miércoles, 17 de enero de 2018
CAPITULO 48
Pedro sufría la resaca más grande de la historia. Se podía decir que se sentía como si todo un equipo de fútbol hubiera bailado encima de su cabeza, y lo peor de todo era que, a pesar de ello, no había conseguido olvidar ninguno de los vergonzosos momentos de la noche anterior: su absurda charla con su hermano y su cuñado, su llamada a Paula
desde la comisaría, su lamentable e inadecuada confesión, su mal comportamiento con ella cuando vino a auxiliarlo y el interminable sermón del juez Walter que siempre recordaría, ya que su oreja izquierda ahora medía un centímetro más que la derecha por lo menos y aún conservaba un color rojizo.
Pese a todo lo ocurrido, lo que más le impactó de esa alocada noche fue descubrir que él se había enamorado por primera vez en la vida y, aunque muchos pensaran lo contrario, el amor no era tan maravilloso como decían.
Pedro solamente sabía comportarse como un idiota frente a Paula, y ella no había olvidado del todo a su ex; de lo contrario, no le habría afectado tanto la noticia de su boda. Además, el dinero entre ellos suponía más un obstáculo que un aliciente y encima el tiempo para conquistar a esa arisca y escarmentada gatita se le acababa.
¡Joder! ¿Cómo narices iba a conseguir que esa mujer se enamorara de él en apenas dos meses si su cuñado había necesitado toda una vida para hacer lo propio con su hermana Eliana? Él... ¡Él necesitaba un milagro!
En el mismo instante en el que intentaba despejar su mente para tener una idea de cómo abordar a una mujer que esa mañana le había dirigido una maliciosa sonrisa mientras le informaba con dulzura de que los obreros que habían venido a colocar los nuevos expositores trabajarían duramente durante toda la mañana, sonó su móvil. Eso logró empeorar su ya horrible jaqueca.
Pedro tanteó la mesa de su oscuro despacho hasta dar con el infernal aparato.
—¿Diga? Pedro Alfonso al habla, ¿en qué puedo ayudarle? —contestó desapasionadamente debido a su lamentable estado.
—Por lo que sé, ya ha conocido usted a mi sobrina —dijo la arisca voz de una anciana un tanto molesta—. ¡Yo creía que era un hombre decente, pero, por lo que he podido comprobar, usted simplemente es otro pusilánime que va detrás de su dinero!
—¿Me puede decir quién narices es usted y quién es su sobrina? —preguntó Pedro, confuso ante esa llamada.
—¡Soy Mirta Chaves, y mi sobrina es Paula Olivia Chaves, la estúpida a la que se ha camelado usted para que le pague todas sus deudas haciéndolas pasar por gastos para Henry! ¡Si usted pensaba que yo era idiota o demasiado vieja como para darme cuenta, tengo que manifestarle que está muy equivocado! Ya que ha conseguido lo que quería de Paula, me conformaré con que se aleje de ella lo más pronto posible. Considere el pago de los apuros económicos de su clínica como una contraprestación para dejarla en paz.
Pedro terminó de despejar su confusa mente con rapidez y, ante las airadas palabras de la anciana que lo acusaban vilmente y le prohibían aspirar a alcanzar lo único que deseaba en esos momentos, contestó con brusquedad, olvidando sus habitualmente amables modales y el galante tacto que solía usar con todo tipo de personas, incluidas las viejas impertinentes.
—¡Señora, yo no uso a las mujeres, ni voy detrás del dinero de nadie! Y, sobre todo, ¡yo no me dejo sobornar por nadie, menos aún por una vieja chiflada que carece de modales! ¡Y tenga en cuenta una cosa: no pienso separarme de Paula ni por todo el oro del mundo, porque, a pesar de lo que usted piense, ella vale mucho más!
—Muy bonitas palabras... Espero que piense lo mismo cuando desherede a mi sobrina y no tenga donde caerse muerta, porque, si recibo una sola llamada de Paula anunciándome que quiere casarse con usted, ¡no tenga duda alguna de que lo haré! ¿Qué tiene que decir a eso?
—¡Que me importa un comino su dinero, señora, y puede usted metérselo por el...! —De repente el móvil le fue arrebatado a Pedro con rapidez por unas finas manos que pusieron fin a su ofendido discurso antes de que lograra empeorar la situación.
—Hola, tía Mirta. Si llamas por el pago de las deudas de la clínica, debo aclarar que ha habido una pequeña confusión: lo del dinero fue todo cosa mía, para compensar a este hombre por los agravios que tanto Henry como yo misma le hemos causado. No sé por qué te molestas tanto, cuando ya lo he hecho otras veces sin que te importara demasiado.
