miércoles, 17 de enero de 2018

CAPITULO 47





Pedro sonrió feliz tras haber obtenido la libertad después de varias horas de encierro en las que sus lamentables amigos se habían dedicado a entonar desafinadas baladas románticas dedicadas a sus oídos. Pese a que él les había asegurado una y otra vez que no estaba enamorado de Paula, ellos habían insistido con sus desconcertantes berridos que eso era amor.


Cuando su salvadora consiguió en apenas unos instantes que ellos salieran de su celda sin cargo alguno, Pedro pensó seriamente en ponerse de rodillas para suplicar su perdón, pero, tras echar una mirada a su frío rostro y a su maliciosa sonrisa, supo que no tendría que hacer ese sacrificio, ya que ella no se olvidaría de hacerle pagar cada una de sus ofensas.


—¡Vaya! Veo que esta noche se ha divertido de lo lindo, señor Alfonso —reprendió sarcásticamente Paula cruzando los brazos sobre su pecho. Pedro se percató de que era el
mismo gesto que hacía su madre a la hora de regañarlo por algo.


—Paula, lo último que necesito en estos momentos es una de tus reprimendas —se quejó, intentando evitar lo que justamente merecía.


—¡Ah, no te preocupes! Yo no soy nadie para reclamarte nada —repuso fríamente con mirada inquisitiva—. Y, puesto que ningún hombre querrá estar junto a mí si no es por mi dinero, y dado que yo, muy lamentablemente, me he olvidado mi billetero en casa, he traído conmigo a varias personas bajo cuyo cargo quedaréis vosotros tres... 


—¡No me jodas! ¿A quién has traído? — interrumpió Alan, bastante preocupado por la identidad de los acompañantes de Paula.


—¡Oh! ¡No pienso estropearos la sorpresa! — comentó pérfidamente mientras tomaba asiento frente a Leon, que le tendía una taza de café sin perderse detalle de la justa lección a la que Paula estaba sometiendo a sus defendidos—. Creo que, en estos momentos, están aparcando la furgoneta ahí fuera. Pero, si queréis un adelanto sobre quiénes han decidido acompañarme al darles la noticia de vuestro arresto, no me haré de rogar —anunció falsamente Paula, mientras admiraba su hermosa manicura francesa con sus bonitos dibujos de notas musicales, algo que había aprendido de Nina y que en esos instante la distraía de ver la cara de esos idiotas que suplicaban clemencia aunque no la merecieran en absoluto.
»Bueno, tras recibir la noticia de que Pedro había sido detenido, sospeché que no estaba solo, ya que mencionó a unos amigos. Por lo que tuve que indagar quiénes podían ser éstos, así que llamé a casa de los Alfonso. Y, ante mi sorpresa, Sara Alfonso se ofreció a acompañarme para cargar con uno de sus hijos.


—¡No jodas! ¿Has llamado a mi madre? ¡Joder, a mi madre! ¡Eso no se hace! —se quejó Pedro, un tanto afligido por la regañina que le esperaba y de la que sin duda no podría librarse.


—¡Ah, pero no te preocupes! —lo tranquilizó Paula tras hacer una pausa para degustar su café —. Ella viene a por Jose... —continuó la maléfica abogada señalando al niño bueno de Whiterlande, que en esa ocasión no se había comportado como tal.


—¡Mierda, Paula! —se quejó el aludido, recibiendo una mirada de reproche que puso silencio a sus lamentos.


—Inevitablemente, Sara llamó a su hija Eliana para contarle la noticia, con lo que supimos que Alan también estaba con vosotros pasando una gran «noche de chicos» —ironizó Paula.


—Estoy muerto, estoy muerto... ¡Joder, estoy muerto! —exclamó confusamente el segundo acusado mientras buscaba un lugar lo bastante grande como para esconderse.


—Aún no... pero, cuando ella llegue, no sé qué ocurrirá: Eliana estaba realmente furiosa — confesó Paula, haciendo que Alan quisiera volver a su celda.


—Bien, preciosa, entonces, ¿quién viene a por mí? —Pedro sonrió, satisfecho, sabiendo que no quedaba nadie para recogerlo que no fuera su padre, quien sin duda alguna lo comprendería.


—¡Oh! Pues verás: como tenía que salir del pueblo, algo que no me estaba permitido por sentencia judicial, y dado que la persona responsable de mí no se hallaba conmigo, tuve que llamar a...


—¡No me jodas, Paula! ¡No me digas que has traído contigo al viejo gruñón!


—No... —negó Paula, haciendo una pausa con la que Pedro se confió.


—Menos mal —suspiró aliviado el tercer acusado, sin duda alguna el peor de los tres.


—He traído conmigo al honorable juez Walter, quien está un poco descontento ya que estaba a punto de salir de pesca para aprovechar las primeras horas de sol —anunció firmemente Paula, poniendo fin a su breve respiro.


—¡Joder! ¡Vuélvanme a meter en la celda pero ya! —exigió Pedro, intentando huir del genio de ese viejo gruñón antes de que éste lo encontrara.


—Lo siento, creo que ya es demasiado tarde para eso —señaló impasiblemente Paula mientras Sara Alfonso, su hija Eliana y un enfurruñado anciano que vestía acorde con sus aparejos de pesca se adentraban en el lugar.


Una enfurecida y hermosa mujer rubia de ojos azules y con un embarazo bastante notable entró abriéndose paso entre todo bicho viviente hasta dar con su marido. Tras fulminarlo con la mirada, simplemente exclamó:
—¡Salvaje Taylor, a casa!


