miércoles, 17 de enero de 2018
CAPITULO 50
¡Ese hombre me volvía loca!
Desde el día en que volví a ceder a sus encantos y acabé acostándome nuevamente con él, no dejaba de intentar comportarse como un perfecto caballero sin saber que cada uno de sus actos me alejaba más de él en vez de acercarme, ya que me recordaba al traicionero individuo que una vez lo significó todo para mí: su amable sonrisa, sus elaboradas flores, sus dulces bombones...
Recibía sus detalles con indiferencia, rogando porque volviera a ser ese rudo hombre que me gritaba cuando le desagradaba algo de mi persona o el divertido loco que perseguía a Henry para pelearse por un absurdo desayuno. A pesar de que no estaba preparada para escuchar sus confesiones de amor, tampoco lo estaba para verlo convertirse en uno más de los «idóneos caballeros» que me perseguían únicamente para ver de cerca el color de los billetes de mi fortuna. Aunque, tras la conversación con mi tía y ver lo despreocupado que era con las facturas de sus clientes, supe que Pedro era uno de esos raros especímenes a los que no les importaba demasiado mi patrimonio.
Para mi desgracia, el dinero seguía siendo un obstáculo entre nosotros. No tanto por la posible avaricia de él, pues parecía carecer de ella, sino por su estúpido orgullo, que le impedía aceptar mi ayuda cuando tanto la necesitaba.
Todavía estaba un tanto molesta con él por sentirse como si lo hubiera comprado, cuando ése nunca fue mi propósito. Yo solamente pretendía ayudarlo y demostrarle cuánto había significado para mí esa noche que pasamos juntos, aunque tal vez la mejor forma para ello no era hacer uso de mi billetero... pero era la única que había aprendido de mi amorosa tía.
Yo siempre intentaba ayudar a personas que lo necesitaban cuando se cruzaban en mi camino, ya fuera una nueva ala para un hospital, un trabajo nuevo para una agobiada madre soltera o una casa para una vieja anciana que había sido desahuciada.
Mi tía nunca me reprochaba mi ligera mano a la hora de hacer uso de su dinero.
Hasta ahora.
Sus constantes llamadas recriminándome el haber gastado uno solo de sus dólares en ese hombre al que tanto odiaba solamente porque no había podido manejarlo a su antojo me sacaban de quicio. Yo solita llegué a la conclusión de que Pedro había recibido, con anterioridad a mi llegada a ese molesto pueblo, una de esas impertinentes llamadas con las que mi tía intentaba buscarme con desesperación un marido ofreciendo a cada uno de los incautos que cogían el teléfono una desorbitada cantidad de dinero.
Conociendo a Pedro, seguro que se lo habría tomado como una broma mientras se reía de la absurda situación. Sonreí ante la idea de lo que ese despreocupado hombre podría haberle contestado hasta que vi nuevamente una llamada perdida de mi tenaz tía.
Desde hacía unos días trataba de esquivar todas sus llamadas sin lograr del todo librarme de ella, porque, a pesar de que tía Mirta me hubiera enviado a ese pueblo perdido para seguir uno de sus absurdos planes, últimamente no hacía otra cosa que intentar que regresara con Henry bajo sus protectores cuidados. Pero eso me era imposible, debido a mi absurda condena.
Y, aunque nada me retendría en ese lugar cuando terminara mi castigo, sin duda había alguien al que nunca podría olvidar.
Ante el quinto tono de ese insistente aparato de última generación, atendí la llamada de mi testaruda tía, a quien yo le había asignado como tono de llamada la banda sonora de esa afamada película de terror, Tiburón. Cada vez que esa inquietante melodía sonaba, ya sabía que mi tía y sus descabelladas ideas estaban más cerca de mí.
Suspiré, resignada a escuchar una vez más por qué debía abandonar ese pueblo lo más rápido posible y la interminable lista de defectos que ella le atribuía a Pedro Alfonso tras haber hablado con él sólo unos escasos minutos.
Para desgracia de Pedro, mi tía sabía calar muy bien a los hombres y yo estaba de acuerdo con ella en casi todos los puntos de esa interminable lista.
Pero si había descubierto una cosa de mí misma estando en ese excéntrico pueblo era que definitivamente me gustaban los hombres imperfectos, o por lo menos ese insidioso cotilla que en esos instantes en los que no tenía nada mejor que hacer daba vueltas a mi alrededor intentando escuchar algo de mi conversación privada, la cual me podía permitir ante su reprobadora mirada porque era mi hora de descanso.
—¿Sí, tía Mirta? ¿Para qué llamas ahora? ¿Es un nuevo falso ataque al corazón? ¿La casa vuelve a estar en llamas? ¿O, una vez más, María ha enfermado de algún virus incurable?
—Me molesté mucho cuando llamaste a los loqueros en vez de a una ambulancia cuando te relaté mis preocupantes síntomas —dijo la anciana —. Tuve que azuzarles a los perros para que finalmente comprendieran que no estaba desequilibrada.
—¿Y te creyeron? —pregunté escéptica, conociendo las maldades de las que mi adorable tía era capaz.
—No, pero tampoco les dio tiempo de pararse a pensar. ¿Se puede saber por qué no viniste a verme en vez de mandar a esos necios a mi casa, Paula Olivia? —me recriminó severamente mi tía, negándose a admitir que otra más de sus estratagemas no había servido de nada conmigo.
—Tía, te conozco muy bien y sé perfectamente cuándo finges para conseguir algo. Te he dicho una y mil veces que no puedo irme de este pueblo hasta terminar con mi castigo; si no, puedo ser reprendida severamente por el juez y éste podría aumentar el tiempo de mis servicios a la comunidad en Whiterlande.
—¡Dirás tus servicios a ese indeseable! ¡Escúchame bien, Paula Olivia, no debes permitir que ese tipejo se acerque lo más mínimo a ti! Seguro que es uno de esos hombres encantadores que, como todos, te camelarán con sus dulces palabras y sus insípidos regalos como bombones, flores y esas simplezas que se pueden comprar en cualquier supermercado.
—¿Tú crees? —repliqué irónica y, ante la molesta mirada de Pedro, que no apartaba sus oídos de mi conversación, me comí uno de esos insulsos bombones.
—Sí, se ve que ese tipo no tiene originalidad. Aunque en un momento me pareciera apto para ti, ahora puedo ver lo simple que es. Seguro que intenta copiar a esos elegantes caballeros a los que estás acostumbrada, acercándose solamente a ser una copia barata de ellos, así que ten mucho cuidado y por nada del mundo te acuestes con él —me recomendó mi tía, bastante insistente.
—Sí, tía, lo que tú digas... —repetí resignada como siempre hacía cuando quería evitar uno de sus nuevos sermones.
—¡Paula Olivia! ¿No te habrás acostado ya con ese inadecuado hombre, verdad? —preguntó tía Mirta, procurando sonsacarme la verdad, ya que yo era tan mala como ella a la hora de mentir a mis seres queridos, así que simplemente hice como siempre y esquivé su pregunta con mi habitual pericia.
—Tía... ¡Lo siento...! ¡Interferencias...! ¡No... escucharte...! —simulé mientras arrugaba un folio contra el auricular.
—¡Paula, ese truco te lo enseñé yo! —gritó airada mi tía, a la que no se le escapaba una.
—¡Mierda! —susurré al haber sido pillada, algo que el fino oído de mi tía percibió.
—Paula, ¡quiero que te alejes de ese molesto hombre ya! ¡No estoy dispuesta a verte pasar por otra relación en la que tú eres la única que sufre, así que, si tú no eres capaz de hacerlo, lo haré yo! Quedas advertida... —finalizó un tanto molesta mi querida tía Mirta, mientras yo me preguntaba qué nueva locura había puesto en marcha para conseguir salirse con la suya.
—Tía Mirta, ¿qué has hecho? —pregunté, desesperada por saber la respuesta, a lo que sólo me contestó el pitido del teléfono. Sin duda eso era su justa venganza por no haber hecho caso antes a sus insistentes llamadas.
Golpeé mi cabeza contra el mostrador y, ante la asombrada mirada de Pedro, lo señalé acusadoramente con el dedo y lo condené desahogando toda mi frustración sobre él.
—¡Todo esto es por tu culpa, Pedro Alfonso! ¿Por qué tuviste que responder a esa maldita llamada? —Tras decir esto, me levanté y me fui de la clínica. Necesitaba respirar algo de aire y despejar mi mente ante lo que se me avecinaba.
Tal vez alejándome del culpable de todos mis problemas y de la excéntrica de mi tía lo consiguiera. Antes de irme, mi móvil comenzó de nuevo a sonar, y esta vez reconocí el número, pues ya estaba más que harta de sus repetitivas quejas, así que, como estaba hasta las narices, simplemente le arrojé mi teléfono a un hombre que sin duda alguna comprendería todos sus lamentos.
—¡Cógelo! ¡Es para ti! —le grité a Pedro mientras le lanzaba el móvil.
Pedro lo cogió al vuelo tras una parábola perfecta y, algo asombrado, contestó al teléfono.
Mientras yo abandonaba el lugar, pude oír como él y Henry se gruñían mutuamente su resentimiento.
En ese momento simplemente sonreí al ver cómo Pedro se convertía de nuevo en mi querido hombre imperfecto, al que tanto adoraba.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario