sábado, 3 de marzo de 2018
CAPITULO 98
—¡Suéltame Víctor! ¡Ya conozco la salida! Después de todo, en esta casa ya me la han mostrado en más de una ocasión... —declaró furioso Pedro, desasiéndose del fuerte agarre de ese hombre, que sólo estaba haciendo su trabajo, pero que indudablemente cada vez le caía peor.
—¡Si no hubieras molestado a Paula, no tendría que sacarte a rastras! Además, después de ver su lloroso rostro, me arrepiento de haberte ayudado. ¿No podías comportarte bien por una vez en...?
—¡Espera un momento! —interrumpió Pedro, parándose en seco un tanto inquieto por los gruñidos que acababa de oír provenientes de la planta superior.
—Eso no es nada raro: son las quejas de Henry hacia Paula. En ocasiones duran toda la noche, es algo a lo que ya estamos acostumbrados...
—¡No! ¡Ésos no son gruñidos de queja, sino de advertencia! ¡Los perros sólo los emiten cuando están en guardia porque algún intruso se acerca a su territorio o a alguien que consideran suyo! — exclamó Pedro, adentrándose de nuevo en la casa y dirigiéndose con celeridad hacia la escalera.
—¡Espera un momento! ¡No te creas ni por un segundo que me vas a engañar con esos cuentos de viejas: tú sólo quieres volver a ver a Paula, y ella ya te ha rechazado! ¡No me obligues a sacarte a rastras, amigo, porque no tengas dudas de que, por los Chaves, lo haré! —advirtió Víctor, agarrando con fuerza el brazo de Pedro, dispuesto a detener su caminar.
—¡Perfecto! ¡Sácame a rastras si quieres! ¡Te dejo incluso que me lleves a patadas hacia la puerta, pero sólo después de que me haya asegurado de que Paula no está en peligro!
Porque si ese chucho cobarde, que no se mueve ni para cambiar de postura, está defendiendo a alguien, sin duda es a la persona que más quiere ¡y ésa no es otra que Paula! —dijo Pedro, decidido a averiguar qué estaba ocurriendo y desafiando a Víctor con la mirada a que intentara detenerlo. Víctor alzó los brazos, exasperado, y, dispuesto a mostrarle que esos ruidos eran nada más que otra falsa alarma, lo acompañó hacia la habitación de Paula.
En cuanto giraron en el pasillo de la planta superior, vieron ante ellos cómo un fornido hombre apresaba la garganta de Paula hasta casi asfixiarla, mientras el inmutable perro que nunca se movía por nada mordía ferozmente la pierna del sujeto, haciendo que la sujeción de sus manos sobre el delicado cuello de la mujer se aflojara cada vez más, dándole la oportunidad a Paula de llenar sus pulmones del aire que en esos instantes tanto necesitaba.
En el forcejeo, los caros adornos de hermosos jarrones habían sido destrozados, ya que ese energúmeno intentaba librarse del mordisco del insistente Henry golpeándolo contra todo lo que hallaba en su camino.
Antes de que Pedro y Víctor pudieran abalanzarse sobre el intruso, éste los vio y, dando una última y fuerte patada, finalmente se deshizo de Henry, arrojándolo con violencia contra una de las paredes del sinuoso pasillo, tras lo que el aguerrido defensor no se movió.
Tras comprobar que Henry aún respiraba, los dos hombres avanzaron furiosos, dispuestos a enfrentarse a ese agresor hasta que el intruso interpuso cobardemente el cuerpo de Paula como escudo mientras se burlaba de ellos al tener el fino y delicado cuello de la joven entre sus manos, haciendo que la mirada suplicante de su víctima observara a sus amigos enseñándoles su dolor sin que éstos pudieran hacer nada por miedo a perderla.
—¡Si dais un paso más, le rompo el cuello! Después de todo, los cuellos de las mujeres son tan delicados que con un simple chasquido se acaba todo...
—No querrás convertirte en un asesino, además de ser un maltratador... —intentó razonar Pedro, mientras se acercaba poco a poco a ese tipo.
—¡No soy ningún maltratador! ¡Sólo enseñaba buenos modales a mi esposa, y, como es mía, puedo hacer lo que me dé la gana con ella! En cuanto a ésta... ¡a ésta habría que enseñarle a no meterse donde no la llaman! ¡Por su culpa mi esposa se ha marchado y ahora dice que quiere el divorcio!
—Bueno, si me das a mi mujer ya la aleccionaré yo, y tú podrás quedarte con la tuya — mintió descaradamente Pedro, intentando conseguir que ese energúmeno soltara a Paula.
—¡Ja! ¿Te crees que soy idiota? En cuanto suelte a esta puta, tú mismo llamarás a la policía. ¡Pues te diré algo! Si voy a la cárcel, me gustaría tener algún motivo para estar allí, así que, si no me traes a Lorena, voy a romperle el cuello a ésta. Así, por lo menos, me encerrarán con una sonrisa de satisfacción...
Pedro mantenía los ojos fijos en el asustado rostro de Paula, sin apartarlos un solo momento de ella. Mientras tanto, Víctor, a su espalda, con un gesto afirmativo y una mirada firme hacia el lugar donde se encontraba ese maníaco, exclamó:
—¡Hazlo ahora!
—¿Acaso crees que estoy bromeando? —gritó airadamente el estúpido hombre, sin darse cuenta de que las palabras de Víctor no iban dirigidas a él, y que a sus espaldas alguien levantaba un pesado objeto con el que golpear su cabeza.
El intruso se desplomó sobre el suelo, soltando a Paula.
Ésta cayó de rodillas, directa a los brazos de Pedro, que se negaba a soltarla.
Víctor avanzó decidido hacia la temerosa persona que finalmente había tenido el valor de enfrentarse a lo que más la asustaba: de las manos temblorosas de Lorena, Víctor recogió el busto con el que había golpeado a su marido y, mientras calmaba a la aterrada mujer, todavía espantada por la violencia de la que había sido testigo, no pudo evitar felicitarla.
—Muy buena elección, aunque algo irónica — comentó Víctor mientras repasaba mentalmente, entre las múltiples lecciones de historia sobre los derechos de la mujer que siempre le ofrecía gratuitamente la tía Mirta, quién era el personaje del busto, una viejecita con gafas y un austero moño que los reprendía con su mirada—. Si no me equivoco, has golpeado a tu marido con el busto de Susan Brownell Anthony, que fue una pionera en la lucha por los derechos de la mujer en Estados Unidos en el siglo XIX. Creo que, a pesar de su estricta mirada, estaría de acuerdo con lo que finalmente has tenido el valor de hacer, Lorena —señaló Víctor, dejando el busto en su lugar sin evitar sentirse complacido cuando finalmente al rostro de Lorena asomó una tímida sonrisa, mostrando que, pese a todo lo que había sufrido, esa joven nunca se daría por vencida.
Mientras Víctor llamaba a la policía sin perder de vista a Lorena, Pedro acogía a Paula entre sus brazos intentando tranquilizar sus alterados nervios que no le permitían que dejara de temblar ante lo cerca que había estado de la muerte.
Los llorosos ojos de Paula buscaron con desesperación al molesto personaje que siempre la perseguía para aburrirla con sus quejas. Se extrañó al no oír sus ladridos o sus gemidos, que siempre la acompañaban cuando ella lloraba. En el momento en el que volvió su vista hacia el largo pasillo, lo halló tumbado e inconsciente en el suelo.
Soltándose de los brazos de Pedro, Paula corrió hacia Henry y, tras mover un poco su cuerpo y ver que respiraba, no comprendió por qué no recuperaba la conciencia hasta que observó que sus manos estaban manchadas de sangre. Por primera vez en su vida, Paula no se desmayó a la vista de ésta, y suplicó ayuda al único hombre en el que confiaba para salvar a Henry.
—¡Pedro! —gritó desesperada, mostrándole sus manos ensangrentadas.
—¡Mierda! —exclamó Pedro al percatarse de que Henry había recibido una profunda herida en un costado al golpearse contra los restos de cristal de algunos de los adornos que quedaron esparcidos por el suelo durante el forcejeo.
Pedro se quitó rápidamente su camisa para taponar la herida e intentar detener la hemorragia y, cogiendo entre sus brazos a Henry, lo llevó con cuidado hacia la salida. Estaba dispuesto a llegar a la clínica en tiempo récord si hacía falta, con tal de salvar a ese chucho que, aunque a veces lo irritaba profundamente, en esta ocasión se había comportado como un héroe. Sin su aviso y su intervención, quién sabía lo que hubiera pasado con su querida Paula.
Pedro tomó prestado uno de los caros vehículos de tía Mirta y ya se disponía a arrancar cuando Paula se introdujo en él, acomodándose junto a Henry en los asientos traseros.
—¡Sálvalo, por favor! —rogó desesperada, sin dejar de presionar la profunda herida con la camisa de Pedro.
—¡No te desmayes! —advirtió severamente Pedro, dispuesto a hacer todo lo que pudiera para auxiliar a ese magnífico animal al que tanto quería Paula.
—¡No lo haré, él me necesita! —anunció con valentía, mirándolo con decisión a través del retrovisor.
Pedro pisó el acelerador y corrió como un loco hacia su clínica. Los segundos eran importantes en cualquier intervención, ya que no sabía lo que encontraría cuando limpiara la herida y consiguiera parar la hemorragia: podía tratarse solamente de una escandalosa herida superficial, o podía deberse a algún grave problema interno.
Pedro sólo sabía que, fuera como fuese, tenía que salvar a ese animal que significaba tanto para los Chaves, y en especial para su dulce Paula, quien, como una niña desconsolada, lloraba en silencio sin dejar en ningún momento de susurrarle a Henry decenas de sobornos para convencerlo de que permaneciera junto a ella.
—¡Maldito chucho! —susurró Pedro, limpiándose las molestas lágrimas que brotaban de sus ojos... Todas por culpa de ese estúpido animal al que finalmente se había acostumbrado.
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Excelentes los 3 caps. Qué bueno que volviste!!!!
ResponderEliminarExcelentes y super intensos, que bueno que volviste
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