—Eliana, déjame explicarte —suplicaba una y otra vez el señalado, sin conseguir que ninguna de sus excusas fueran escuchadas.


—Jose Alfonso, estoy muy decepcionada contigo... —anunció gravemente defraudada Sara Alfonso a su adorado hijo mayor—. En cuanto a ti... —indicó señalando con un dedo acusador a su hijo más rebelde. Luego simplemente negó con la cabeza—. Walter ya se encargará de reprenderte adecuadamente. Yo desisto —declaró frente a
todos, abandonando la comisaría tras dar un severo capón a su hijo mayor y arrastrarlo junto a ella.


—¡Tú! —exclamó muy irritado el juez Walter dirigiéndose a Pedro. A continuación le agarró con brusquedad de una oreja y lo arrastró con él hacia la salida sin soltar en ningún momento a su presa del brusco agarre, a pesar de que éste se revolviera y gimoteara. Por algo él era un experto a la hora de pescar escurridizas piezas como aquélla.


Cuando la comisaría quedó plácidamente tranquila, Paula terminó con serenidad su café, disfrutando de su momento de gloria.


—Creo que les hubiera ido mejor si no hubieran hecho esa llamada —comentó Leon Griffin.


—Sin duda alguna —confirmó Paula despreocupadamente, tras lo que se alzó de su asiento después de dejar su café—. Y espérese usted a que les llegue mi factura...


—En todos los años que llevo de servicio, nunca he visto a una abogada comportarse como usted; me gustan sus métodos. ¿Puede decirme dónde los aprendió? —preguntó sonriente el agente, esperando conseguir con su encanto un poco más de tiempo en compañía de esa sorprendente mujer.


—De mi amorosa tía Mirta, también abogada, que opina que el tiempo de los Chaves no es algo que deba desperdiciarse.


—Me gustaría conocer a su tía —comentó alegremente el ingenuo hombre.


—Créame: no le gustaría conocerla en absoluto —finalizó Paula, descartando de este modo los intentos de seducción de ese sujeto.


Mientras Paula se dirigía hacia la salida, sus ojos se toparon con una escena que había tenido la desgracia de ver en más de una ocasión cuando sus servicios eran reclamados por alguna que otra asociación de mujeres a las que su ilustre apellido apoyaba.


—¡Si te vuelves a marchar, te denunciaré! — gritaba airadamente un brusco hombre a su afligida y maltratada esposa mientras la zarandeaba delante de todos sin que ninguno de los presentes hiciera nada para detener ese agravio.


—Y la denuncia, sin duda, será por agresión, ya que, como puedo ver, el ojo de ella ha debido golpear bruscamente su puño... —ironizó Paula con furia, interrumpiendo la acción de ese descerebrado.


La asustada y delicada joven de rubios y desordenados cabellos la miró aterrorizada con sus temerosos ojos verdes, temiendo que su intervención sólo empeorase más la situación en la que se hallaba.


—¿Quién narices es usted para meterse en mis asuntos? —chilló el energúmeno, cada vez más enfadado porque sus gritos no amilanaran a esa entrometida mujer.


—Una cara y exclusiva abogada que sólo pasaba por aquí.


—¡Pues vuélvase por donde ha venido y déjenos en paz! Ésta nunca podría pagar sus servicios... —se burló el tipejo, denigrando a su esposa con una de sus irónicas sonrisas.


—En ocasiones trabajo gratis, y créame si le digo que los Chaves tenemos muchos recursos — afirmó Paula, ignorando al hombre y dirigiéndose únicamente a la nerviosa mujer.


—Yo... yo no la necesito. Esto se debió a un accidente... Me resbalé y me golpeé con la puerta del baño... —contestó nerviosa la joven sin dejar de esquivar su mirada.


—Entonces, me marcho. Siento la interrupción —se disculpó Paula, alejándose de un espectáculo que estaba harta de ver, pero en el que no podía intervenir si la clienta no lo deseaba.


Aunque, en ocasiones, tan sólo necesitaban un empujoncito.


Antes de marcharse, Paula tropezó con uno de sus altos tacones y, ante las crueles risas de ese agresivo hombre, sólo recibió la ayuda de la temblorosa mano de esa chica, que se apoyó en la suya levemente. Ella miró a Paula sorprendida cuando notó el tacto de una tarjeta en su mano, que rápidamente escondió de los ojos de su marido, ante un guiño de complicidad de la abogada.


—Los hombres que se comportan como niños son inofensivos —susurró Paula—. Los peligrosos son los que actúan como animales — finalizó la letrada, dirigiéndole una firme mirada que esta vez la joven no pudo esquivar.


Después Paula la soltó, agradeciéndole su ayuda, y, desoyendo las burlas del inepto del marido, siguió su camino. Un poco antes de salir por la puerta, comprendió la gravedad de la situación de esa mujer al escuchar cuán alegremente hablaba ese violento sujeto con el jefe de policía, llamándolo hermano, y repentinamente comprendió el temor, el nerviosismo y el miedo de la mujer: si ella decidía al fin pedir su ayuda, definitivamente se metería en medio de un grave problema.


Pero, bueno, eso no era nada que no pudiera sobrellevar una Chaves. Para algo era la digna sobrina de una abogada que era conocida por su belicosa forma de defender los derechos de la mujer, aunque ahora mismo solamente defendiese los de un baboso animal, pensaba Paula mientras observaba una vez más los numerosos mensajes del buzón de voz que le había dejado un quejumbroso Henry, que se lamentaba de su ausencia. 


Finalmente, Paula atendió con resignación a la nueva llamada que recibía en ese momento para calmar al que, al parecer, era su único y sincero enamorado.



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