sábado, 3 de marzo de 2018
CAPITULO 96
Paula, acurrucada entre los brazos del hombre al que verdaderamente amaba, después de haber gritado a los cuatro vientos sus sentimientos y ser recompensaba con la profundidad de los de su amante, se sentía pletórica de felicidad.
Era un persona nueva, y por nada del mundo pensaba separarse de esa felicidad que había invadido su vida, así que, mientras besaba el pecho de su enamorado, comenzó a planificar su nueva vida, que ya no estaría llena de lujos o glamour, pero que con toda seguridad nunca podría decir que sería aburrida en ese pueblo.
—Creo que dejaré que Manuel lleve el caso él solo, y que acompañe a Lorena a Boston, donde finalmente hemos conseguido que se lleve a cabo el juicio como terreno neutral —compartió Paula con Pedro.
—Tenemos que hablar —expresó muy serio Pedro, apartándola de su lado.
Paula se tensó ante esas palabras, que nunca habían traído nada bueno para ella. Se apartó de él a la espera de su traición mientras cubría su desnudez, avergonzada, sin poder creerse que, tras haber logrado acabar con todos los miedos que llenaban su mente de dudas sobre ese hombre, éstas volvieran para mostrarle que todas sus sospechas eran ciertas.
—Paula, tienes que ir a Boston a defender a Lorena. Tienes que marcharte de este pueblo y encontrar tu camino —declaró Pedro, cogiendo firmemente de los hombros a Paula y obligándola con ello a enfrentarse a su grave mirada—. Ésta es una gran oportunidad que no puedes dejar escapar.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Paula, confusa por las palabras que la apartaban del hombre que amaba.
—No puedo, aún tengo cosas pendientes aquí —contestó Pedro, apartando su rostro avergonzado al recordar que su orgullo y la deuda que todavía tenía con los Chaves eran lo único que lo retenía allí.
—¡Pero tú me amas! —señaló Paula, confundida, volviendo el rostro de Pedro hacia ella con una de sus delicadas manos.
—Sí, lo hago. Y lo haré siempre —confesó para luego besar la mano de la mujer que más hondo le había llegado en su alma. Luego simplemente la alejó de él, preparándose para la despedida que se cernía sin remedio sobre la vida de dos personas tan distintas como eran ellos.
—¡No te comprendo! ¡Me insistías una y mil veces en que me querías! Aun ahora dices que me amas, pero ¿quieres que me aleje de ti? ¡¿Quieres que nuestra relación se quede en esto?! —preguntó Paula furiosa, alejándose del lecho con la sábana enrollada cubriendo su desnudez mientras señalaba la revuelta cama donde minutos antes ambos habían proclamado la intensidad de sus sentimientos con el ardor de sus cuerpos.
—Sí... No... —trató de justificarse Pedro, frustrado, sin saber qué decir mientras se sentaba en la cama y se mesaba el cabello con nerviosismo, ya que él era el primero que era reticente a esta acción. Pero, debido a que la amaba, Pedro sabía que, si se quedaba con ella, sería un hombre muy egoísta, y eso no era lo que Paula se merecía.
—¡No te entiendo, Pedro! —gritó airadamente Paula mientras se vestía sin dejar de cubrirse con las sábanas que minutos antes los habían arropado—. ¿Para qué me hiciste confiar de nuevo en un hombre? ¿Por qué tenías tanto empeño en que volviera a enamorarme? ¿Para qué hiciste que sanara mi corazón si luego ibas a ser tú el que le asestara la peor puñalada de todas? ¡Vete! ¡Márchate! ¡Entre tú y yo ya no queda nada! ¡Bueno, sí: queda esto! —exclamó con furia, arrojándole a la cara la sábana que desde ese momento solamente le traería malos recuerdos, antes de salir de la habitación—. ¡Guárdala como trofeo de otra estúpida que ha caído ante tus embaucadoras palabras! ¡Mira por dónde, al final Manuel tenía razón y sois tal para cual! Suerte con la próxima idiota que pase por este cochambroso pueblo, porque ten presente una cosa, Pedro Alfonso: ¡cuando me vaya de aquí, no volveré nunca! Después de todo, me has hecho ver que, para mí, no hay nada en este lugar que sea digno de recordar —anunció Paula, dispuesta a devolver el daño que había recibido su herido corazón mientras miraba con desprecio al culpable de ese dolor.
—¡Paula, déjame que te explique! ¡Paula...! —gritó Pedro mientras se vestía rápidamente para ir tras ella.
Pero, cuando la puerta se abrió, lo único que halló frente a él fue a ese chucho que siempre lo reprendía con la mirada y que esta vez le advertía con sus fieros gruñidos que él era el culpable de todo, y, por mucho que lo intentara, Pedro no pudo negar ninguno de sus reproches, porque todos eran ciertos.
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