—Sólo me preocupo por ti, Paula. No quiero que otro impresentable te vuelva a hacer daño —contestó Mirta.
—Créeme tía: he aprendido la lección. No permitiré que nadie vuelva a hacerme daño otra vez —replicó Paula, mirando con firmeza a otro hombre que la había hecho llorar—. Y menos a alguien que se parece tanto a mi ex —anunció, rechazando las súplicas de Pedro, que rogaba en
silencio para que lo perdonara por su idiotez—. No te preocupes más por mí, tía. En cuanto termine mi trabajo forzoso, volveré a casa lo más rápido posible, aunque a Henry tal vez lo abandone por el camino —finalizó cortante Paula antes de colgar y dirigir su mirada hacia un individuo que merecía más su enfado que su vieja e insistente tía.
—Como no te has sorprendido por la noticia, deduzco que ése es el motivo por el que ayer me trataste tan duramente: todo se debió al pago de las deudas de tu clínica.
—No me gusta que la gente me compre, princesa —comentó Pedro, todavía resentido con las acciones de Paula, quien parecía solucionar todos los problemas a base de talonario.
—Te alabas demasiado a ti mismo, Pedro Alfonso. La noche que pasamos juntos no fue para tanto.
—Entonces, ¿por qué pagaste mi hipoteca? — preguntó Pedro, un tanto molesto al ser menospreciado por esa damita.
—Sólo quise ayudar a un buen hombre a salir de un aprieto. Lo he hecho otras veces con personas que se han cruzado en mi camino, y créeme si te digo que con ellas no me acosté. Si te vuelve a llamar mi tía, simplemente ignórala — concluyó Paula intentando huir de la posesiva mirada de ese sujeto que le hacía reconocer para sí que alguna de las palabras que acababa de decir no eran ciertas, ya que la noche que pasó en sus brazos aún la hacía sentir especial.
Pedro agarró su mano cuando pasó a su lado, reteniéndola junto a él por unos momentos.
—Engáñate a ti misma si quieres, tratando de autoconvencerte de que la noche que pasamos juntos no fue nada. Pero no te atrevas a mentirme. Sé que nunca podrás olvidar esa noche, porque yo tampoco seré capaz de hacerlo —confesó Pedro, a pesar de que Paula únicamente le diera la espalda y se negara a afrontar sus palabras.
Mientras se resistía a dejarla ir, Pedro notó cómo el cuerpo de Paula se ponía tenso y su salvaje gatita se volvía para hacerle frente despectivamente. Y, sin apartar la fría mirada de sus ojos, se enfrentó a él.
—No sé qué te hace creerte especial en mi vida, Pedro —lo increpó Paula desasiéndose de su agarre—, pero ten en cuenta una cosa: a mi ex le compré una mansión, y a ti solamente una cochambrosa clínica. Para mí no eres nada del otro mundo y nunca lo serás. Sólo tenemos una relación en la que tú eres mi carcelero, y hasta ésta se terminará muy pronto. Así que, si me disculpas, tengo que volver al trabajo. Cuanto antes termine de cumplir con mi cometido, antes me marcharé de este estúpido pueblo del que no tengo ni un grato recuerdo —declaró Paula, haciéndole ver a Pedro que él sería olvidado tan fácilmente como los demás cuando ella abandonara Whiterlande sin volver la vista atrás ni por un segundo.
—¿De verdad piensas olvidarte de mí tan fácilmente? —inquirió Pedro, molesto con esa posibilidad mientras se interponía en el camino de Paula. Luego simplemente se apoyó contra la puerta y cerró el pestillo, dirigiéndose luego con decisión hacia la furiosa mujer—. Entonces, tal vez deba hacer algo para que no me desdeñes con tanta facilidad —anunció con una insinuante sonrisa mientras acorralaba a su presa contra la pesada estantería repleta de volúmenes de medicina veterinaria.
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, Pedro Alfonso? —preguntó Paula, sorprendida por su atrevido comportamiento.
—Sacarte de tu error —susurró sensualmente al oído de Paula a la vez que acariciaba con dulzura su rostro con una de sus manos, negándose a dejarla marchar—. Cuando lo haga, no querré una mansión. Me conformaré con escucharte gritar mi nombre. Eso sí: no me compares con ningún otro hombre, porque yo soy mil veces mejor — expresó Pedro finalmente mientras acogía su cara entre sus fuertes manos, obligándola a sostener su posesiva mirada.
—¿Por qué te crees el mejor? —suspiró suspicazmente Paula sin dejar de enfrentarlo.
—Porque yo no pienso dejarte marchar — prometió Pedro poco antes de tomar sus labios con una arrebatadora pasión que la hizo olvidarse de todo excepto de sus caricias, que le recordaban lo que era sentirse viva.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario