, la niña les dio una hora para efectuar el intercambio.
Cuando Pedro colgó el teléfono, no pudo evitar desternillarse ante la travesura de Helena, aunque no sería esto lo que le mostraría a su sobrina, ya que ella tenía que aprender la sabia lección de que, para conseguir lo que uno desea, nunca hay un camino fácil ni rápido.
—Quiero que, antes de que te vayas mañana, me escuches —pidió Pedro, decidido, cogiendo las delicadas manos de Paula entre las suyas—. Una vez tú me expresaste todas tus dudas. Creo que ahora me toca a mí hacerte oír las mías.
Cuando finalizó estas palabras, Pedro besó con cariño las dulces manos que se resistía a dejar marchar y le indicó el camino que debían seguir para salvar a Henry.
Pedro recordaba perfectamente dónde se hallaba el lugar que los niños habían utilizado como escondite. Como bien sabía Pedro, el perfecto niño de los vecinos, que ya no era tan perfecto desde que conoció a Helena, se negaba en redondo y bajo cualquier circunstancia a dejar salir su distorsionador de voz de La guerra de las galaxias de su base de operaciones, la cual estaba en su casa del árbol.
Así que Paula y él sólo tuvieron que cruzar al jardín de enfrente para hallar a los criminales.
Cuando llegaron, alzaron un poco la trampilla del suelo de la casa del árbol para observar sin ser vistos antes de irrumpir abruptamente en el lugar. Todas las preocupaciones sobre Henry y el maltrato que éste podría haber recibido fueron borradas de inmediato de la imaginativa mente de Paula: Henry se hallaba tumbado sobre unos blandos sacos de dormir junto con algún almohadón que acomodaba su gordo trasero, mientras los niños, sentados en el suelo, parecían haberse convertido en sus sirvientes. Uno de ellos le leía un cuento mientras el otro lo alimentaba con alguna que otra chuchería para perros.
—¿Se puede saber por qué tengo que leerle una vez más este libro del perrito Pipo a este chucho? —se quejó Helena, tras su quinto repaso a esa forzosa lectura.
—Porque, si paras, pasa esto —señaló el niño, indicando los quejumbrosos aullidos de Henry, que resonaron nuevamente por todo el lugar. Luego, el inteligente niño los silenció con otra vana golosina y siguió reprendiendo a su amiga—. ¡Si no quieres que nos delate, sigue leyendo ese horrible cuento! ¡Además, recuerda que la idea ha sido tuya!
—Tengo una idea —susurró Pedro a Paula mientras se alejaban del escondite tras ver que Henry se lo estaba pasando de maravilla adiestrando a esos dos críos y demostrándoles quién era el que mandaba allí.
Tras dejar una nota en el lugar indicado por los secuestradores, redactada y firmada por Paula, en la que ponía simplemente «Ahora es todo tuyo, disfrútalo», los niños no tardaron en volver a sus respectivos hogares un tanto molestos porque su elaborado plan no hubiera salido como ellos deseaban.
Henry volvió a aparecer en el jardín de los Alfonso. No obstante, antes de subir a uno de los caros coches de tía Mirta que lo llevaría nuevamente a su hogar, dirigió a Paula una mirada ofendida, que sin duda le recriminaba que no hubiera tenido la decencia de pagar recompensa alguna por su pellejo.
—¿Quién iba a pensar que te devolverían? — ironizó Paula, acompañando al enfadado saco de pulgas hasta su casa para que éste le relatara, gemido a gemido, la lamentable situación que había atravesado a la adorable tía Mirta y le echara a ella toda la culpa con cada uno de sus gruñidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario